miércoles, 30 de diciembre de 2009

LXXV - Ella

Los claros de Tirisfal siguen siendo húmedos. Siguen siendo oscuros. Siguen siendo melancólicos. Los Claros de Tirisfal, que en los últimos tiempos han sido testigos de tanto, de ese peculiar collar de cuentas que sólo son momentos, instantes rescatados y arrebatados al tiempo para conformar un rosario que envuelve mi alma, son una constante entre el ir y venir, el combate y la búsqueda. Lugar de reposo de los muertos, donde está mal visto romper la quietud, han llenado mis días de instantes intensos. Unos hermosos, otros terribles. Todos valiosos. Estoy pensando esto mientras contemplo el zepelín, que ayer nos trajo de regreso al Viejo Mundo cuando la Cruzada nos despachó hasta nuevo aviso. Las luces claras, preparadas para evitar la niebla en el camino, son haces blanquecinos que se alejan en la distancia. Los observo, arqueando la ceja, y palmeo el cuello de Elazel, que cabecea como advirtiéndome de que me estoy poniendo demasiado reflexivo.

- Pues sí, bonita. Pienso demasiado, ¿eh?

Sonrío a medias y me giro, guiándola de las riendas, dispuesto a llevarla hacia la entrada del mesón La Horca, cuando algo me hace detenerme en seco. Una figura me observa, sobre un corcel reanimado.

Si, en los últimos tiempos, desde la liberación de los Caballeros de Darion, que ahora son así conocidos y lucen el tabardo de la Espada de Ébano proclamando su incesante lucha contra el Rey que los esclavizó, abundan los viejos héroes reanimados. Pululan por las ciudades, cabalgan entre las sombras, unos más atrevidos que otros. Algunos me inquietan. Me inquietan porque dudo de sus verdaderas lealtades, y creo que conozco lo bastante a mi enemigo como para pensar que aprovecharía muy bien esta ficticia naturalidad con la que se sobrelleva la situación para colar espías y traidores en las ciudades. Y me inquietan especialmente cuando, en una noche oscura, en la melancolía perpetua de los Claros, una figura esbelta y claramente femenina me observa desde su corcel muerto con ojos de hielo que apenas puedo entrever debajo del enorme yelmo.

No me gusta. Tiro de las riendas de Elazel y me echo el cabello hacia atrás, la miro con una mezcla de ansiedad y curiosidad, atenuadas por el cansancio de los viajes y el extraño estado de languidez en el que hoy me está sumiendo este lugar conocido.

Inmóvil, sobre la pequeña loma, me contempla. Un regusto amargo se me pega al paladar cuando una impresión desconocida, como el vago recuerdo de un sueño lejano imposible de recordar, se diluye en mi pecho. Esa figura solitaria que me mira constantemente... sospechosa, sí, y algo más. ¿Por qué demonios me asalta esa familiaridad? La complexión, la postura de su cuerpo, algo que no puedo ver detrás del yelmo... la intensidad con la que la mirada lejana me atraviesa. Es casi como estar presa de un hechizo desconocido, meneo la cabeza y tiro de las riendas, encaminándome hacia el otro lado de la torre de zepelines. Quizá huyendo del peso abrumador de esos ojos invisibles. Al rodear la estructura, vuelvo a mirar la loma, y ya no está. La Luna clara brilla en el firmamento, las estrellas se desgajan a miríadas.

Suspiro y trato de arrancarme los jirones de esa sensación pesada. Rebusco en los pliegues de la capa, el bolsillo oculto. Aquí está, la petaca. Bebo un largo trago y tiro de las riendas, Elazel camina hacia la taberna.

Cuando desmonto y entro, me doy cuenta de que estaba lloviendo afuera. Debo estar muy gilipollas últimamente para no haberme dado cuenta, sí, reconozco que el periplo por Rasganorte me ha sentado como veinte horas seguidas de abdominales. Chasqueo la lengua y me escurro el cabello, entrando con un par de zancadas, y al levantar la mirada, veo de nuevo la figura. Allí dentro, con su armadura negra.

Ladeo la cabeza. Bajo la luz de las velas, ya no parece un espectro fantasmal, solo un caballero alzado más, lo cual me tranquiliza en cierto modo. Así que levanto la voz y saludo a los renegados, a la tabernera y el viejo alquimista que se dirige a la salida, inclinándome levemente.

- Buenas noches.

La mujer de la armadura se gira, como si algo la sorprendiera. Y me mira de nuevo. Mierda, ¿qué coño está pasando? De nuevo un golpe violento, la sensación de familiaridad. Un nerviosismo que me alerta y me tensa los músculos alrededor de la nuca. Bien, no sé quien narices eres o qué quieres de mi... qué quiero yo de ti. Pero algo está pasando. La miro a mi vez, tratando de distinguir algún rasgo debajo de ese yelmo.

Ella sigue en pie. Inmóvil. No respira, parece una estatua, pero sé que está animada. Avanzo dos pasos, luego otro más, sin apartar la vista. Ahora, bajo las sombras del casco, veo un atisbo de piel tan blanca como la nieve, la curva de una nariz pequeña y redondeada, fina. Al acercarme, el olor de la putrefacción es leve, liviano, similar al de Elhian. Flores muertas y rocas cubiertas de escarcha... y algo mas. Un aroma mucho más familiar, casi cotidiano, como el olor de una madre desconocida o de un abrazo de la infancia, que me asalta de repente y me hace temblar por dentro. ¿Que demonios? ¿Qué demonios? Debo parecer un loco, pero no me importa.

- ¿Quién eres? - pregunto a media voz, con un tono casi íntimo y algo rasposo a causa de la incertidumbre.

Ella da un paso. Solo uno, breve y algo inseguro. Dioses, esos ojos me atraviesan, ahora puedo verlos con algo más de claridad, un resplandor azul intenso, gélidos... pero algo más. Algo más, al fondo. Una llama gélida.

- Él no me dio un nombre - responde el susurro. Thalassiano. Es elfa.
- ¿Te conozco?

La conozco. Lo sé, mi alma lo sabe, mi corazón lo sabe. Renée ha debido desaparecer en algún momento, porque, de repente, la taberna está desierta. Sólo la mortecina luz de los cirios, la mujer muerta y yo. Yo y todos los estímulos que no puedo reconocer ni etiquetar, que me hacen tensarme delante de su esbelta figura, menuda, demasiado menuda para un sin'dorei. Los brazos blancos se ven entre las placas de la coraza y los guantes, níveos y con un rastro azul donde la sangre se ha helado en las venas. La armadura, polvorienta y quebrada en algunas partes, no parece pesarle. Los ojos horadan los míos, como si quisieran excavar en ellos, encontrar algo ahí dentro, entrar en mi y... dioses. ¿Qué es esto?

- Te... conozco

La voz bien templada. Ligeramente grave. Ahora rota por la garra fría de la muerte. Una punzada de angustia, y los fantasmas braman, se alzan, las bestias aúllan y las garras se fijan en mi corazón cuando comienza a hacerse una claridad imposible, una certeza...

No puede ser

- ¿Me conoces? - su voz que era canción nunca compuesta, su acento rudo. No me preguntes eso.

Me he olvidado de respirar. Cierro los ojos con fuerza. Me estoy muriendo. No, es peor que la muerte. Es el dolor, el miedo más antiguo, el terror y un sufrimiento atroz que comienza a caer sobre mi, una vez, otra, otra, lanzas que se ensartan en mi corazón, certeras. Me estoy muriendo. Ojalá estuviera muerto.

Pero tengo que saberlo. Y tengo que verlo. Aunque me arrase.

Levanto la mano y le arranco el yelmo en un solo movimiento, casi agresivo, abalanzándome sobre ella. Y ya no importa. No importa si estoy vivo o no, el mundo empieza a temblar bajo mis pies en el preludio al terremoto, y el desgarro en mi interior, que me desgaja el alma y tironea, destrozándome, me corta hasta el pálpito de la sangre en las venas.

Sus ojos están helados. Su expresión es extraña, ausente... encerrada en un muro de escarcha y de ira. Y al fondo, ese incendio congelado. Sólo su pelo, que cae en suaves mechones irregulares cuando la descubro, y desordenado se enreda tras las orejas redondeadas, sobre la frente de pálida piel inerte, sigue siendo rojo.

El velo me cubre la mirada, húmedo, ardiente. "Aparta este cáliz, apártalo, apártalo, esto no, esto no, Luz Sagrada, no, no, no". Esto no. Por favor. Ivaine. Ivaine.

- Ivaine - y pronuncio su nombre, mientras me rompo en pedazos, una neblina rojiza embota mi mente y todo se convierte en cenizas, derrumbándose a mi alrededor.

LXXIV - Luces del Norte (II)

Los cargamentos de armas y provisiones fueron depositados en un rincón y los porteadores regresaron hacia la zona de desembarco, donde los grifos y los dracos dorados iban y venían bajo la atenta mirada del maestro de vuelo. El Cruzado Erelien, ajustándose el tabardo, anotó las dos últimas entregas y suspiró quedamente, volviéndose hacia su compañera, una humana de cabello castaño, rostro pecoso y mirada pícara.

- ¿Aún no ha llegado nadie, Lenore?

La muchacha negó con la cabeza, sacudiéndose los copos de nieve de la bruñida armadura.

- Nada. Una parte de las fuerzas sigue atrapada en Zul'drak, aún no consiguen abrirse paso.
- Bueno... lo conseguiremos - replicó el elfo, mostrando una ancha sonrisa. Cubrió el pergamino con la capa y se lo tendió a su compañera, que se inclinó para anotar con el carboncillo su propio recuento de suministros. Acto seguido, se dirigieron hacia las tiendas, donde el sacerdote atendía a los heridos.

Erelien era uno de los más veteranos combatientes de la Cruzada Argenta. Había sido instruido como Caballero de Sangre y formado parte de los escasos elfos que abrazaron la causa del combate contra la Plaga en el amparo del Alba Argenta. Recordaba con claridad el día en que las hordas del Azote se abalanzaron sobre la Capilla de la Esperanza de la Luz y la aparición de Lord Tirion Fordring, alto y poderoso, en auxilio de los argentas. Los sucesos que tuvieron lugar aquel día habían dejado una profunda huella en su alma, que le había hecho volverse por completo hacia aquella Luz intensa y vibrante que resplandecía alrededor del hombre de grises cabellos, el fundador de la Cruzada que pondría, estaba seguro, fin a la amenaza constante de la Plaga. La enfermedad más terrible que el mundo había sufrido estaba más cerca ahora de encontrar su vacuna, y esa certeza ardía en su corazón desde el momento en que escuchó las palabras del Alto Señor.

Fue de los primeros en jurar lealtad, y desde entonces, había seguido al paladín de la Mano de Plata con una fe plena, que no ciega, en la causa que abanderaba y en las decisiones que tomaba. Y el lugar en el que se encontraban, la Vanguardia Argenta, era prueba de que realmente, como solía decir su Señor, la fe en la Luz lo hacía todo posible.

Habían levantado aquel fuerte con sus propias manos. Las trincheras y las almenas, los cañones, las tiendas blancas que recogían a los heridos en su interior y cuyas lonas se agitaban bajo la ventisca, el alto torreón de piedra que se alzaba entre la nieve y los muros que les separaban de los insidiosos nerubian. La guerra era un hecho, y no podían bajar la guardia. Pero sus logros, innegables, brillaban con esplendor y sólo hacía falta contemplar los blancos estandartes, con el sol brillante en su interior. Podían verse desde la lejanía, actuaban como faros para aquellos que buscaban la esperanza... y allí la encontraban, él lo sabía. A los mismos pies de Corona de Hielo, asediados por sus enemigos, la Cruzada Argenta no descansaba, jamás se apagaba.

- Dicen que los nerubianos atacarán otra vez - comentó Lenore, mientras paseaban entre las tiendas, extendiendo las manos para bendecir a los heridos. - Varios camaradas han sido atrapados cerca de la brecha. Cada vez que conseguimos abrir paso, vuelven a cerrarla con sus hilos.

Erelien asintió, con un suspiro, y volvió la vista hacia lo alto del asentamiento. Tirion y el Vigía de Ébano, aquel extraño caballero embozado, conversaban en lo alto, con la mirada fija en el muro rocoso donde los arácnidos pululaban. La Crematoria destellaba entre la neblina de la mañana.

- Llevan varios días buscando una solución. ¿Sabes si ha regresado la división de rescate?

Lenore negó con la cabeza.

- Nada todavía. Partieron al amanecer, no les esperamos hasta medio día aproximadamente.
- Bien, no creo que...
- Mira. Jinetes.

Lenore señaló hacia la pendiente nevada, al otro lado de las tiendas. Frunció el ceño con expresión de sorpresa y ambos cruzados se acercaron al camino. Erelien parpadeó y entrecerró los párpados. Dos jinetes ascendían, sobre sendas monturas, que resollaban y trastabilleaban en el ascenso. Una de ellas tenía los cascos inflamados en llamas, y las crines eran puro fuego anaranjado, visible desde la distancia. El otro era un destrero sin'dorei. Y los dos elfos que las guiaban, uno rubio y otro moreno, portaban el tabardo del Alba Argenta.

- ¿Vendrán de Zul'drak? - preguntó Lenore, mirando de reojo a su compañero. Erelien negó con la cabeza, entrecerrando los ojos.
- Creo que no. Si aún llevan el tabardo del Alba, no pueden venir de Zul'drak. Creo que...

No pudo terminar de hablar. Los jinetes habían acelerado la marcha y ascendían, maltrechos y heridos pero sin detenerse, con la vista fija en la cúspide de la fortificación, donde el Alto Señor y su compañero oscuro conversaban. Cuando pasaron junto a ellos, Erelien arqueó ambas cejas. El elfo moreno tenía cuernos, y algunas runas glaucas relucían en su rostro. Y el otro, que apenas se giraba para saludar a los combatientes y las patrullas, le deslumbró por un instante con la expresión de su rostro.

Frunció el ceño y les siguió a distancia, mientras desmontaban. Casi se le cayó la mandíbula al suelo cuando les vio desmontar y acercarse a trompicones a Lord Tirion, ante la mirada extrañada de los demás soldados. Erelien apretó el paso, algo indignado. ¿Quiénes se habían creído que eran esos dos tipos para interrumpir al Alto Señor?

Sin embargo, cuando alcanzó el centro de mando, se detuvo en seco. El Comandante Entari había salido al encuentro de los dos recién llegados, y vio cómo el elfo rubio le entregaba una libranza sellada con el lacre del sol de ocho puntas.

- Se presenta Rodrith Astorel Albagrana - declamó, golpeándose el pecho con el puño e inclinándose levemente. No le temblaba la voz, pese a los jadeos entrecortados, y las palabras sonaban firmes, vibrantes. - Soldado del Alba Argenta, paladín y ahora al servicio de la Cruzada.
- Theron Solámbar - dijo el elfo de los cuernos, saludando del mismo modo - Combatiente del Alba Argenta.

Entari rompió el lacre y leyó el pergamino, luego les miró a ambos. Erelien arqueó la ceja ante la intrépida y casi desafiante manera de presentarse de aquellos dos tipos, que pese a mantenerse erguidos y dignos, parecían al borde de la extenuación, a juzgar por la sangre que manchaba la armadura de uno y la toga del otro. "¿Ahora al servicio de la Cruzada?" se dijo, perplejo. "Antes tendrán que ganárselo".

Sin embargo, cuando la mirada ambarina se paseó por el lugar sin arredrarse, se detuvo en el Comandante, después en Tirion y el Vigía y por último en él, la llama que ardía al fondo de los ojos dorados le hizo tragar saliva. Erelien era un cruzado veterano. Había visto mucho y vivido mucho. A estas alturas, sabía reconocer la Luz, y la vio con claridad en el sin'dorei, así como la propia llama decidida, avivada bajo el resplandor reflejado de su compañero, en el elfo de los cuernos.

- Id a descansar - replicó el Comandante, asintiendo. - Soy el Comandante Cruzado Entari, bienvenidos a la Vanguardia Argenta. Reponeos y volved a verme al caer la tarde. Veremos qué tengo para vosotros.

Los recién llegados asintieron y volvieron a inclinarse levemente. Luego se dirigieron a trompicones a las carpas de los heridos, donde Lenore contemplaba la escena desde lo lejos, con una mano en la cadera y el rostro ladeado.

Quizá ya se lo habían ganado, decidió, mientras les veía caminar entre el tintineo de la armadura destrozada y el roce de la toga rasgada que arrastraba el brujo sobre la nieve. Y si no lo habían hecho, no tardarían en hacerlo.

LXXIII - Luces del Norte (I)

El vasto vergel se extendía, elevando las hojas y las ramas hacia el firmamento bajo la luz tenue de un amanecer salvaje. Desde La Avalancha, una pendiente de nieve reblandecida que se dejaba caer como una lengua insidiosa sobre las rocas y los prados, los necrófagos deambulaban a su antojo, mirando con recelo y ojos llameantes hacia la silvestre explosión de vida más allá. Las abominaciones hacían temblar el suelo con los pesados pasos, los copos saltaban. Inquietas, las criaturas de la plaga olisqueaban el aire y se empujaban unas a otras, gruñendo como presas atrapadas.

Tenían hambre. Estaban famélicas y furiosas. El dominio del Exánime se extendía hasta ese punto, pero no había acceso más allá. La cuenca selvática que se mostraba ante ellos, como un enorme plato bien servido donde la vida en ebullición tentaba con la promesa de alimento infinito, parecía resistirse cual baluarte a las garras ávidas de su apetito. El poder de los Titanes, su invisible huella, convertía aquellas tierras salvajes en una poderosa tentación inaccesible.

Pero, de cuando en cuando, los incautos se aventuraban en el glaciar. El olor de dos cuerpos vivos, palpitantes de sangre y de carne, estaba enloqueciendo a los hijos del Exánime con la promesa de alimento. Una enorme abominación gruñó y arrojó la cadena engarfiada, volviendo la grotesca cabeza hacia los dos jinetes que atravesaban el lugar. La yegua de ojos incandescentes relinchó y zigzagueó para evitar el arma, haciéndose a un lado, seguida por el corcel de cascos llameantes.

- Cabrones - espetó el paladín, girándose a medias cuando el gancho oxidado cayó al suelo a pocos metros de su montura, haciéndola encabritarse un instante. - A la selva, a la selva.

- Tiene que haber un paso - exclamó el brujo.

Envueltos en sendas capas, embozados, cabalgaban al galope con un ejército de necrófagos rugientes tras ellos, extendiendo las garras para rozar las crines de la pesadilla, intentando morder las patas de las monturas en su desesperado avance. El jinete de la armadura sujetaba la espada en la mano y el escudo colgaba a su espalda. Algunas piezas de malla destrozada pendían de los correajes, tintineando al ritmo del paso de la yegua, y la sangre reseca se pegaba a las placas de metal. En el rostro ceñudo y tiznado de suciedad, los ojos dorados relumbraban intensamente, ardiendo como llamas de determinación, y el cabello apelmazado y sucio asomaba bajo la capucha, le caía sobre la frente. El jinete de la toga empujaba a los perseguidores cercanos con el bastón de resplandor oscuro, sujetaba las riendas con decisión y dirigía miradas de odio profundo a las criaturas de la Plaga. Un jirón de tela rasgada se enredaba en sus tobillos, y un fino hilo rojizo, ligeramente verdeante, descendía por la sien.

No se detuvieron. Corrieron hacia la espesura, observando las montañas.

- Hay un paso, en alguna parte - replicó el paladín, resollando - Tiene que haberlo.

Se apretaron entre los árboles altos y aflojaron el paso cuando los muertos vivientes volvieron atrás, repelidos de nuevo por la marca de la divinidad que impregnaba el lugar. El paladín escupió a un lado, mirando alrededor, buscando algo. El brujo le miró de reojo, respirando afanosamente.

- Quizá tengamos que retroceder. Esas montañas parecen infranqueables.

El paladín asintió levemente y señaló una oquedad salpicada de nieve al pie de las cumbres rocosas, lejos del glaciar y fuera del alcance de las fieras salvajes de la Cuenca. Se dirigieron al paso, entre el perfume tropical de las flores imposibles y el vapor húmedo de la selva, revisando el estado de su equipo. Al llegar al recoveco, desmontaron con cierto gesto pesado. Se descubrieron el cabello, echando las capuchas hacia atrás y se dejaron caer, con la espalda pegada a la pared y las armas prestas, suspirando con cansancio casi al unísono.

Las dos figuras miraban hacia el horizonte, perdían la vista entre la vegetación explosiva, las copas de los manglares y las palmeras, y el firmamento azul. Un par de ojos verde jade, brillantes y relucientes entre la cabellera negra como ala de cuervo. Un par de ojos ambarinos, turbios y felinos, brillando entre los mechones de pelo trigueño, oro blanco y platino. Se miraron un instante.

- Que pinta tienes - dijo el paladín, con un destello de buen humor en la voz grave.
- Tu no estás mucho mejor - replicó el brujo, arrebujándose en la mullida capa de piel blanca y suave.
- Dos días de viaje no es tanto. Aún estamos vivos. Pronto encontraremos el paso.

El brujo chasqueó la lengua y extrajo un par de piedras de salud para sanarse las heridas abiertas.

- Al fin y al cabo - repuso - sólo nos han mordido los lobos, pateado los magnatauros, abofeteado los osos, escupido los tigres, aplastado los raptores...
- Nimiedades.
- Tonterías.

Rieron entre dientes y se dispusieron a sanar las heridas y recuperar parte de sus fuerzas. La Avanzada Argenta aguardaba, y no importaba cuán dura fuera la travesía, cuánto tiempo les llevara, qué precio se cobrara. Iban a llegar.

Minutos después, los dos jinetes solitarios volvían a montar y volvían una vez más, a buscar un acceso por el glaciar de la Plaga o las montañas circundantes. No parecían tener miedo a las garras de los muertos, tampoco a las fauces de los raptores y los protodracos que asomaban en ocasiones de entre el espeso follaje para perseguirles. De cuando en cuando, mientras escapaban de las alimañas o trataban de hacerles frente, intercambiaban algún comentario jocoso. Y aunque el cansancio pintaba sus rostros y las heridas volvían a sangrar una y otra vez, a lo largo de su camino, rara vez dejaba de escucharse, de cuando en cuando, el eco resonante de una carcajada grave y franca y el coro sutil de una risa tenue y resbaladiza.

En Rasganorte, en lugares donde la risa probablemente nunca había existido, Ahti y Theron viajaban en busca de la fortificación de los Cruzados. Y lo hacían a su manera. Sin dejar de brillar.

martes, 15 de diciembre de 2009

LXXII - Despedidas

Orgrimmar - Durotar

El sol de la mañana arranca destellos rojizos a la muralla de adobe, barro y madera que cerca la Capital de la Horda. La guardia Kor'kron se mantiene en la puerta, los escudos alzados y la mirada hosca, mientras los viajeros entran y salen. Casi todos son aventureros y soldados, no se ven demasiados comerciantes hoy. Trols lanza negra, orcos y tauren en su mayoría, se mueven hablando en sus idiomas natales, saludan a los centinelas que permanecen firmes y graves, con ese aire salvaje que destila su raza y siempre me ha resultado agradable. Eso y sus hachas. Tienen unas hachas cojonudas, los orcos.

Mi pueblo, los sin'dorei, tiende a considerar a los orcos criaturas asilvestradas y brutales, que no tienen dos dedos de frente y se comportan como verdaderos estúpidos. Su arquitectura choca brutalmente con el gusto estético, decadente y barroco, de los elfos, y su ausencia de correspondencia con los cánones de belleza del pueblo más noble de Azeroth provoca habituales desencuentros. Especialmente entre los patriotas y aquellos que no salen demasiado de Quel'thalas. Yo llevo ochenta años dando vueltas por el mundo, compartiendo tripulación, ejército y tabardo con todas las razas, y supongo que algo he debido aprender en este tiempo. Y si no lo he hecho, que le den. Los orcos me caen bien. Los trols, también. Acérrimos enemigos de mi raza, a mi nunca me han hecho nada los Lanza Negra, así que no encuentro razón para odiarles, menos aún cuando tienen esos gongs tan brutales y tradiciones y leyendas que avivan mi curiosidad. A mi me gusta Orgrimmar, me parece que tiene un encanto especial y primitivo, con esas almenaras afiladas y las techambres de adobe y piel curtida.

Aparto la mirada de la ciudad y suspiro, contemplando el hangar de las naves aéreas. En la nueva y reluciente torre de zepelines, los goblin se afanan en prepararlo todo para que no haya accidentes en las travesías que han de llevarnos hasta Rasganorte. Los aventureros de la horda, soldados, mercenarios, representantes de clanes orcos y del Consejo de Ancianos, se apelotonan en las rampas de acceso. Parecen entusiasmados y algo ávidos, algunos nos miran con extrañeza. Elfos y renegados han partido en su mayoría desde la torre de Claros de Tirisfal, nosotros, como siempre, damos la nota.

- ¿Crees que se caerá el zeppelín?

Tironeo de las riendas de Elazel y me giro hacia el brujo, sonriendo, burlón. Theron siempre optimista.

- Seguramente.
- Prepara tus burbujitas entonces - replica, entornando los párpados. - Deberíamos embarcar ya, o al menos ponernos en la cola.

Señala hacia lo alto de la torre, donde el primer barco aéreo ha atracado. Los viajeros que nos preceden ascienden por la rampa, entre bromas jocosas, gritos de ánimo y lanzando vítores y saludos a los pocos que quedan en tierra para despedirles. Niego con la cabeza, contemplándoles.

- Esperemos a los demás.

Mi voz suena un tanto amarga, y la mirada del brujo se detiene sobre mí un instante demasiado largo, hasta que la abordo.

- Ahti... no va a venir nadie más - dice con tono apaciguador. - Llevamos casi tres horas aquí. ¿No han tenido ya tiempo de aparecer? La cita era al alba... y estamos solos. Marchémonos.

Sé que tiene razón. Y odio que tenga razón en estas cosas, así que niego con la cabeza, firmemente, guiando a la montura que caracolea y se revuelve, resoplando. Elazel siempre refleja mis sensaciones, sea ira o inquietud, placidez o determinación.

- Elhian vendrá. O Hibrys, quizá las dos.

Theron menea la cabeza y aparta la mirada, pero permanece junto a mí. Me conoce, sabe que soy un cabezota y detesto que me decepcionen. La partida de la Guardia del Sol Naciente hacia las tierras del Norte estaba programada hoy, y aquí estamos. La Guardia del Sol Naciente. Theron y Ahti, y el polvo rojizo de Durotar... me cago en todos ellos. Un grupo del Clan Grito Infernal acude desde la ciudad, marchando al paso, con los tabardos oscuros brillando bajo el sol cálido de la mañana invernal. Sus rostros severos y firmes nos observan mientras caminan junto a nuestra posición y ascienden la pasarela. Theron observa el primer zeppelín, que ya está completo, y lo vemos marchar.

- Cogeremos el siguiente - murmuro apenas, observando el cielo claro.
- Bien. Creo que es lo mejor. La Avanzada Argenta aguarda.

Asiento yo, asiente él. Los sucesos se han atropellado en los últimos días, y no hace mucho que recibimos la convocatoria de la Cruzada Argenta. Rebusco en mis bolsas para sacar el pergamino lacrado y observo el sello del sol de ocho puntas, con el puño en su interior. No es el mismo que antaño, pero no ha cambiado tanto.

- Espero llegar a saber algo de ese Tirion - comento, arqueando la ceja. - Dicen que porta la Crematoria.
- ¿No le conoces? - el brujo me observa con curiosidad.

Por algún motivo, tiende a pensar que conozco a todos los miembros de alto rango del Alba Argenta, y no está del todo errado, pero es una organización ramificada y en mis tiempos sólo tenía contacto con dos o tres de ellos. Niego con la cabeza.

- No, no sé quien es. Sólo sé lo que nos contaron sobre la batalla de la Esperanza de la Luz y sus consecuencias.
- Siempre me he preguntado por qué no estuvimos en ese combate.
- Estaba en coma - replico.

Theron se calla inmediatamente, abre la boca y la vuelve a cerrar, asintiendo. Carraspea. No le doy importancia, realmente ya lo he superado, si había algo que superar aparte de mi estrepitoso fracaso a la hora de sanar al brujo de lo que le corroía por dentro. Así que sigo hablando, le recuerdo la historia.

- Cuando Arthas terminó con los asentamientos de la Cruzada Escarlata en la costa este, arrojó el ataque final sobre la Capilla de la Esperanza de la Luz. Darion Mograine, hijo de Alexandros y portador de la Crematoria corrupta, encabezaba la ofensiva. Era el campeón de la Plaga. - Sé que Theron adora mis resúmenes y mi capacidad de síntesis, así que le doy el gusto de escucharme y comprobar lo bien que me explico una vez más. - Cuentan que al llegar a la explanada de la Capilla, la espada comenzó a desobedecer, y entonces apareció Tirion Fordring. Era un caballero de la Mano de Plata, hace ya años, y al parecer es de los pocos supervivientes de esa orden.
- ¿Es humano?
- Así es.
- ¿Y cómo acabó la Crematoria en sus manos?
- Darion se la cedió al redimirse, o eso dicen - arqueo la ceja, mirando al brujo. - Podemos dejar que se la quede, ¿no?

Se ríe entre dientes, apartándose el pelo del rostro. Abre la boca para replicar algo, cuando una voz a nuestra espalda nos hace dar un respingo.

- Siento llegar tarde.

Me giro y veo a Oladian, montado sobre Eru, su lobo. Lleva el pelo rojo recogido en la nuca y sonríe débilmente. Estaba a punto de entusiasmarme cuando veo que no lleva equipaje, ladeo la cabeza y le saludo con la mano, haciendo un gesto de curiosidad. Theron le mira con desdén.

- Vamos a coger el próximo - declaro.
- Yo he venido a despedirme. No podré partir aún, pero me reuniré con vosotros en dos o tres días.

Asiento, suspirando con resignación.

- Bien... nos veremos entonces. Gracias por venir.
- Mucha suerte y cuidado con el trayecto - sonríe de nuevo. Siempre he sabido leer los sentimientos de Oladian y ahora mismo veo culpabilidad. Sabe que estoy decepcionado, pero no puedo evitarlo. - Iré en cuanto pueda.
- Claro

Vuelvo el rostro y guío a Elazel hacia la torre de zepelines. La siguiente nave ya está atracando. Arrastro el petate con las armaduras y el escaso equipaje y lo arrojo de mal humor sobre la cubierta de madera, despidiendo a mi yegua con un gesto y soplando las motas doradas que deja al desaparecer. Echándome la capa hacia atrás y mostrando la insignia que me identifica al capitán goblin, me sostengo en las maromas de cáñamo y contemplo el horizonte. Detrás de mí, Theron ha sacado la capa blanca de su mochila y la extiende, acariciando el pelaje. Luego se envuelve en ella y hace un ruidito de satisfacción.

- Se nos van a congelar las pelotas - dice, con un tono levemente excitado en la voz.

Le miro de reojo y sonrío. Bueno, no es lo que esperaba, pero allá vamos. El emocionante viaje de la Guardia del Sol Naciente hacia el Norte. Agito la mano para despedirme de Oladian cuando las hélices giran y me aparto el pelo de la frente, volviendo la mirada hacia adelante, apoyado en las cuerdas gruesas.

- Nos calentaremos a hostias - digo finalmente, escupiendo hacia los cuatro puntos cardinales para invocar la bendición de los vientos y un trayecto sin incidentes. Hay que tener mucha fe para aspirar a algo así en una nave pilotada por goblins, pero al fin y al cabo, soy un paladín.

martes, 1 de diciembre de 2009

LXXI - Vísperas de viaje

Cuna del Invierno - Invierno

La nieve se hunde bajo mis pies, el viento me golpea el rostro y el pecho desnudo. Enreda los cabellos detrás de mi, rasga mis pulmones cuando respiro, el frío me muerde los músculos, pero no me importa y sigo corriendo, agazapado, ayudándome con las manos mientras asciendo las lomas, salto desde los riscos y rastreo las huellas del oso. Soy el viento, no puede hacerme daño. Vuelo con él y me transporta, me trae el aroma de la presa, me canta las canciones que vibran dentro de mí.

Sus voces te enseñaron, sus voces te enseñaron

La Luz vibra en mis venas, chispea, efervescente, me envuelve y me hace sudar a pesar del clima del Norte. Y mientras devoro los pasos que me separan de mi presa, al otro lado del vínculo, mi compañero me rastrea a mi, su presencia se hace más intensa a medida que se acerca, buscándome, confuso y un poco triste.

Detrás de un tronco, le veo aparecer. El oso está acechando, me esperaba. Agazapados, nos miramos. Todos mis sentidos se centran en mi propio cuerpo, en los movimientos de la fiera delante mia, que me observa con ojos furiosos, a la expectativa. Y cuando ruge, me escucho rugir, cuando se abalanza hacia mi, me ladeo y rodeo el cuello poderoso con los brazos. Peleamos revolcándonos sobre la nieve. Los dientes intentan hacer presa en mi carne, y me revuelvo, me muevo constantemente para evitar que me atrape. He cazado muchos osos, conozco sus técnicas, y sé que la condena tiene tres nombres: garras, fauces e inmovilidad. Asi que evito las tres mientras rodamos sobre el suelo helado, el animal gruñendo, agitándose para soltarse, yo con los brazos en torno a su cuello, a su izquierda, tratando de posicionarme detrás para partirle el cuello.

Algo está sangrando, percibo un dolor lejano entre la descarga de adrenalina de la caza. Las garras se clavan en mi piel, y no me importa. Cuando encuentro la posición correcta, el combate se convierte en una medida de fuerzas. Apoyo el codo en la sien del animal, que se revuelve, estrecho el abrazo y empujo, empujo, invocando toda mi determinación. Los músculos parece que van a estallar, siento la tensión en todo mi cuerpo y la sangre acumularse en mis sienes. El rugido ahora es mío, algo brilla y escucho el chasquido de los huesos al quebrarse.

Jadeante, suelto al animal muerto que cae sobre la nieve, salpicada de rojo, y me tambaleo, recuperando el aliento. Aun me cuesta enfocar la vista, y me lleva unos minutos volver a ser dueño de mi cuerpo, recuperar plena conciencia de mí mismo. "No te enfríes demasiado ahora", me recuerdo, inclinándome, algo mareado, para sacar el cuchillo de cazador de la bota.

- ¿qué... qué estas haciendo?

Levanto la vista,  sorprendido, y vuelvo el rostro a la pequeña loma nevada delante de mi. Theron me observa, perplejo, arrebujado en su toga. En el fragor del combate, no me di cuenta de su llegada. Tiembla ligeramente, el sí tiene frío. Hace días que tiene frío, en realidad, y cada vez más a medida que se acerca la hora de partir hacia Rasganorte.

Me dejo caer sobre la nieve y comienzo a desollar al animal, que aún yace caliente.

- Échame una mano, sujeta de ahí.

Theron desciende con pasos breves e inseguros, mirando alrededor, y sujeta la pata del oso, observándome con perplejidad. Hay algo al fondo de su mirada, cuando levanto los ojos hacia él, que me resulta ligeramente turbador. ¿Está emocionado? No entiendo muy bien por qué, pero no me importa. Aunque ya lo sabe, se lo confirmo.

- Te voy a hacer una capa.
- ¿Qué?

Y aunque ya lo sabe, me sigue mirando. Como si hubiera dicho que voy a regalarle una casa en la zona rica de Lunargenta o algo así. Es extraño. La hoja se desliza bajo la piel, me aparto el pelo de la cara, aún respirando con dificultad a causa del combate, y tiro del mullido envoltorio con precisión, después de recortar con el filo para delimitar el segmento.

- No tienes por qué temer al frío, Theron Solámbar - explico, mientras desprendo la pieza. - Ni al de dentro, ni al de fuera. Ninguno puede tocarte.

El brujo parpadea, no ha apartado sus ojos de mí, como si estuviera haciendo algo excepcional. Sin embargo no hay nada de excepcional en esto. Cuando termino, me sacudo las manos y le hago un gesto.

- Vamos a las pozas termales, hay que darle un repaso a esto.

Camina detrás mía, en silencio. El vínculo vibra con suavidad, y percibo sus emociones, que se me antojan excesivas por un momento... pero no, quizá no lo son. Las acojo con un abrazo estrecho, dejando que pasen a través de mi. La gratitud, la emotividad que le despierta esto tan sencillo, que para mi es tan natural como respirar. Porque lo es, y esa es una certeza que no me plantea ninguna pregunta, el menor por qué.

Sé que Theron está asustado. Vamos a Rasganorte, a enfrentarnos con todo el poder del Rey Exánime en su esplendor, y la sangre que corre por las venas del brujo, aunque el vil mantenga detenido el avance de la enfermedad, lleva su marca. La marca que se expande con la cercanía de su presencia, que le atosiga continuamente, que le estrecha más con brazos gélidos a medida que se aproxima a él. Conozco su dolor, sus pesares y sus cadenas, he aprendido a conocerlas a fondo a lo largo de este tiempo. Pero todo se puede combatir. Si tiene frío, le daré una capa, con todo lo que eso significa.

Porque pienso cubrirle por dentro y por fuera, reanimar su fuerza, que no es poca, con la mía, tirar de él cada vez que dude de sí mismo. Y Theron, que es un gran aficionado a los símbolos, entiende lo que representa una capa de piel hecha como es debido, con el proceso más cuidadoso y entregado que existe, que no es ni más ni menos que hacerlo todo con el corazón, coño. Para mí es algo natural, porque todo lo hago igual. Para Theron, es muy importante, o así lo percibo, y dejo que lo sienta a su manera, sin restarle valor.

Por ese motivo, cuando después de limpiar la piel y dejarla reposar sobre las piedras calientes, Theron tira de mi mano y me guía para que me siente, disponiéndose a curar las heridas del oso sobre mi carne, dejo que lo haga. No usa las piedras de salud, desliza paños de tejido suave empapados en desinfectante y escurre la sangre después. Las manos de artesano se mueven con la misma dedicación y delicadeza que emplea cuando está tratando con joyas valiosas, y eso me hace mirarle de reojo un momento.

Mantiene el gesto grave y devoto de un seguidor de la Luz Sagrada delante de sus reliquias, y como ritualista que es, ejecuta su ritual. Supongo que a veces nos hablamos mejor por medio de estas cosas que con palabras. Así que me quedo muy quieto, dejando que se exprese igual que yo lo he hecho. Mi mensaje ha llegado matando un oso y arrancándole la piel. El suyo se escribe ahora, cuidándome y restañando la sangre de los arañazos abiertos al pie del lago de aguas cálidas.

Mañana partiremos hacia el Norte, y no puedo dejar de sentirme orgulloso cuando, al estrecharnos en el vínculo que nos une y complementa, el miedo y el frío que habitaban en el interior de mi compañero apenas parecen perceptibles. Y estoy orgulloso de él.

- Gracias - murmura el brujo, abrazándome un instante y pegando la mejilla a mi espalda. Las palabras resuenan sentidas en mis oidos. No me atrevo a responder nada, asi que sólo me quedo quieto mientras me abraza, con un nudo extraño en la garganta.

Porque a veces basta encender una chispa para que las llamas vuelvan a levantarse, y esta vela imperecedera que brilla a mi espalda, que tiene un resplandor intenso y cálido... esta, por mis cojones que no se apaga. No importa si tengo que protegerla con mis manos o avivarla a patadas. A mi brujo no lo toca nadie. Ni el Exánime, ni el Torbellino, ni la madre que los parió. Va a ser libre y prevalecer, aunque tenga que matar cien osos y hacer cien capas para que no vuelva a tener miedo al invierno.

LXX - Elhian

Rémol

Los hombres de paja se están quemando bajo el cielo negro. Las llamas crecen y suben, y Elhian ha apartado la mirada de ellas, agitada y asustada. Pero hoy no es el fuego lo que le da miedo, no es eso todo lo que hace relucir sus ojos con la mirada decidida de quien se arroja a un incendio pese a saber que arderá en él.

Me mantengo a distancia, serio, inexpresivo. Es mejor que no vea nada, es mejor que no lo perciba, así que se lo escondo. Porque Elhian ha sido el baluarte de mi determinación en los últimos tiempos, ha sido la mano que me ha empujado hacia adelante y he descubierto en ella algo cálido y profundo, detrás de toda la rabia, el mal humor y el desdén hacia todo, hacia todos.

- ¿Entonces por qué? - me pregunta, casi escupiéndome.

Saboreo su rabia y su desesperación, y me duelen, porque son suyos. Me cuesta hablar, me cuesta mucho hacerlo ahora. La hierba se agita en las lomas cercanas a la pequeña aldea, acariciadas por el viento de la noche que aviva las hogueras. La figura de Elhian es pálida, casi luminiscente. Las lenguas de fuego se reflejan en su mejilla con un tono anaranjado, el cabello le cae por los hombros, y la toga de hechizos se ciñe a su cuerpo delgado, dejando ver los brazos. La mácula de la reanimación ha dejado pequeñas manchas en la piel de alabastro, ha vestido de púrpura los labios y los párpados de la mujer y las largas uñas lacadas con las que se abraza a sí misma, se clavan en su propia carne mientras me mira, acusadora, exigente.

No quiero hacerle daño a Elhian. No quiero hacerle daño a nadie más. Y tengo que decírselo.

- No quiero hacerte daño. - respondo, finalmente. Más suave de lo que esperaba, mi voz se desliza entre mis labios. - Y te lo haré.
- ¿Por qué dices eso? ¿Es que quieres herirme, acaso?

Da un paso adelante, desafiándome.

- No, no quiero. Pero siempre pasa.
- No puedes saber lo que va a pasar. - escupe - ¿Es que no soy suficientemente buena para ti, elfo engreído? ¿Es que te avergüenza que te vean conmigo, la renegada, la MUERTA?
- No...
- ¿Tan cobarde eres que no eres capaz de aceptar esto, o es que me has mentido? ¿También vas a jugar conmigo, acaso, es eso lo que me quieres decir? Porque ya he visto como lo haces con los demás, con esas chicas con las que...
- No es eso...
-¿Es que no es verdad lo que has dicho ahí abajo? Si vas a echarte atrás hazlo ahora, maldito, o te juro que te arrancaré los ojos y...
- ¡Cállate joder! - reviento al final, mirándola a los ojos de nuevo. - ¡Te digo que no es eso, hostia! Te quiero, pero las cosas no son tan sencillas.

Al fin se ha callado. Coño. Me vuelve loco esta mujer, me hace perder los estribos, y a veces es como golpear un muro de piedra a cabezazos. Sus cambios de humor me dejan perplejo, y la mitad de las veces no entiendo qué coño le pasa. Es... bueno, es una mujer. Llora y me pega y luego sale corriendo, ese tipo de cosas. Hoy, abajo, en la aldea, me insultó, me abofeteó, después me besó y volvió a pegarme. Y salió corriendo. Está loca, pero es cierto que la quiero. Me ha vuelto a recordar las cosas que quería olvidar, y se parece tanto a Ivaine... es difícil resistirse. Pero claro, Elhian quiere saber por qué las cosas no son tan sencillas.

- ¿Por qué? ¿Dónde está la dificultad? - dice, y ha bajado un poco su tono de voz - Si me quieres, ¿cual es el jodido problema?

Siempre había presentido la ternura en Elhian. Ahora la veo en sus ojos cuando me mira, y es más intensa y conmovedora de lo que esperaba, me hace sintonizar con ella de inmediato. Y tengo miedo, otra vez.

- Sé que, de una manera o de otra, acabarás sufriendo por mi culpa - Suena estúpido, pero tengo esa certeza, y trato de hacérsela ver, casi suplicante. - Te haré daño aunque no quiera. Te haré daño con las cosas que no puedo cambiar, Elhian... siempre pasa.

Parece pensar un momento, volviendo los ojos hacia las llamas. Aguardo, distante y protegido, levantando todas las defensas. Confío en que recapacite y se de cuenta de que esto no es una bonita declaración de amor ni el principio de una bella historia romántica. Porque joder, no lo es. Es el largo preludio de un desastre, y no quiero dejar de verlo así. Porque si lo hago, aflojaré, y si aflojo, la abrazaré y le diré que la quiero otra vez. Y al final, empezaré a pensar que no va a salir mal, y cuando salga mal será una putada, un infierno de dolor para los dos. "Recuerda las lecciones del pasado", me digo. Y lo hago.

Ivaine, el largo camino de desesperación y dolor que recorrió por mi causa, su abrupto final. Rashe, cómo sus ojos se fueron cubriendo por un velo de amargura y su semblante se tornó severo, su mirada perdió el resplandor que la animaba cuando lo que nos unía fue destruido. Aricia, el continuo sufrimiento de su corazón, el que debió hacer presa en ella y destrozarla después de que le diera de lado cuando tuve que elegir. Drakoon, que me lo dio todo, que quería tener hijos... a quien no dejé llegar más dentro de mi y acabó desapareciendo de la Guardia, de nuestras vidas, frustrada, abatida y cansada. ¿Cuanta gente se ha destruido a si misma por amarme? ¿Cuanto daño he causado por no poder dar más de lo que doy, aunque ellas puedan ver que hay más y arañen la superficie, golpeen la puerta desesperadamente sin poder echarla abajo? No quiero más de eso. Ya hace tiempo que he renunciado, y querer a Elhian no era difícil cuando pensaba que me despreciaba. Pero ahora me encuentro con esto... y levanto las defensas, alzo el escudo para protegerla de mi, para protegerme de ella.

- ¿Y quieres decir que tengo que enterrar este sentimiento porque me vas a hacer daño? - dice finalmente, volviendo el rostro hacia mí. - ¿Quieres decir que tienes que cortarlo tú de raíz porque me va a doler?
- Si, eso es lo que quiero decir exactamente.
- Estoy muerta, Ahti - me mira, como si tuviera que explicarle las cosas a un niño. - Apenas albergaba más sentimientos que la ira y el desprecio hasta que te conocí a ti. Ahora tengo algo que me duele y me domina, que hace que sienta viva mi alma dentro de este cuerpo muerto. Conozco el amor, a pesar de la muerte. Y me dices que tenemos que parar esto porque me dolerá... ¿Es que no ves que toda mi existencia era dolor hasta ahora? Olvidé mi pasado. No tengo futuro más que seguir prevaleciendo en este mundo, sola. Si puedo disfrutar de esto hasta que termine, ¿por qué me lo niegas? Puedo soportar mucho dolor. Yo no le temo a eso.
- Me han dicho cosas parecidas otras veces - replico, calmado, intentando que mis palabras no sean secas y rudas, tampoco demasiado suaves. - Y luego todo se ha ido a la mierda, y he visto los estragos de ese sufrimiento. No quiero verlo de nuevo, no quiero hacerte eso a ti.
- Pues no me lo hagas - replica, mirándome.

Elhian es fuerte. Ha pasado por mucho, está claro, no es ninguna novata. Pero aun así, creo que no sabe del todo de lo que habla... no ahora.

- Elhian, no... - empiezo, meneando la cabeza.
- Quiero tu puto dolor. Si me vas a destrozar, sea, pero no pienso renunciar a esto. Y te exijo que tú tampoco lo hagas. Da la cara. No me hagas esto sólo por miedo a que no pueda aguantarte.

Cuando camina hacia mi, aún doy dos pasos hacia atrás, y los brazos fríos se enredan en torno a mi cuerpo, abrazándome. La mejilla de Elhian, la renegada, hechicera del hielo más gélido, se aprieta contra mi pecho. No quiero responder. Debería apartarla con suavidad y decirle que es lo mejor para los dos, pero no puedo. Aunque sé el final de la canción, tengo que cantarla otra vez, tengo que oírla de nuevo, hasta que se termine y vuelva el silencio. Así que la abrazo y dejo escapar el aire entre los dientes.

- Me dijiste que no perdiera la esperanza - insiste - Me dijiste que era hermosa, que merecía ser amada, que siempre existía esa luz en todas partes. ¿Era mentira eso?
- No, no lo es - miro alrededor, buscando aún una escapatoria. No la hallaré. Elhian ha cazado al oso, y parece muy dispuesta a domarlo. Rezo por que lo consiga y sus fauces no la destrocen, porque ella es testaruda, y sé que nada de lo que diga le hará cambiar de opinión. Siempre gana, maldita sea.
- Pues tú eres esa esperanza, la Luz que yo quiero.
- El fuego siempre quema - susurro, una última advertencia desesperada.

Pero Elhian levanta el rostro y me enfrenta, sin un ápice de vacilación en su semblante.

- Entonces, hazme arder.

Es algo que sucede a veces. No es la primera vez que veo esto, tampoco la primera vez que lo vivo. Mientras nos abrazamos sobre el montículo de césped tierno, observo a los hombres de paja, como fuegos fatuos que nos miran, sonriendo con cierta malevolencia. Desde tiempos inmemoriales, las polillas han flirteado con las llamas, se han acercado hasta deslumbrarse con su luz, y finalmente, se han consumido, calcinadas por el beso ardiente al introducirse en ellas. La luz es un faro de esperanza, puede ser una estrella guía, pero también ciega, también incinera. Puede sanar y condenar. Puede impulsar la vida o cercenarla. Como polillas alrededor de una lámpara, la gente que me quiere suele deslumbrarse y acaban inmolándose, solo que las jodidas lámparas tienen la puta suerte de no sentirse culpables después.

domingo, 29 de noviembre de 2009

LXIX - Interludio: Aquello de lo que no hablamos

Rémol

Lemgedith me tiende los caramelos con esa sonrisa fría y extraña, falsa, achispada por un brillo curioso. Detrás suya, Erithelain, el sacerdote, me mira con una expresión mucho más reconocible. El resplandor centelleante de los celos y la frustración.

- ¿Y ésto? - pregunto, cogiendo los dulces y arqueando la ceja con cierta altanería.

Estamos sentados en la taberna, con los pies estirados sobre la alfombra, bebiendo bourbon y hablando de nuestras cosas. El Arconte ha entrado seguido de su perrito faldero, ese sacerdote afeminado y lánguido que, según lo que he podido descubrir, bebe los vientos por él. No sé si ha conseguido ya llevárselo al huerto, y no es que me importe, pero sé que al meapilas le molesta que su muerto me sonría y me ofrezca tributos de chucherías. Lo disfruto maliciosamente, mirando al joven renegado con semblante de rey satisfecho con sus vasallos.

- Vos disfrutáis aun de los placeres de la vida, pensé que os gustaría.

Qué galante, ¿verdad?
Oh si. Consideraré estos caramelos como un sacrificio digno.


Desenvuelvo una chocolatina, asintiendo levemente, y le doy un mordisco, sin apartar la mirada del Arconte. Cuando la galleta cruje entre mis dientes, me parece que su único ojo me observa con cierta fascinación disimulada.

- Siempre me he preguntado qué llevas debajo... del parche - comento, masticando la golosina.
- No creo que de verdad queráis saberlo.

Lemgedith toma asiento frente a nosotros, y el sacerdote nos mira a todos alternativamente, antes de sentarse junto a él, bajando la vista con cierta decepción. Sé que se siente desplazado y fuera de lugar, y que le irrita la escasa atención del Arconte. Más aún cuando, la poca que presta a los vivos, se vuelca ahora sobre mi, el paladín engreído que amenaza con enjaular a su pájaro. Vale, soy un cabrón, pero me divierto con esto.

- Oh, sí que quiero. Me interesa ver todo lo que tapas.
- ¿Todo?
- Absolutamente.

Theron levanta los pies y me los pone sobre las piernas, en un gesto algo brusco. Destinado a molestarme, sin duda, pero no le hago el menor caso ahora.

- ¿Viajaréis al norte? - pregunta repentinamente Erithelain, tratando de desviar la conversación, mientras el Arconte y yo nos medimos, mirándonos fijamente. O al menos eso es para mí, un pulso.
- Claro que viajaremos al norte - dice Theron, rebuscando en la faltriquera la pipa y llenándola con algo de olor almizclado y que me provoca un estremecimiento de repugnancia cuando la enciende.
- ¿Y tu, Arconte? ¿Vas a unirte a la ofensiva en Rasganorte o te quedarás aquí?
- Aún no lo sé - replica, inmóvil, inexpresivo. - ¿Es de vuestro interés?
- Claro que lo es. Me gusta preveer nuestros encuentros, suelen ser muy estimulantes.
- La muerte me priva de todo estímulo, pero me alegro que lo sean para vos.

Erithelain aprieta los dedos sobre la toga, y Renée mira alrededor, desdeñosa, alejándose unos pasos. No le gustan las conversaciones banales, menos aún las que solemos protagonizar con el caballero entre los muros del Mesón la Horca.

- Hasta para los muertos hay estímulos. Si no, no caminaríais entre nosotros - replico, dando otro mordisco a la chocolatina. El ojo del Arconte destella de nuevo y se pasa la lengua por los labios.
- Todo depende de lo que uno quiera mostrar a los demás. Yo conozco muchos juegos, y sé usarlos.
- ¿Eres buen jugador, Lemgedith?
- Lo intento - de nuevo la sonrisa vacua.

¿Estás flirteando?

Theron aspira una calada con fuerza y me suelta el humo en la cara. La vaharada picante y agria inunda mis fosas nasales, despertándome un rechazo inmediato. Molesto, vuelvo el rostro hacia él con cierta hostilidad, y los ojos glaucos, encendidos, me atraviesan con una mirada burlona y algo más, un matiz que no consigo captar.

No estoy flirteando, capullo. Y deja de molestarme.
Estás flirteando. Admítelo
Esto no es un coqueteo adolescente, chaval, es un pulso, ¿entiendes?


- Me pregunto cómo acabará la partida - prosigo, tornando de nuevo la atención hacia el Arconte.

Erithelain mantiene la cabeza baja, de cuando en cuando nos observa disimuladamente con los labios apretados.

- Es más "estimulante" cuando las cartas no se descubren, ¿no es así?
- Sin duda, lo es. Yo juego con ellas boca arriba - replico, sonriendo a medias y lamiéndome los dedos.
- Y sin embargo, eso os expone. ¿No os asusta?
- ¿Por qué debería asustarme? - sonrío con malicia, pasándole un trozo de chocolate al brujo. Theron se lo lleva a la boca, observando a Lemgedith con algo que se me antoja un destello triunfal. - Se expone quien puede. Y sin embargo, tú mantienes tus cartas boca abajo. Quizá tengas miedo tú.
- Estoy muerto, ¿qué podría temer?
- Eso me pregunto yo.

Un hormigueo de excitación me recorre la columna cuando compruebo que el joven Perro de Sylvanas ha mudado su semblante con una nota mucho más severa, algo tensa. El humo de la pipa del brujo vuelve a golpearme el rostro, sus talones se clavan en mis piernas. Aparto las botas de mi regazo con un golpe seco, y la mirada verde me atraviesa con desdén infinito.

Para ti es un pulso, para él es un coqueteo. Mírale, es penoso
A mi no me lo parece
Deja de buscar un rival digno donde no lo hay
Me da igual si es digno o no, solo quiero aplastarle y que asuma su lugar.
Espero que no le de por revolverse y subírsete a la espalda. En todos los sentidos.


El comentario mental de Theron aumenta mi irritación. Afortunadamente, el Arconte considera que ha sido suficiente, y se marcha, seguido de su vasallo, quien me dedica una última mirada de celos. Le guiño un ojo, sonriendo con suficiencia, y chasqueo los dientes un par de veces en su dirección. El elfo corre detrás de su objeto de deseo, huyendo de mi ademán depredador.

- Nadie va a subírseme a ninguna parte - espeto secamente, cuando desaparecen, y le arranco la pipa de la boca al brujo, tirándola a una esquina. - Que sea la última vez que me echas esta porquería a la cara. A mi nadie se me sube a ningún sitio, ¿te enteras?

Arquea la ceja, desdeñoso, y se levanta para recogerla. Cuando vuelve, me escupe una nueva nube de humo sobre el rostro, con una sonrisa maliciosa. Lo que me faltaba. El brujo se me chotea.

Arrugo el entrecejo y le sujeto por la muñeca para que no pueda seguir fumando esa guarrada. Estoy seguro de que sólo lo está haciendo por joderme. Mierda. No entiendo esa manía con molestarme de cuando en cuando y poner a prueba mi paciencia.

- Alguna vez tendrá que ser la primera.
- No habrá primera ni segunda. Déjalo ya.
- Alguna vez bajarás la guardia.

Meneo la cabeza y le suelto la mano. La tensión empieza a acumularse en mis músculos, la tormenta en mi estómago, y empiezo a temer las consecuencias de esto. De esto de lo que no hablamos nunca, de esto que sé que viene, se acerca a largas zancadas, y no sé donde meterme para huir de ello, porque me está desafiando. Me desafía.

- ¿No sabes donde están los límites? - le susurro, casi dolido - Parece mentira que no te hagas ya una idea
- Sólo estoy jugando

El intercambio de provocaciones con el Arconte minutos antes pasa a un segundo plano. Ahora todo lo que importa es afianzar las cadenas, evitar que vuelva a salir lo que sé que ha despertado dentro con el desafío del brujo. El mesón está desierto, y sé que mi única escapatoria es marcharme.

- ¿Por qué coño no hay nadie? - pregunto - ¿Dónde están los demás?

Le escucho reírse de mi tribulación, lo cual no ayuda. Las cadenas se tensan en mi interior, con el orgullo herido.

- Te torturas demasiado – dice con suavidad y un toque de burla.
- Igual es eso – respondo inexpresivamente.

Hemos tenido esta conversación otras veces.

Se agita en mis entrañas. El hambre. La ira. La tormenta. El oso.

- Eres absurdo.
- Ya basta - Mi voz es grave, seca y tajante. El ceño fruncido, la espalda en tensión. Le estoy enviando un mensaje claro. Déjalo ya.

Me arroja los guanteletes una y otra vez, y me contengo, me contengo. ¿Es que no comprende que no quiero hacerle daño? Nunca llegaré a entender por qué hace esto. Quizá es una manera retorcida y maliciosa de putearme, porque los dos sabemos que este camino sólo lleva a un fin, y que a ese fin le siguen los remordimientos atroces y el silencio.

Aquello de lo que no hablamos es algo que creo que ninguno entendemos. Pero que nos libera unos instantes para luego ahogarme a mí y desampararle a él. Aquello de lo que no hablamos es algo que sucede a veces, cuando se rompen esas tensas sujecciones que mantengo dentro de mi y me llevan a convertirme en el monstruo despreciable que tanto odio.

- Sigues teniendo miedo de ti mismo.
- Si, lo tengo. Y el problema es que tú no lo tienes.
- Puedes controlarlo todo, ¿qué es lo que temes?

Se niega a comprender la advertencia, todo lo contrario. Le espolea más. Maldito sea, ¿por qué nos hace esto? No quiero permitirlo. No voy a permitirlo. Pero el muy cabrón conoce las cuerdas para pulsar, y yo ahora tengo dos opciones. Marcharme ahora, sin perder un minuto más, o dejar que recoja los frutos de lo que siembra. Retribución.

- Si puedes tomarlo, es que es tuyo, ¿verdad? - insiste

Él se lo ha buscado
Hambre. Retribución. Martillo de Justicia.

Ahora ya no oigo nada, la voz que me canta lo que es correcto cuando me parece estar jodiéndola hasta el fondo, siempre se calla en estas ocasiones. Solo el fragor de la tormenta resuena, mientras Aquello de lo que No Hablamos tiene lugar. Le arrastro, inconsciente, hasta el exterior, le arrojo entre los árboles, cerca del lago, fuera de la vista de ojos indiscretos. Me escupe y le golpeo, y me alzo, rugiente, para imponerme a aquello que me reta y ocupar el lugar que me corresponde, marcar los límites y poner jodido, puto orden de una vez.

- ¡Cabrón! ¡Suéltame, cabrón!

La sangre infecta corre entre mis dientes, mis manos apresan las extremidades de la víctima, pasan las imágenes ante mis ojos ciegos mientras el Oso me arranca las cadenas, pierdo las riendas y la tormenta se desata. Compañeros de armas. Amigos, camaradas. Nos veo combatiendo codo con codo, nos veo recorriendo los mundos, combatiendo por lo que es correcto, compartiendo un vínculo estrecho que no entendemos, igual que no entiendo esto. Esto no se le hace a los amigos. Pero el oso no necesita entender. Se conduce como la situación requiere, y ahora da cuenta de lo que debe, mientras yo me quedo atrás, perplejo, rechinando los dientes y llevándome las manos a la cara porque no puedo detener lo inevitable. Y porque no comprendo por qué no lo detiene él. "Párame", quiero gritarle. "Puedes hacerlo, detenme, joder". Convertido en mero espectador, le oigo chillar, le veo debatirse entre las garras del depredador.

- ¡Hijo de puta, suéltame! ¡Basta! ¡Cabronazo! ¡No!

Y deja de chillar. Y todo transcurre, las fuerzas tiran de nosotros y nos absorben en el torbellino giratorio de una gravedad universal que se escapa al conocimiento de simples mortales como nosotros. Sólo puedo abandonarme. Yo no puedo evitarlo. Él no puede pararlo, y además, lo ha provocado.

Aquello de lo que No Hablamos, no sé lo que es. Es un intercambio y es una batalla. Es una guerra que se convierte en una extraña paz, cuando el brujo se rinde y el oso ruge, algo tiembla dentro y me veo a través de sus ojos. Aquello de lo que No Hablamos hace que todo deje de importar por un momento. Detesto el camino de ida y el camino de regreso que tienen lugar antes y después de ese momento, cuando el universo parece detenerse y me embarga una extraña sensación de plenitud, aderezada por un poso de nostalgia. Es entonces cuando me aferro a la carne lacerada por mi mano, castigada por las fauces del oso, y el cuerpo destrozado bajo el mío se aferra a mí como si no tuviéramos ningún otro asidero.

No me sueltes
No me sueltes


Porque Aquello de lo que No Hablamos, aunque sea horrible, también es un alivio. Cuando estalla, arrasa todas nuestras preocupaciones, devora el miedo y hace que las heridas dejen de doler. Es un refugio al que se accede por senderos abruptos, y no entiendo una puta mierda. Pero cuando caigo exhausto y casi inconsciente, el destello de una certeza sobrevuela mi pensamiento por un instante fugaz.

Hay cosas que se reconocen en el silencio. Hay cosas que no se entienden si no se experimentan, que no pueden ser explicadas con palabras, etiquetadas ni contenidas en algo tan vano como el lenguaje. Se recitan con el idioma de la inevitabilidad, con los gestos y las sensaciones intensas y contradictorias que caen sobre la razón, anegándola hasta hacerla desaparecer. Y esto de lo que no hablamos, sea maldición o bendición, a mi pesar sé que es inevitable.

Cuando recupero el sentido sobre la hierba aplastada, bajo la caricia helada de la brisa, mi amigo, mi compañero de armas, mi brujo, aún está encogido con los ojos cerrados. Su mente es un espacio en blanco de paz, calma y armonía. Me permito maldecir entre dientes un momento y le echo la capa por encima, acogiéndole entre los brazos para regalarle algo de calor. Se pega a mi cuerpo, mascullando algo en sueños, y suspira.

Aprieto los dientes y miro las briznas de hierba, que ahora me parecen irreales y extrañas. En la quietud de la noche, intento no pensar, hasta que el sueño me lleve y deje de hacerme preguntas que no consigo responder.

LXVIII - El Rey de Rémol

Rémol - Otoño

Entrada la noche, el Concejo de Rémol está vacío. Tampoco es que hierva de actividad a mediodía, pues para los muertos no existen las prisas, el bullicio es señal de malos presagios y no hay nada mejor que un viejo edificio vacío que nadie usa y que nadie debería usar para nada. Los renegados son así. Hace tiempo que intento entenderlos, pero es harto difícil empatizar con la mayoría de ellos. No desean empatía, no quieren ser conocidos, y pese a verse obligados a seguir habitando este mundo, no quieren saber nada de él. Creo que lo desprecian, se desprecian a sí mismos, lo desprecian todo. Sus vidas están movidas por el odio, lo cual no me parece del todo mal, aunque lo considero un argumento muy pobre para perpetuar una existencia. Pese a todo, útil.

- Deja de quejarte de una vez, ¿qué mas te da? - me espeta Elhian. Estamos discutiendo, como es habitual en nosotros.
- No me estoy quejando. Solo digo la verdad, estoy cansado de tirar de este carro solo.
- Tú lo elegiste. ¿Por qué lo hiciste si no te ves capaz?

Hablamos sobre la Guardia del Sol Naciente y el tedioso esfuerzo que me veo obligado a hacer para sacarles de su letargo y tirar de ellos hacia nuestros objetivos. Elhian, nuestra renegada, una de las pocas que se unió a la Orden pese a "estar llena de elfos", cree que me dejo llevar por el hastío. Y no le falta razón, en parte.

- No se trata de eso. Soy capaz de mover lo que haga falta si es necesario, pero ya llevamos un año, un año juntos. Esperaba algo de entusiasmo, de compromiso. Y sólo encuentro lealtad ciega y soldados que esperan órdenes.
- ¿Y qué pretendes, Ahti?
- Mentes independientes. Compromiso individual. Participación - espeto con sequedad, contagiado por el carácter amargo y el reproche de sus palabras. - Si quisiera esclavos o carcasas sin pensamiento propio, si quisiera mercenarios, los compraría con el dinero de Theron. Pero no somos jodidos mercenarios.
- Quieres una igualdad que no existe. ¡Usa lo que tienes y llévanos hacia adelante! - me replica, encarándome.

Elhian es una mujer fuerte. Probablemente más fuerte que yo en muchas ocasiones. Su determinación es tan profunda y consistente como la amargura que adivino al fondo de su mirada pálida. La no muerte la trató bien, hay pocas marcas de degradación física en ella, y exhala un extraño aroma a flores muertas que no me resulta desagradable. El rostro ovalado me recuerda al reflejo marchito de una flor antaño hermosa y brillante, que languidece, seca, entre el polvo del camino. Sin que nadie recuerde su belleza, sin que ella misma la quiera recordar. No sé como fue Elhian antaño, pero sé como es ahora. Y la consistencia de su espíritu se ha convertido, con el paso del tiempo, en un apoyo irremplazable para mi, así como sus continuos acicates me motivan en cierto modo. Como yo, es experta en motivar pateando los traseros de los demás, solo que ella cuenta con la maestría que le aporta su carácter malhumorado.

Creo que el nombre de renegados les viene al pelo. Están renegados de todo, estos muertos.

Sonrío a medias y suelto una carcajada. Elhian se cruza de brazos, enfadada. Siempre lo está, ¿y cuando no?

- Supongo que tienes razón.
- Siempre tengo razón - declara, cortante.
- Siempre no. Pero muchas veces, sí.
- Pues déjate de niñerías y haz lo que tienes que hacer. ¿Cuándo partiremos hacia el Norte?
- En cuanto los zepelines estén preparados - replico, recostándome en el banco de madera. - Ya hemos informado a los demás. Solo falta que acudan, y no libremos la batalla solos.
- No la libraríais solos si echárais un vistazo de vez en cuando a la gente que tenéis alrededor - replica de nuevo, mosqueada. - Os comportáis como si no existiéramos.
- Eso no es cierto.
- Lo es. Somos invisibles.

Detecto el rencor en sus palabras y me encaro con ella de nuevo, frunciendo el ceño. Ahora me ha tocado las narices, joder.

- ¿Cómo puedes decir eso? ¿No estoy aquí, ahora, hablando contigo? No sois invisibles, lo que pasa es que estáis ciegos.
- Y de qué vale esto si...

Interrumpimos nuestra disputa cuando se abre la puerta. Un renegado bien vestido, de piel putrefacta y con el pelo grasiento peinado hacia arriba, entra calmadamente, como un espectro, y toma asiento en el suelo, delante nuestra.

- Saludos, mis queridos súbditos.

Miro de reojo a Elhian, perplejo. Ella muestra la sorpresa ofendida de una reina pillada in fraganti mientras se depila o algo parecido. El renegado nos contempla, calmoso y muy natural, como si fuera lo más normal del mundo.

- ¿Disculpad? ¿Súbditos?
- Así es - replica el renegado, ajustándose las solapas de la chaqueta. - Mil perdones, no quería interrumpir su conversación. Soy el Rey de Rémol.

No me voy a reír. No me voy a reír. Me lo repito a mí mismo un par de veces, pero es que la cara de Elhian es todo un poema, por no hablar del aspecto de cachorro abandonado que luce el autodenominado Rey de Rémol. Mi compañera ladea la cabeza, y sé que está a punto de soltar una de sus frases lapidarias, veo la escarcha acumularse en sus dedos. Me pregunto si le mandará a traves de un portal a el Rocal, como me ha hecho a mi alguna vez cuando he provocado su ira, o por el contrario le transformará en oveja. Quizá se conforme con encerrarle para siempre en un bloque de hielo.

- Pues... buenas noches, Majestad - digo yo, inclinando la cabeza y manteniendo un gesto grave y serio. Imagino que la burla en mi mirada es claramente identificable, pero aun así no provocaré un altercado diplomático con la nobleza del lugar señalándole y descojonándome en su cara. - No sabíamos que había un Rey de Rémol.
- Así es, mis queridos súbditos. Fui elegido por votación - explica Su Majestad, pasándose la mano por la extraña cresta. - Quiero ser un gobernante cercano a mi pueblo, por eso se celebró un referéndum, y salí elegido Rey.
- Pues felicidades. - escupe Elhian, en un tono tan frío como un glaciar.
- Gracias, señora. Gracias, amigo elfo.

El renegado se queda mirándola, como si examinase un caballo. El silencio incómodo se extiende como una capa de mantequilla, y veo brillar un destello iracundo en los ojos ámbar de Elhian, quien aprieta los puños. La tensión se dibuja en todo su cuerpo, bajo la tela de la toga, y me pregunto en qué momento saltará por los aires y de qué manera lo hará. Y las siguientes palabras del Rey de Rémol me hacen presentir un cataclismo.

- Sois una renegada de noble aspecto, y casualmente, estoy buscando esposa. Un Rey necesita una Reina. Como consorte, tendríais varios poderes a vuestro alcance y...
- Lo siento, pero la dama ya está casada - interrumpo, al ver como los dientes de Elhian comienzan a rechinar. Puede que el remedio sea peor que la enfermedad, pero el mundo es de los intrépidos, ¿no es verdad? Viva el riesgo. Agarro la mano helada de Elhian y sonrío al Rey. - Es mi mujer.

- Te voy a matar - susurra ella entre dientes, crispándose al instante. Luego sonríe y mira al no muerto - Asi es. Vuestra oferta es muy agradable, pero ya estoy comprometida, ¿verdad, "QUERIDO"?

Nos miramos y sonreímos con un gesto tenso y un desafío implícito. Esa expresión en la mirada de mi amiga me recuerda a un pulso de resistencias. Bien, si se trata de ver quien aguanta más, mi gesto altivo deja claro que acepto el reto.

- Oh... vaya...vaya. Mil perdones. No quería ofenderos.
- No es ofensa, majestad - replico, volviéndome hacia él.

Le echo el brazo sobre los hombros a Elhian y la atraigo hacia mí, más tiesa que un palo. No sé si el escalofrío que siento en el costado es un hechizo vengativo de la maga o el helado golpe de su odio y su rabia, pero ... joder, es que no lo puedo evitar, es terriblemente divertido.

- Qué pareja más maravillosa hacen ustedes. Me alegro de ver cómo mis súbditos aún mantienen la esperanza en el amor, en la familia, en esas grandes instituciones que transportarán a Rémol hacia el progreso y el futuro. Aunque usted sea un elfo, señor. No se ofenda, señor.
- No es ofensa, majestad. - digo yo.
- Oh, no se ofende, ¿verdad "QUERIDO?" - dice Elhian.
- No me ofendo, caramelito mío.

Dioses, me va a matar. Cuando arroja la mano hacia mi, pienso que va a abofetearme, pero en lugar de eso, me acaricia la cara, clavando las uñas solo un poco. Un ápice. Conteniéndose.

- ¿Y como se conocieron ustedes? - nos pregunta el rey
- Pues veréis, MAJESTAD, me habían dicho que si besaba una rana, quizá apareciera un príncipe encantador - explica Elhian, en un tono que se me antoja peligroso. - De modo que fui besando ranas por todo el continente, sin éxito. Lo mejor que salió fue esto, así que me lo quedé.

Elhian me palmea la mejilla, y luego me pone la mano en el muslo, clavando, esta vez sí, las uñas a fondo. Doy un respingo. El renegado me mira, perplejo, y me río, tratando de disimular que me están desollando la pierna.

- Que cosas tiene mi pichoncita. - Elhian hunde más las garras - Es oírla y mi corazón brinca de goce.
- No solo vuestro corazón - dice el rey, al verme dar otro respingo. La muy cabrona me está haciendo daño de verdad, será %$@#&.
- Es el amor, que me da alas.
- Se os ve muy unidos, sin duda.
- Unidisimos, como uña y carne - replica Elhian, sonriente. No puedo evitar sonreír ante el símil.
- ¿Querrían ustedes ser mis consejeros? Les comentaré los planes que tengo para la ciudad...


El mundo es muy surrealista a veces. Esta es la prueba. Acabo de llegar de combatir en las Tierras de la Peste, me esperan dos semanas de relativa calma y me encuentro aquí, en el Concejo, con Elhian destrozándome vivo entre arrumacos y el Rey de Rémol llenando mi cabeza de ordenanzas municipales, explicándome cómo piensa organizar la guardia, y contándome algo acerca de turnos rotativos.

Si, la vida es maravillosa.

LXVII - Guerra Abierta: Reconocimiento (II)

Capilla de la Esperanza de la Luz - Penúltimo día de otoño

Y una vez mas, camino bajo esta techambre añeja, avanzando a lo largo del suelo embaldosado, donde las grebas de placas resuenan. Una vez más, camino hacia la sacristía desvencijada, donde imagino los libros apilándose polvorientos, los viejos cálices y los antiguos símbolos de la fe. La penumbra de la mañana en las tierras de la guerra - la guerra real - proyecta sombras y contraluces irregulares en el viejo edificio donde siempre hay quien no duerme.

Es aquí donde mis pasos no suenan más fuertes que los demás. Aquí, es aquí donde, al cruzarme con los soldados, encuentro en sus miradas la misma llama que sé que anima la mía. Sus placas también entrechocan, su caminar también es seguro, sus rostros siempre hacia el frente. Al pasar unos junto a otros nos miramos brevemente como se miran los animales de la misma especie, y es curioso, porque no importa que sean humanos, trols, orcos o enanos. Hay algo por encima de eso. Esa llama, ese fuego que nos quema a todos por igual, o eso presumo.

Hace cinco años, pronto seis si las cuentas no me fallan, atravesaba la Capilla igual que ahora, nuestros ojos se cruzaban de la misma manera. Quizá es por eso que, al golpear con los nudillos la puerta de madera de la sacristía y ver que se abre ante mi, al colocarme frente a la mesa de mis superiores - vuelvo a tener superiores - una sensación hogareña y acogedora se derrama dentro de mi definitivamente.

Me mantengo firme y me inclino con gravedad, después levanto la barbilla y, serio, contemplo a Lord Maxwell Tyrosus. El humano está solo hoy, delante del escritorio. Una pluma parda reposa en el tintero, su espada tintinea cuando aparta la silla y se levanta, con las manos sobre el escritorio y el semblante adusto. Las sienes le han encanecido más ultimamente, el parche en el ojo y el poblado bigote siguen siendo sus señas de identidad, al igual que su voz profunda cuando habla.

- Que la Luz te guarde, Albagrana.
- Y sus bendiciones desciendan sobre vos, señor.

A través de las ventanas entabladas, haces de luz insistente se proyectan sobre el mobiliario, inundan la estancia de una luminosidad esquiva, brumosa y blanquecina, que viste de franjas pálidas las sombras grises y arranca destellos a los símbolos consagrados. El comandante del Alba Argenta se toma su tiempo antes de seguir hablando, y aguardo con calma su examen, sin apartar la mirada, que esta vez no es un desafío sino una entrega.

- El último de los ziggurats ha desaparecido - explica, breve, conciso. - El ataque ha terminado, por ahora. Se ha descubierto el foco de la infección en las ciudades, y ahora mismo, los combatientes de la Horda y la Alianza junto a nuestros efectivos están acabando con los últimos resquicios. La situación comienza a encauzarse.

Asiento, brevemente, colocando las manos sobre el cinturón.

- No es momento para ceremonias, pero nunca nos ha importado cuándo es el momento para hacer lo que es debido, ¿no es verdad? - arqueo la ceja con cierta curiosidad, a la expectativa, y sus siguientes palabras no hacen que me inmute. - Theod Samuelson ha caído... enfermo, al parecer. Los sacerdotes dicen que su cuerpo sólo es una carcasa, su alma lo ha abandonado.

Sigo escuchando, indiferente ante la declaración, que no me sorprende en absoluto. No, no me sorprende, aunque han tardado mucho en darse cuenta. Hace ya meses que Theron y yo viajamos a Ventormenta y nos infiltramos con ayuda de unas pociones de metamorfosis, para arrancarle el alma a ese hijo de perra traidor y asesino. Luego se la dimos de comer al diablillo de Hibrys. Y no, no me arrepiento en absoluto, y aunque lo hiciera, si mi superior me pregunta al respecto, le diré la verdad.

Pero no lo hace, solo me mira largamente y finalmente suspira.

- De nuevo, por derecho propio, eres un soldado del Alba, a pesar de todo lo que sucediera en el pasado. Supongo que ya tienes lo que querías. Espero que estés satisfecho.
- No

Él parpadea, y yo también lo hago. Su rostro se ladea con curiosidad, y tengo que fruncir el ceño y bajar la cabeza mientras intento escuchar la vocecita que canta en mi interior, que nunca se cansa. Si un día cerré los oídos, ahora quiero que me cuente su historia, quiero desentrañar sus palabras de verdad y de justicia, dejar que me muestre en el espejo lo que es correcto. Mas allá del bien o el mal, lo que es correcto.

Y la escucho. Hazlo bien, hazlo limpio, barrer el pasado, desatar viejos nudos, limpiar lo que está sucio, arreglar lo que está roto, poner ORDEN. Poner orden. Hazlo bien. Hazlo limpio.


- Señor, quiero ser juzgado - replico, levantando la mirada hacia Lord Maxwell.
- Ya fuiste juzgado.
- Quiero ser juzgado ante la Luz, quiero que se sepa la verdad, y que al amparo de esa verdad, se me juzgue de nuevo, sean cuales sean las consecuencias.
- No se puede volver a juzgar a un soldado por el mismo delito - insiste con firmeza. - Se te declaró culpable de traición, y aunque no cumpliste condena del modo establecido, sin duda la cumpliste, y con tus actos has obtenido redención. ¿Qué mas quieres?
- Yo no traicioné a nadie.

Intento que mi voz suene calmada, aunque creo que la he levantado un poco. Debería mantener la compostura, pero no creo que pueda, no por más tiempo. Arrojo las manos sobre la mesa y me inclino hacia adelante. Y suplico, en un susurro quedo, mientras los susurros de mi memoria resuenan con energías renovadas en mi interior.

- Por favor.
- Albagrana, deja de remover el pasado - replica Lord Maxwell, cansado y paternal. - Déjalo ya.
- No puedo, señor. No puedo dejarlo estar. Quiero que se sepa la verdad ante la Luz, aunque eso demuestre que el Alba Argenta también se equivoca.

Nos miramos un instante, en silencio. Soy muy consciente de las consecuencias de mi afirmación, y sé que el fundador de la Orden está sopesando cuidadosamente los pros y los contras de mi petición. Aguardo la respuesta con cierta inquietud. ¿Se atreverán los heraldos del Alba a enfrentarse a esto? Veo llegar la negativa de lejos, con un amargo regusto a decepción abriéndose paso en mi garganta. Y entonces mi superior habla. Y toda la inseguridad se disipa, arrollada por la limpidez de un rayo intenso de esperanza, triunfo y plenitud que hace que me cueste contener el entusiasmo.

- Sea. A puerta cerrada, un juicio ante la Luz para exponer la verdad ante ella.
- Gracias, señor.
- Mañana al amanecer, en las criptas. - aparta las manos de la mesa y vuelve a sentarse, suspirando y empuñando la pluma. - Hagámoslo bien. Hagámoslo limpio.

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Capilla de la Esperanza de la Luz, último día de otoño

Acta de Juicio Oral, primera y única sesión.


Constituido el tribunal de la Luz en audiencia privada con los representantes del Alba Argenta y la Hermandad de la Luz, presidido por Lord Maxwell Neofitus, Lord Eligor Albar y Lord Leonid Bartholomew, se presenta ante el mismo el soldado del Alba Argenta, Rodrith Astorel Albagrana.


Habiendo sido acusado, juzgado y condenado en tribunal militar por los cargos de amotinamiento, traición y deserción, y habiéndosele hallado culpable de los mismos, con el agravante de la responsabilidad de la muerte de los soldados de la División Octava del Alba Argenta, y considerándose cumplidas las condenas por estos cargos, en el día de hoy, ante los ojos de la Luz y bajo su Iluminación en pos de la verdad, se revisan estos cargos.


Tras las declaraciones del acusado, quien reiterando su inocencia, relató una serie de hechos que no pueden sustentarse en prueba alguna, de los cuales no quedan a día de hoy testigos con vida que pudieran respaldarlos, el tribunal decidió someter al acusado a la Prueba de la Fe para comprobar la veracidad de sus palabras.


De este modo, y habiéndose revelado las acusaciones como falsas ante el solemne Juicio de la Fe, se declara a Rodrith Astorel Albagrana inocente de los cargos de amotinamiento y traición, y se le exime de toda responsabilidad en los hechos que acontecieron. Asimismo, se le declara culpable de deserción. Dados los pormenores del caso y la probada lealtad del acusado hacia la Orden en los últimos tiempos, el Tribunal de la Luz le considera redimido de esta falta, pese a lo cual, Rodrith Astorel Albagrana manifiesta su voluntad de cumplir condena por este último cargo.


Finalmente, por acuerdo entre las partes, se decide un castigo ejemplar, consistente en 1.825 latigazos que el propio acusado se infligirá a sí mismo, uno por cada día de deserción.


Que siempre prevalezca la justicia y la verdad entre nuestras filas. Nos encomendamos a la Luz y suplicamos que su sabiduría nos guíe en los días venideros.



- La próxima vez que vayas a autolesionarte, avísame con tiempo - indica Theron, después de leer el acta, devolviéndomela.
- De acuerdo. Ahora, quejas aparte, la guerra aquí ha terminado. Tenemos quince días de permiso, así que se acabó por ahora.

Sonrío a medias, recolocándome la espada en la espalda. El roce del arma me hace escocer las heridas, no me las he sanado aún, pero me gusta sentir ese dolor tenue, amortiguado. Despierta el orgullo y el enaltecimiento, esa sensación deliciosa de saber que todo está en su lugar y se ha hecho lo correcto. Estiro el tabardo sobre el pecho y levanto la cabeza, echando un vistazo alrededor.

La tarde cae aquí, en la Capilla de la Esperanza de la Luz. Donde los vivos no tienen miedo a enfrentarse a sí mismos, a enfrentar a la muerte. Donde no hay mas debilidad que la que uno trae consigo. Donde miles de almas vengativas yacen, aguardando el momento de la venganza y la retribución. Donde la paciencia y la perseverancia brillan intensas y constantes, como la fe y la esperanza, con la seguridad de que todo terminará por encajar, de que la noche no es eterna y siempre lleva al amanecer. Aquí, donde aún sobreviven principios ya olvidados como el honor, la justicia y la fraternidad. Aquí, donde a pesar de las hordas de muertos que intentan abrirse paso, entre el humo y la sangre de la guerra, las cosas aún son como tienen que ser.

jueves, 26 de noviembre de 2009

LXVI - Guerra abierta: Reconocimiento

Invierno

Joder, Theron, dame TIEMPO

No hay otra respuesta que el zumbido ansioso, descontrolado y depredador en su mente. Avanza como un torbellino de sombra y fuego, con el bramido del demonio en la garganta cuando la metamorfosis hace presa en él, dejando a su paso cadáveres calcinados. Cadáveres de cadáveres, si. Luchamos contra muertos sin cerebro que deambulan en torno a piedras necróticas. Luchábamos, si no sano pronto a este jodido brujo de los cojones. Aqui viene otro zombi. Le sujeto por el cuello con una mano, respirando agitadamente mientras él balbucea incoherencias de plagoso retardado.

- ¡Te esperas! - exclamo a la aberración, extendiendo la otra mano hacia el demonio púrpura de tres metros de alto que se divierte desmembrando carcasas. Canalizo un destello bastante considerable, le sana y le hace gruñir y a mi me arranca una sonrisa maliciosa completamente fuera de lugar. Me giro hacia el necrófago pataleante que intenta morderme las placas. - Bien, ya estoy contigo, rey.

La cabeza del necrófago sale volando, cercenada, al tiempo que su cuerpo prende en las llamas consagradas. No me explico cómo he podido arrancarle la cabeza de un mazazo. O se la cosieron muy mal, o es verdad que soy un pelín bruto. Bien, no tengo tiempo de meditar. Me interno en medio de la marabunta de muertos con el tintineo de las placas acompañándome, resollando a causa de la tensión y la concentración. Theron está dando cuenta de un grupo, pero quedan algunos deambulando. Démosles un sentido a su existencia antes de acabar con ella.

- ¡Vamos, hijos de perra! ¡Venid con PAPÁ! - exclamo, con una risa descontrolada. La energía fluye, les golpea en un estallido cuando salto sobre ellos. Me hierve la sangre. Se me enreda la luz en las venas, en el corazón que bombea con violencia, no la puedo contener. Como la ira, como la rabia, se desata. Y en lugar de agotarme, parece enervarme más y más cuanto más la hago reventar. ¿No tiene fin? No lo sé.

Los escudos son para protegerse. ¿Si? Llevo la contraria a esa afirmación rematando a un enemigo podrido y gorgoteante que patalea sobre el suelo, rebanándole el cuello con el canto metálico. Las mazas son para golpear. ¿Si? Si. No tengo nada que añadir a eso. La luz es para sanar. ¿Si? Que se lo digan a estos. El sello me eleva, casi me hace poner los ojos en blanco cuando lo invoco, la Cólera Sagrada activa todas las partículas de energía y las engarza, las enciende haciéndolas vibrar. Dioses, el constante tintineo en los oídos, el fragor lejano de lo que me imbuye y me abraza. Tormentas que me hacen temblar por dentro. Soy una jodida tempestad.

Tengo tres alrededor. Uno ha conseguido golpearme, me sangra un costado. Se lo hago pagar reventándole el cráneo con un golpe seco. Meto los dedos en las cuencas de los ojos y desato un exorcismo, mientras tiro de las Fuerzas Divinas para incendiar el suelo a mis pies. Una flexión de voluntad y la sentencia se precipita sobre el otro necrófago, que exhala un aullido aterrador. Los cuerpos desmembrados, humeantes, caen a mi alrededor. Queda uno.

- ¡Aquí, desgraciado! ¡Hoy vas a cenar polvo! - escupo, rechinando los dientes. Me arrojo sobre él y no se muy bien qué estoy haciendo, tengo su brazo en la mano, chorreando sangre negra. El otro, aún pegado a su cuerpo, intenta arrojarlo hacia mi rostro, las uñas amarillas y afiladas silban cerca de mis ojos. - Cabronazo, muérete ya

Extiendo los dedos y dejo que fluya el violento latigazo, eléctrico y convulsivo del Choque Sagrado. El no muerto comienza a temblar sobre el suelo, reventando al fin con una lluvia de sangre negra. Me aparto rápido, me limpio con la bendición de la Luz y me sacudo el tabardo, jadeando.

Ahora te he dado tiempo, mamón


Theron aguanta como puede. La metamorfosis se ha disipado y su cuerpo enfundado en la toga se escurre entre las manos de los esbirros de Arthas. Recula sin dejar de invocar, la voz susurrante se escurre, maliciosa, tajante, venenosa, provocando chasquidos cuando la sombra brota de sus manos en proyectiles resonantes que golpean a sus perseguidores.

Vale, está bien que me des tiempo, pero avísame también. Estaba entretenido.


El brujo me gruñe cuando le protejo con el escudo de luz pálida y curo sus heridas en dos gestos breves. Avanzo hacia los restos de los atacantes y entre los dos, terminamos con el baile en unos segundos.

- ¡Mas, más! - va gritando él, dando vueltas alrededor mía mientras recojo los fragmentos de piedra necrótica de los cadáveres. - Vamos a otro. Vamos a otro. ¿Cual es el siguiente? Seguro que ya hay combatientes allí. Deberíamos ser los primeros.
- Calla, histérica. Ahora vamos. Coge las piedras.
- No soy una histérica, tú eres una histérica.

Jadea y corretea hacia los cadáveres, les arranca sus pertenencias. Estoy guardando los fragmentos de roca en la faltriquera cuando le noto tambalearse. El bajón está a la vuelta de la esquina. Me despojo rápidamente de mi propia excitación y no le quito ojo mientras termino de despojar carcasas.

- Mira Ahti, más cartas. - murmura, oscilando sobre sí mismo y observando un papel viejo. - Son de los soldados caídos. ¿Crees que son estos?
- Mmm, no lo sé. Es posible.

Estoy observando la superficie púrpura y quebrada del fragmento que tengo entre las manos, reconcentrando mi energía y soltando los últimos estambres que me sostienen en tensión para abandonar el estado de combate. Estamos en Cuna del Invierno. Otro ziggurat ha caído. Llevamos días sin parar, días enteros sin detenernos, arrasando cada una de las posiciones del Rey y cortando sus alas. Empiezo a pensar que Theron está llegando a su límite, lo cual hace que no me preocupe cual es el mío.

- Voy a guardarlas.
- Bien, guárdalas. Seguro que pueden hacérselas llegar a los familiares. Vamos al vuelo. - añado, poniéndome en pie. - Deberíamos regresar antes de que te caigas desmayada como la nenaza que eres.
- ¿Alguna vez te has ido a medir la capullez? Seguro que es tan grande como tu ego, por lo menos.
- Si, mi ego es enorme - replico, agarrándome la entrepierna y haciendo un gesto obsceno mientras escupo al suelo. - Larguémonos.

Invoco la montura y Elazel aparece, relinchando y cabeceando. Cuando salto sobre su lomo me doy cuenta de que, aunque no sienta el cansancio, mis músculos se están empezando a resentir. Podría sonar prepotente, pero es cierto, no suelo cansarme. El agotamiento sólo me sorprende de cuando en cuando, de una forma fugaz y violenta que impide que me de cuenta. Me tumbo y me quedo dormido inmediatamente, como si me hubieran golpeado en la nuca. Pero no será hoy, no será ahora.

Estamos de celebración. Lucimos nuestros tabardos negros con el sol plateado en la pechera, que parece brillar como una estrella de reconocimiento merecido. Lo estiro sobre las placas, impecable, brillante. Limpio las manchas de sangre plagosa con cuidado mientras viajamos hacia los Reinos del Este, y cuando al fin, tras horas de trayecto y tan nervioso como un adolescente antes de revolcarse por primera vez, me presento delante del intendente, acompañado por mi brujo, no puedo evitar levantar la barbilla e hincharme como un pavo.

Mi actitud se vuelve solemne y grave cuando entregamos las piedras. Muchísimas piedras. El humano las cuenta y nos mira con una ceja arqueada, quizá un poco extrañado de que solo seamos dos. Se fija en los cuernos de Theron y le mira el tabardo, luego me mira a mi.

- Buena caza, hermanos. ¿Queréis algún suministro?
- Un estandarte, por favor. - respondo, inclinando la cabeza levemente.

El intendente se dirige hacia una de las cajas y nos entrega el pendón enrollado, atado con un cordel blanco. Me sudan las manos al cogerlo. Y me da un escalofrío absurdo cuando el tipo me mira la insignia. Pone mi nombre.

- ¿A quién se lo apunto? - pregunta, empuñando la pluma.
- Rodrith Albagrana y Theron Solámbar - digo yo.
- Del Alba Argenta - dice él.

Los dos sonreímos como tontos, algo entusiasmados. El tipo asiente y escribe nuestros nombres, con una breve sonrisa, y cuando nos dirigimos hacia los comerciantes de bebida y alimentos, empujándonos y molestándonos como dos adolescentes atontados, le oigo de lejos, casi en un murmullo.

- ¿Estos no son los del Barón?

miércoles, 25 de noviembre de 2009

LXV - Interludio: Más que motivos

Ciudad de Shattrath - Invierno

Han montado una capilla al lado del Bancal de la Luz. Hay predicadores del Alba Argenta, paladines humanos, paladines draenei y toda clase de beatos y meapilas por todas partes. Incluso aquí, en el Bajo Arrabal, se ha extendido la histeria ante el inminente, irrefrenable y completamente inevitable Fin del Mundo. Mientras avanzo con la montura miro de reojo a la concurrencia con desdén. "Por favor, que sólo es un ataque de la Plaga", pienso, meneando la cabeza.

Si, bueno, "sólo" es un ataque de la Plaga, ya sé que no es moco de pavo. Pero joder, que estamos en Shattrath, el baluarte de la esperanza ante la desesperación, de la fe en tiempos oscuros y etcétera etcétera. Sin embargo, parece que el pánico y la psicosis se extienden a todas partes. Y al fin y al cabo, yo tampoco me libro, porque si no no estaría aquí, cabalgando hacia el orfanato. Y por supuesto, cuando llego a las puertas, me lo encuentro cerrado.

Tras unos veinte minutos aporreando la puerta pacientemente -los últimos diez directamente como un energúmeno, llega un momento en que hay que ponerse duro - la matrona abre una rendija y me mira con suspicacia. Esbozo una sonrisa amplia y no me cuesta demasiado acceder. Llevar un tratado colgando de una cadena aún es una garantía de confianza en este lugar.

- La situación está tan tensa que hemos cerrado aquí - me explica la mujer mientras me guía a través del corredor. Los llantos de los bebés se mezclan con las risas y las voces agudas de los niños - ayer aparecieron ... muertos ahí afuera. ¿Os lo podéis creer? ¡Muertos! Al parecer llegaron a través de un portal. Suerte que les contuvieron a tiempo, pero claro, nadie se fía del estado de los suministros. Todo el mundo habla de infecciones y ... ¿Albagrana me dijisteis?

- Si, Elive Albagrana - replico, mirando alrededor. Un pequeño draenei pasa corriendo a nuestro lado y me hace un gesto, poniéndose las manos en las orejas y emitiendo un sonido extraño, bizqueando. Luego desaparece detrás de una puerta - Los suministros que llegan al orfanato son seguros, ¿me equivoco?

- Desde luego, somos muy cuidadosos. Nos los envían desde Nagrand, y en cualquier caso, tenemos cuatro sacerdotes asignados que prueban cada alimento, revisan los cargamentos y están constantemente pendientes de los niños.

- Confío en ello.

- Es aquí. Aguardad en la salita, por favor.

La matrona abre una de las puertas y me hace pasar a un habitáculo más bien reducido donde sólo hay un diván y una mesita. Las paredes están tapizadas con un centenar de dibujos amontonados de colores chillones, unos sobre otros. Me acerco a echar un ojo a ver si encuentro alguno de la niña, pero no me parece reconocer su trazo hondo, destructivo y agujereador de papeles. Me encuentro en esta importante misión de reconocimiento cuando escucho la vocecita y los pasos de la matrona, la puerta se abre y un torbellino rubio y pequeño, de pasos destartalados y veloces se arroja sobre mi.

- ¡¡¡PA!!!

- Hola bicho

Levanto a mi hija en brazos, guiñando un ojo a la mujer que cierra la puerta tras nosotros. Elive me pone al día en cuatro frases breves sobre todo lo que a un padre puede interesar, supongo que eso de ser concisa y directa lo ha heredado por partida doble. Mientras habla me da besos y me tira del pelo.

- Papá, este sitio es horrible. La comida está grumosa. Los demás niños no se portan bien y TENGO QUE PEGARLES! Y me quiero ir ya contigo, ¿trato?

Ladea la cabeza y gesticula mientras me habla. Le ha crecido un poco el pelo y parece terriblemente escandalizada por la situación, sobre todo cuando habla de los demás niños. Me mira con una imitación de esa expresión adulta de "¿te lo puedes creer?" y poniendo los bracitos en jarras. Después me toca la nariz y las orejas, observándome a la expectativa de la respuesta.

- Tenemos que hacer otro trato, renacuajo.

Me siento en el diván y la coloco en mis rodillas. Se ha cruzado de brazos y me mira con cierta contrariedad.

- ¿Cual trato?
- Uno un poco diferente.
- Vale, pero róbame la nariz y te la comes.

Ni siquiera lo pienso cuando hago el gesto de quitarle la naricilla de botón y finjo masticarla a conciencia, poniendo cara de interesante. Elive se descojona. Le brillan los ojos y salta sobre mis piernas, tan blandita y tan caliente como solo puede serlo mi hija. Lo mejor que he hecho en mi vida. Y aquí está, en una cárcel, porque este puto sitio parece una cárcel... pienso en ello mientras le explico el nuevo juego, apartándole el flequillo de la cara.

- Verás, ahora mismo ahí fuera, en el mundo, hay una enfermedad que da un terrible dolor de barriga.
- ¿De barriga? - Abre mucho los ojos y me mira, muy atenta. - El dolor de tripa no me gusta. ¿Tu estás malo?
- No, yo no, hija. No me voy a poner enfermo, pero hasta que no se pase ese mal, es mejor que te quedes aquí. Si no, podrías ponerte malita.
- ¿Y qué pasa con esa enfermedad? ¿No me puedes cuidar tú?
- La gente se vuelve feísima cuando le duele la tripa. - le explico, muy serio. - Van vomitando por las calles, lo ponen todo perdido. Y además han camuflado verduras amargas en la comida y en el agua. Te volverías muy fea si te enfermas.
- ¿Queeeee? ¡Eso es horrible! - Elive menea la cabeza, escandalizada de nuevo. - Entonces si me quedo aquí, ¿no me dará dolor de tripa ni me volveré fea?
- Aquí no. Las matronas te cuidan y son buenas contigo, ¿verdad?

La niña levanta un dedo y puntualiza el asunto a su manera, muy locuaz y explícita.

- Pues mas o menos. Pero me obligan a tomar las gachas y me regañan si me peleo.
- ¿Y por qué pegas a los otros niños, nena? - replico, observándola.

Deslizo un dedo por una mejilla suave y sonrosada, contemplo sus ojos. La niña está sana, lozana como un fruto de primavera, bullente de energía y de vida. Es evidente que mis temores eran infundados, pero en cuanto escuché que había habido infecciones en Shattrath, el pánico se me atenazó en la garganta.

En realidad, lo que me gustaría es cogerla en brazos, arrastrar sus juguetes fuera de esta prisión y marcharme con ella muy lejos, donde nada pudiera tocarla. Si, eso me gustaría. Pero no hay lugar seguro en este mundo en guerra, no con la plaga acechando ahora en cada ciudad, no con el Exánime moviendo sus piezas en el tablero, no con el caos constante de la guerra asomando las orejas detrás de cada paso que doy. Ningún sitio sería lo bastante lejos, nunca estará segura. Y por eso es por lo que peleo, ¿no es verdad? Es más que un motivo. Tengo que dejarla porque quiero protegerla. Tengo que alejarme de ella porque quiero que tenga una vida mejor. No puedo llevarla conmigo, me lo repito una y otra vez para no ceder al impulso violento de estrecharla y salir corriendo con ella a hombros y que le jodan a todo.

- Les pego porque son malos - responde al final, cruzándose de brazos. - Me quitan mis cosas y me llaman anomimación.
- ¿como?
- Amomimación. Porque tengo orejas largas.

Arqueo la ceja y me destellan los ojos con una ira irracional.

- ¿Abominación? ¿Te llaman abominación?

"Hijos de puta", pienso, casi rechinando los dientes. En este momento cogería a cada niño y les daría todos los azotes que se merecen por cabrones.

- Si, eso. Como soy medio de cada... mi papá es elfo y mi mamá es persona. - Se encoge de hombros.
- Los elfos también son personas. Mamá es humana, nena. - Elive me mira, pestañeando. Ahora estoy serio de verdad y ella lo nota. - ¿Sabes lo que significa abominación?
- No. ¿Qué significa?
- No importa. Pero tú no eres ninguna abominación, ¿vale?
- Ya lo sé, jolines. No sé lo que es, pero no soy eso. - se frota la naricilla - Es una palabra muy larga. Por eso les pego, porque suena a insulto.
- Si, más o menos, lo es. Haces bien en pegarles - replico con convicción. - No dejes que nadie se meta contigo, y si tienes que hacerte valer a hostias, pues hazlo. Pero siempre que creas que vas a ganar. Si se mete contigo un niño que es mas grande que tu, mejor le rompes los juguetes por la noche sin que sepa quién ha sido.
- Uo! Que buena idea! - exclama, mirándome con admiración.

No puedo evitar sonreír. La estrecho con suavidad y ella se aprieta contra las placas. Un nudo de melancolía me atenaza la garganta, y sé que ya llevo demasiado tiempo aquí. Siempre me da miedo venir a ver a mi hija. Sé que tendré que marcharme, y cuando se acerca el momento de hacerlo, es como arrancarme las entrañas y arrojarlas en un yermo helado. A veces he preferido echarla de menos y pasar días sin visitarla, sólo por no sentir ese dolor. Pero es mi hija. Mi niña.

- Haremos una cosa - le susurro al oído, compartiendo un secreto que le hace revolverse con emoción y prestar atención como solo puede hacerlo un crío. - Cuando se pase la enfermedad del dolor de tripa, vendré a buscarte y te llevaré conmigo, ¿de acuerdo?
- ¿Es un trato?
- Claro.

Me muestra la palma de la mano para que choque los cinco y cerremos nuestro acuerdo particular. Cuando lo hago, su sonrisa es aún mas deslumbrante que A'dal.

- ¿Has luchado mucho contra los malos, papá?
- Si, nena. He luchado mucho contra los malos. - respondo, con voz ahogada.
- ¿Y el tío Theron también? ¿Les pega con ese cuchillo de untar la mantequilla?
- Sí, el tío Theron también... pero no les pega con eso, princesa. Él les da sustos.

Elive se ríe otra vez y se encarama sobre mis piernas, echándome los brazos al cuello con expresión divertida.

- Va, cuéntame cómo pegáis a los malos.

Me embarco en un relato absurdo, fantástico, sobre supuestos combates contra criaturas de todo tipo, en los que Theron y yo damos azotes a vacas malignas y al aterrador Monstruo Espinaca. Elive escucha con atención y su risa resuena de cuando en cuando, en medio de la apasionada narración que le dedico. Su mirada fascinada es un faro de luz cálida que se hunde hasta el fondo de mi alma y me conmueve, removiendo cada fibra de mi ser. Dioses, hacer feliz a una hija... hacer que ella sea feliz, a pesar de todo, pintar su universo de colores brillantes, convertir hasta los hechos más aterradores en juegos de niños. Y ella sonríe. Rastreo en su expresión, en su diminuto corazoncito algún motivo para la tristeza, pero hasta mi ausencia le parece llevadera. ¿Qué milagro hemos traído al mundo, Ivaine? ¿La ves, donde quiera que estés? Seguro que la ves.

Pasamos el resto del tiempo haciendo un dibujo entre los dos, mientras me informa con detalle de todas las novedades de su mundo infantil. Es sorprendente la riqueza de su universo, y mientras la escucho atentamente y coloreo un dragón que tiene aspecto de pollo asado, recojo todos y cada uno de sus gestos. Lo más precioso. Lo más valioso. Lo que me llevo para evocar en medio de la batalla, cuando la Plaga del Dolor de Barriga nos rodea y el agotamiento empieza a llamar a la puerta, cuando el recuerdo de mi mujer muerta, de mis amigos muertos, de todo lo oscuro, triste y desesperanzador se abre paso un ápice en mi corazón. Entonces la tendré a ella, empuñando su lápiz naranja tras rechupetearlo, observándolo como si fuera algo maravilloso y exclamando lo que ahora exclama.

- ¡Jolin, este color sabe a zumo!