miércoles, 7 de octubre de 2009

XLIV - Ivaine

Afueras de Ventormenta - Verano

Busco entre las hierbas, apartándolas con ansiedad a mi paso, aún con el corazón acelerado por la alocada carrera. Tengo la espada manchada de sangre y abolladuras en la armadura. La guardia de Ventormenta grita a mis espaldas, leguas más allá, buscando a los enemigos.  Miro un instante hacia atrás y observo los uniformes azules y dorados que se mueven, correteando sobre el puente, reuniéndose para comenzar la búsqueda. A algunos pasos, detrás de un montículo, jadeantes y silenciosos, Hibrys y Theron aguardan, mirando de cuando en cuando a sus espaldas.

Maldigo entre dientes antes de volver a deslizarme hacia los árboles, buscando con la mirada el destello rojizo que reclama en mi pecho, en mi sangre, en mis sentidos. La ira se mezcla con la desazón y la desesperación, demasiados sentimientos se arremolinan, golpeándome en las venas, mientras rastreo los pasos de la mujer.

- Estúpida de mierda...

Vuelvo el rostro hacia el arroyo. Hay movimiento en los arbustos. Me precipito hacia allí, empuñando el arma, con la confusión violenta zumbando en la cabeza y las sienes a punto de estallar.

Los guardias vuelven adentro

Su voz me llega algo velada por el rugido intenso y feral en el subconsciente. Aparto las ramas espinosas de los arbustos que hay tras el árbol y la mirada carmesí me atraviesa con violencia e indignación, deteniéndome el corazón en el pecho por un momento. Me saluda a su extraña manera:

- ¿Qué coño haces aquí?

Yo la mato
*risilla*


En parte hablo en serio, siento el impulso de abofetearla. Pero me quedo mirándola, bebiéndome su presencia viva mientras contengo la ira. Ivaine ha cambiado un poco. El pelo le ha crecido y lo lleva recogido, igual que cuando la encontramos moribunda en Vallefresno, hace un mes más o menos, junto a nuestra niña. Pero ahora su rostro tiene un color mucho más sano, su mirada destella la agresividad del animal acorralado y levanta el rostro con determinación mientras intenta sacarse los grilletes con una ganzúa de metal, sentada entre los arbustos, con la espalda pegada al tronco. Es mi mujer, salvaje y ardiente, un océano de llamas rojas.

Arrojo la espada al suelo, arrodillándome en los matorrales para arrancarle la aguja de las manos y abrir las cadenas que se cierran sobre sus muñecas. Maldigo por lo bajo, meneando la cabeza.

- Lárgate, Rodrith. Os van a ver, y posiblemente delatarás mi posición si no dejas de soltar tacos en tu idioma, imbécil.

Ivaine mira a ambos lados, insegura, frotándose las muñecas, y aprieto la mandíbula, conteniendo el temblor cuando estrujo las cadenas entre los dedos. Me pone enfermo. Dioses, la amo.

- Eres una desgraciada. Deberíamos haberte dejado en las jodidas mazmorras, waldi - le espeto con voz cortante, escupiendo al suelo.

"Maldita sea por siempre. Maldita mujer, maldita sea, que alguien la borre de mí, que la arranquen de mi alma y de mi vida." Arrojo las cadenas al suelo y me pongo en pie, mirándola desde arriba. Quiero moverme,marcharme, olvidarla para siempre, pero no quiero, no quiero olvidarla, mis pies han echado raíces en la tierra y el corazón trepa por la garganta, clavándome las uñas, queriendo saltar de su encierro y arrojarse sobre el regazo de la joven pelirroja, que ahora vuelve los ojos hacia mí, indignada.

- Nadie te pidió que... - se calla a mitad de la frase y hace una mueca de dolor. La reconozco. Aunque ella quiera enmascararla con un gesto de enfado, la reconozco. - Márchate.
- No me sale de los cojones.

Ivaine suspira, se aparta el pelo de la cara, esquiva mi mirada. Y yo no puedo dejar de buscarla, solo quiero contemplarla, quedarme aquí como un imbécil hasta que los guardias me encuentren. Cuando Gregor Pedragrís me dijo que el cabronazo de Theod había encerrado a Ivaine acusándola de traición porque había interceptado nuestra correspondencia, no me lo pensé. No sé ni como hemos sobrevivido, entrando a sangre y fuego en la ciudad de Ventormenta. Pero aquí estamos.

- ¿Quieres que te de las gracias? Bien, pues gracias por sacarme de las mazmorras. Muchas gracias de corazón, a los tres. Ahora partid.
- ¿Por que has salido corriendo? ¿Donde narices vas, por qué no me has esperado? - le espeto, implacable, abriendo y cerrando los puños. - Me has oído gritar tu nombre, pero tú a lo tuyo, ¿no?. Si tanto detestas mi presencia, mírame a los ojos y dilo, y desapareceré en un parpadeo.

Las palabras brotan de mis labios cargadas de demasiado rencor, con un veneno que me quema el paladar, pero las vierto sobre ella sin compasión. Aunque mis ojos están fijos en el cabello rojo que le cubre el semblante, la veo estremecerse. "Nosotros siempre nos hacemos daño... nos queremos tanto que nos golpeamos."

- Tú eres gilipollas, Rodrith. - me responde en un susurro ahogado - Eres un cabrón. Ni se te ocurra chantajearme, date la vuelta y vete de aquí.
- He venido a esta puta ciudad a sacarte de las mazmorras. - lo digo, aunque no quiero hacerlo, dejando caer toda mi amargura sobre ella - He puesto en peligro a dos personas por ti. ¿Es mucho pedir que en lugar de salir por patas como una puta ardilla asustada me esperes un segundo para poder hablar? Joder, Ivaine...

Ella se levanta, jadeando furiosa y la bofetada estalla contra mi rostro con violencia, haciéndome ladear la cabeza y agitar los cabellos. El oído me zumba, Ivaine pega de verdad, y lo recuerdo al sentir arderme la piel de la mejilla. "Bien por tí, Ahti". Me froto la mandíbula y vuelvo a buscarla con los ojos en un movimiento lento, cauteloso. Al menos, la hostia mitiga el escozor del espíritu, pero no lo hace por mucho tiempo.

Cuando consigo enfocarla en mi visión, ella se sostiene a duras penas, con la espalda pegada al árbol. Tiembla, con los puños fuertemente cerrados, y se le han empañado los ojos. La boca apretada en un rictus contenido y los párpados entrecerrados, humedecidos, forman una imagen que me destroza por dentro con una mordedura cruel. Mi propia indignación, provocada por el rechazo que he sentido en ella hacia mí, se desmorona.

- Que te largues - susurra ella, con la voz rota, antes de cruzar los brazos sobre el vientre e inclinarse hacia adelante. Contiene los sollozos a duras penas.

No puedo verla así. No soporto verla así, me duele más que escuchar sus mentiras, que creerme su fingido desprecio, más que el golpe en la mejilla o el terror que se atenazó en mi alma al saberla presa y acusada de traición. Todo eso puedo soportarlo. Ver cómo se rompe, no. Clavo la mirada en la mancha carmesí de su pelo alborotado, empujando hacia el fondo del estómago el sentimiento atroz que me impulsa a atravesarme con la espada o estallar en una explosión de carne y sangre. Esto me arrasa, se me lleva por delante, como siempre lo ha hecho, con un tirón tan violento que no puedo reprimirlo. Me abalanzo hacia ella y la abrazo contra mí, arrastrándola hacia mi pecho y hundiendo la nariz en su cabello, consolándome en el tacto áspero de las hebras rojizas, la cercanía del cuerpo menudo que atrapo entre sus brazos. La oigo gemir de dolor, la siento retorcerse, tratando de apartarse.

- Mierda, no. Márchate. No te acerques, no me toques, márchate... - implora, tratando de escapar. Cierro los brazos, implacables, sin permitir que el aire se interponga entre nosotros.
- Ya es tarde para eso - susurro la respuesta, seca y cortante, con una punzada de dolor en algún lugar que no puedo identificar entre la tempestad de sentimientos incontrolables, desatados. - Hace mucho tiempo que es tarde para eso, Ivaine.

La abrazo con fuerza, sin importarme si le hago daño, mientras ella enreda los dedos en la tela del tabardo, respirando costosamente en su lucha contra las lágrimas, empujándome con los codos mientras tira de la sobrevesta hacia sí, en un movimiento tan contradictorio e incomprensible como lo suele ser todo lo que tiene que ver con nosotros. Finalmente, deja de debatirse. Cuando cierra los brazos en mi cintura y hunde la frente en mi pecho, sobre el corazón, regulando su respiración, tengo la impresión de que el universo se estremece y gira, dando vueltas alocadamente. Mi mujer... dioses. Casi no puedo creerlo.

- Vete, por favor. - el susurro es ahora leve, dolorido, dulce como un regalo que se entrega sin motivo.
- Mírame y repítelo, y te juro que me marcho, Ivaine.

Ella levanta la cabeza y me mira. Me está mirando. Las venas se estremecen bajo mi piel, recorridas por una descarga conocida. Su rostro me atrapa, sus facciones anheladas, el aroma de su piel, los detalles más nimios, inolvidables, se revelan ahora ante mi, confirmando mis recuerdos. La línea carmesí de las pestañas, la suave curva de la nariz, que se levanta casi imperceptiblemente en la punta, el hoyuelo ovalado bajo el labio inferior, el delicado trazo de los pómulos, la sutil hendidura en la barbilla redondeada. Algo se agrieta en mis entrañas, destilando un néctar infinitamente dulce, espeso, que se derrama en las cavidades horadadas de mi alma, en las heridas abiertas a mordiscos, un bálsamo indefinible que me reseca la boca y me ahoga.

No puedo apartar la vista. Estoy otra vez hechizado, y cuando ella al fin abre la boca para hablar, con la misma expresión extasiada en su semblante, las palabras no llegan. Ivaine parpadea, frunce el ceño y su mirada se empaña otra vez. Con su imagen, se convulsiona el corazón, que parece querer hacerse hueco entre las costillas, incapaz de contenerse ahí dentro a medida que se ensancha.

Iré mas tarde

Lo pienso un instante antes de dejarme caer sobre la boca entreabierta que se precipita hacia la mía. Todo da igual. Se desvanece el aire y el suelo; ella sabe a llamas y hierba fresca, a ríos cristalinos y frutas desconocidas, dulce y picante, intensa, arrastrándome. Es una gravedad más poderosa que la que hace girar los mundos, imponente y autoritaria, que empuja al estallido, la explosión y el cataclismo. Ya la conozco y lo sé. Es absurdo luchar contra eso. Me hundo en el beso, me asfixio entre los labios ardientes, insistentes, me enredo en la lengua ávida con mi propia lengua hambrienta, reprimiendo un jadeo ansioso en la garganta. Me trago el aliento inflamado de la mujer, que es como una humareda de aceites aromáticos, lo engullo con voracidad. Cinco años de hambre de ti, mi reina roja. Todo parece dar vueltas cuando se encienden las luces en mi interior, disparando la percepción, abrumándome con sensaciones tan violentas que los pulmones no son suficientes para respirar correctamente. Mi ansiedad sólo es comparable a la de aquella que tengo entre mis brazos, que se aprieta contra mi y estrecha mis labios con la brusquedad provocada por la desesperación, sin que eso importe una mierda. 

Cuando me separo, ingrávido, dejando escurrir la mejilla contra la de ella, con las manos enterradas en su pelo y deslizando los labios por la línea de su mandíbula, Ivaine pone nombre a mis propios sentimientos, en un susurro arrebatado. Como siempre ha hecho.

- Me ahogo sin ti - Ha colado los dedos bajo la armadura, clavándome las uñas en la espalda. - Me devora la ausencia. No sabes cómo duele, joder, añorarte de esta manera ...
- Sí que lo sé. Ten por cierto que lo sé.

Los arroyos de fragante saliva arrastran el sabor vacuo de los días sin fin, de las noches hambrientas, borran las horas grises como si no hubieran tenido lugar desde la última vez que nos encontramos, restañan las heridas abiertas, se cuelan en las brechas profundas, y la realidad se inunda con colores burbujeantes, intensos, haciendo que pueda percibirla de nuevo como auténtica. La amargura se disipa como si nunca hubiera existido, las noches imprecisas y zozobrantes se diluyen, retazos de un sueño pálido que puede olvidarse al despertar.

- Esa prisión en la que estaba no es nada - Acerca sus labios a mi oído, donde el aliento cosquillea. Con los dedos trémulos desata los correajes de la armadura. - Todos los días son una cárcel, y en ella espero mi ejecución que nunca llega, Rodrith... es una tortura.

Su voz suena áspera, agresiva. La abrazo con la punzada de su sufrimiento dentro de mi propia alma, la consuelo arañándole la garganta con los dientes, aplastando la nariz en sus hombros. Esto no debería estar pasando, no debió haber pasado nunca. Lo pienso solo una vez. Después el pensamiento desaparece. Hace tiempo que es tarde para eso. Años.

Apenas soy consciente cuando me despoja de las placas con precipitación para hundir los labios en la piel de mi pecho, me araña la espalda. El calor de su cuerpo llega hasta mí sin barreras, abrasador como una hoguera. No es el deseo desatado, es mucho más que eso. Una necesidad que trasciende los instintos de la carne y la sangre, cuyo origen está en el centro de mi alma. Se colapsan mis sentidos, pierdo el ritmo de la respiración y me tiemblan las manos cuando le abro la camisa de un tirón, rechinando los dientes. Ella no se estremece cuando cruje la tela que la cubre y desaparece, cayendo al suelo como una hoja muerta que queda prendida en los espinos. Está jadeando contra mi piel, bañándome con las oleadas de calor febril que escapa de sus labios. Ivaine es así, llamas que estallan y lava envolvente, ascuas, cenizas y rojas explosiones.

Dejo que mis dedos errantes se escurran por la firme anatomía de la mujer, dura y flexible, fibrosa como una pantera de Tuercespina. El aroma salvaje me llama, espolea mi avidez en una reacción mecánica. El calor que la inflama prende en mi, que recorro su silueta ardiente con manos rudas, anhelantes, lamiendo la piel y dejando que el sabor del sudor conocido haga abrirse la memoria, imponga el recuerdo, el hambre y el pálpito anhelante. La energía que fluye entre los dos, tan densa que casi puede tocarse, toma forma en el deseo asfixiante, me invade, colándose por los poros de la piel y chillando en mi interior como un recién nacido que despierta.

En los bosques antiguos se ha elevado un incendio, y el fuego llama a la tormenta, hace que las nubes rompan el plácido lienzo del firmamento despejado y se arremolinen, negras, atronadoras, con el temblor poderoso del trueno que reverbera en la tierra y el chasquido imponente del fuego que lame los vientos con sus llamaradas brillantes.

- Ivaine 

Susurro su nombre, presa del deseo, saboreándolo como un cáliz consagrado, con la veneración más profunda, pronunciándolo como si fuera la única palabra con significado. Lo repito una vez más, degustando cada letra entre los labios, murmurándolo a su cuello y a su pelo, devorándolo con la conciencia plena de su sabor agridulce a condena y redención. Me pierdo entre las sílabas de su nombre escarlata, oxidado, afilado, me corto con él y lo clavo en mi alma.

- No me sueltes - Se estrecha contra mi cuerpo, con las manos perdidas bajo mi cintura, respirando como si el aire se agotara. Mi mujer, mi mujer... de altas torres y murallas poderosas... mi mujer no es una casa, no es una cabaña, ella es una fortaleza... una fortaleza de piedra, metal y sangre, y se viste del olor de los combates...

Se me escapa un gruñido cuando me guía hacia ella. Ha enredado los brazos tras mi nuca en un abrazo tenso, apuntalándose en el tronco rugoso y la levanto de un solo impulso, con las manos bajo sus muslos, permitiendo que las largas piernas se enlacen en mi cintura. Todo se diluye cuando irrumpo en su interior. Ella se arquea, se estrecha contra mi, abrazándome con todo su ser, gimiendo quedamente en un susurro cortante, agresivo. El cálido abismo se abre para mi, me quema, envolviéndome en una vaina de carne abrasadora, hambrienta, convulsa y húmeda. Estoy a punto de marearme con el violento estímulo de su cuerpo, tal y como lo recuerdo. Podría hacer un mapa con la geografía detallada de su interior, suave, irregular como un volcán de lava dulce y golosa. Su calor es diferente a las tibias cavidades en las que me he internado otras veces, su textura es distinta, su sexo es un pozo ávido que me recibe con ansia hasta engullirme por completo. Abre para mi sus puertas, tiende los puentes y me da la bienvenida.

Por un instante, sólo la abrazo, suspirando con alivio, disfrutando de mi regreso, zarandeado por mi propia tormenta, por su explosión vibrante.

- Rodrith, no me sueltes. - ella desliza las palabras entre sus labios, rasposas, como la caricia de una garra afilada y áspera. - No te vayas. No me dejes ir, Rodrith.
- No me dejes tú, Ivaine. Átame de una jodida vez. - replico en una respuesta inconsciente, con la voz enronquecida, y me muevo en su interior, impulsándome con violencia, arrancándole una exclamación.
- Arrástrame

Es un murmullo quedo en mi oído, un arañazo en la conciencia. Mis labios se pierden en el cabello rojizo y la invado, mientras ella se cierra en torno a mis músculos tensos, se agazapa alrededor de mi carne. Me hundo en sus arenas movedizas sin contención, con la mente arrasada por los elementos, hundiendo los dientes en su cuello tibio.

- No vuelvas a rechazarme - la amenazo con brusquedad, entrecortadamente entre los impulsos bruscos. Aún soy consciente de la dureza de mi voz, de la desesperación de mis palabras. - No vuelvas a alejarte. Átame de una vez, joder, hazlo ya, enciérrame en ti de una condenada vez.
- Hazlo tú. No dejes que me vaya - Aferra los dedos en mi pelo y tira de los cabellos, agitándose entre mis brazos, moviéndose sobre mi, con el aliento agitado, resbaladizo, de la excitación. - No dejes de perseguirme. Rómpeme las piernas si lo intento.

Ivaine me absorbe hacia el interior, profunda y sinuosa, la carne húmeda se contrae alrededor empujándome hacia dentro, anudándose en torno a mi carne palpitante, voraz y ansiosa. Sólo puedo seguir, galopar entre sus muslos con el hambre desatada y la urgencia punzante, irrefrenable ; sólo puedo ser consciente de las llamas abrasadoras que me arrollan y el dolor al verme llevado al límite. La hoguera se agita, trémula, y estalla hasta el cielo con una erupción que hace temblar la tierra. Ivaine ahoga el grito clavando los dientes en mi hombro, su interior palpita y se contrae, me estrangula hasta el delirio y me cubre de lava ardiente que llama al pálpito violento y reclama la simiente, la exige con contundencia. Me aferro a ella, con el pulso desbocado, cuando todo se desborda en su interior en violentas embestidas, la frente hundida en la corteza del árbol y los dedos crispados en los muslos de Ivaine, el cabello derramándose sobre el cuerpo de Ivaine, el aliento mezclado con el aliento de Ivaine. Estoy mareado. Casi no puedo ver. Me trago el rugido, cerrando los ojos con fuerza, y el temblor sube y baja desatado por la espalda hasta extenderse como una burbuja que explota. Tenso los músculos con las violentas oleadas que me inundan, casi dolorosas. Podría romperme.

"Mi mujer de altas torres y voz de acero templado..."

Contengo la respiración por un momento y luego libero el aire de los pulmones, jadeando, con el burbujeo de las emociones que suavemente, se van disipando, un teatro que se vacía después de la representación.

- No me pierdas nunca - murmura ella, vocalizando con dificultad a causa del agotamiento. Las palabras se forman sobre mi piel, tiene los labios en mi hombro y no me ha soltado el pelo. Yo tampoco la he soltado a ella. Los latidos de su corazón reverberan en mi cuerpo.
- Eres tú la que huye siempre

Mi voz es más suave ahora, la textura del pelaje de una fiera apaciguada. Es mi voz para Ivaine.

Nos despegamos un instante y la dejo sobre el suelo, ella tira de mí hacia abajo y me escurro hacia la hierba, derrumbándome con la espalda apoyada en las raíces. Ivaine se sienta entre mis piernas, con la cabeza enmarañada reposando en mi hombro. Aqui estamos, cinco años después, abrazados detrás de un arbusto. Joder.

- No me culpes, Rodrith. Ya no sé que hacer para dejar de sufrir.

La dulzura en su voz ya no está escondida bajo la capa de insolencia, es la voz de Ivaine para mi.

- Sabes que sí hay algo que puedes hacer. Deja de huir.
- No será más que un espejismo, elfo - suspira, y sus palabras suenan cansadas, desgastadas.

Arrugo el entrecejo, rumiándolas, masticándolas, y los recuerdos me golpean de nuevo. Días grises que se arrastran, grietas siempre abiertas, el lento desangrar del alma desmembrada, que gotea sin secarse nunca, escociendo en las venas, desollada lentamente por la ausencia. Imágenes diluidas en un espectro irreal, batallas, tardes indolentes, más batallas, vacío.

- El espejismo es todo lo demás, Harren. No te engañes.

Le beso los cabellos incendiados y me incorporo, decidido, apartándola de mi para colocarme la ropa a duras penas y recoger las piezas de la armadura. Me ciño los correajes, encerrando bajo las placas mi corazón resignado, aprieto el cinturón con un tirón violento, dejándome embriagar por los retazos de la pasión que lo barrió todo momentos antes, intentando no pensar, no anticipar el chasquido lacerante de mis fibras al romperse cuando la sensación se disipe y las costuras vuelvan a soltarse, dejándome despedazado. Evito mirarla mientras me cuelgo la espada a la espalda, el peso del metal alivia el peso de su espíritu y lo oculta bajo la sensación tangible, física, que es menos molesta. Si la miro, estoy perdido... pero reúno valor y me doy la vuelta para encararla una última vez.

- La realidad solo existe cuando estamos juntos - mi voz suena clara, porque digo la verdad. - El mundo sólo tiene sentido cuando estás conmigo, cuando estoy contigo. Todo lo demás es una mentira en la que sobrevivimos a duras penas. Si tú puedes vivir en ella, si quieres vivir en ella, no hay nada que yo pueda hacer al respecto.

Necesito invocar toda mi voluntad para apartar los ojos de la mujer, y la ruptura de ese último contacto resuena como el crujido de los cimientos dentro de mí. Duele demasiado, pero he vivido con este dolor largo tiempo. Aparto las ramas del arbusto y avanzo a largas zancadas, mirando alrededor. No hay rastro de los guardias de Ventormenta. Me detengo un instante, con la amargura de la despedida agria, incompleta, deslizándose por mi lengua. Se me hace difícil de tragar, casi me da náuseas, y finalmente, utilizo los últimos retazos de autocontrol para invocar la Luz. Entre las brumas doradas, Elazel se hace presente, relinchando, y cabecea hacia mí para frotarme el morro contra el pelo. "Muy bien, Ahti. Ya tienes un buen pozo de mierda en la que revolcarte durante los próximos días.". Tomo aire profundamente y subo a la montura, tomando las riendas y dejándola caracolear sobre la hierba unos momentos. Cuando voy a clavar los talones en los flancos para emprender el galope, los pasos a mi espalda me hacen volver la mirada hacia atrás.

Pelirroja, de rostro envarado, con la mirada destellando, Ivaine avanza hacia mi con pasos firmes, los pulgares colgando del cinturón. Se ha vestido y la camisa, que se ha roto en el cuello, le cuelga sobre el brazo dejando un hombro al aire, con la marca de un mordisco amoratado en él. Nos miramos. Sus ojos de vino añejo son ejércitos apostados tras las pestañas, observando, alerta. Finalmente, ella vuelve el rostro hacia los lados y retorna el desdén a su semblante.

- Vamos a casa, anda - Lo dice así, sin más, dándome un codazo para montar sobre el corcel delante mía, trepando con un salto felino.

Tengo que reprimir una sonrisa cuando la rodeo con los brazos para sujetar las riendas, con el cosquilleo de sus cabellos en la nariz. Una brisa cálida se extiende en mi interior cuando espoleo a la montura y nos alejamos de Ventormenta, barriendo el humo y las cenizas, dejando atrás el aire viciado y cargante del dolor, refrescando mi espíritu y acunándome en un sosiego plácido, descansado, de ventanas abiertas de par en par.

"Me llevo a mi mujer, imbéciles"

Vuelvo un instante los ojos hacia la ciudad amurallada y ya sólo miro hacia adelante, donde el sol se pone, rojo como la sangre, como el fuego, como el óxido.

XLIII - Dones y condenas

Ciudad de Lunargenta - Verano


- ¡Hasta cuándo! - Brama Irular, dejando la jarra sobre la mesa con un golpe seco - Me niego a consentirlo, me niego.

Intento recuperarla sin incurrir en su ira, cosa complicada. No incurrir en la ira de Irular es algo que sólo está al alcance de los que están muertos o tienen orden de alejamiento con respecto a él. Capullo. Capullo integral. Aricia está sentada en el diván, mirando la escena con los ojos muy abiertos y abrazándose las rodillas, aún hay rastros de lágrimas en sus mejillas.

- Dame mi jarra - digo sin más, provocando en ella un nuevo sollozo y mostrándome indiferente ante la tensión del ambiente.
- No doy mi consentimiento. No voy a dejar que un borracho inútil, desconsiderado y que, claramente, tiene otras prioridades en su vida, se convierta en el marido de mi hija.
- Padre... por favor...

Escupo a un lado, enfrentándole.

- Soy un soldado del Alba Argenta - digo en un susurro firme. - Tengo una Orden militar bajo mi responsabilidad. Soy un guerrero, un combatiente, y viajo y combato. Eso todos, todos lo sabíais cuando me conocisteis.

Aricia parpadea y dos nuevas lágrimas se escurren cuando ve mi mirada tensa y agresiva. Lo sé. Sé que la estoy hiriendo, sé que le hago daño, pero se lo advertí. Yo se lo dije. Siempre lo hago, advierto a qué atenerse cuando se trata de mí, pero nadie parece fijarse más allá del resplandor. Coño. Estoy cansado de ojos deslumbrados.

- Has abandonado a tu prometida durante semanas, sin una carta, sin una noticia, sin nada - Exclama El Capullo, golpeando la jarra con el dorso de la mano y tirándola detrás de la barra. - Mi hija necesita quien la cuide, y tú está claro que no das la talla.
- Me temo que las elecciones de tu hija no son asunto tuyo.
- Ahti... él tiene razón...

Me vuelvo hacia la elfa. Tan dulce. Tan cándida. Por un momento siento la tentación de cruzarle la cara y hacerla reaccionar, desgarrar toda esa dulzura, destrozar su inocencia y hacerla fuerte a base de hostias. Solo eso fortalece, los golpes te hacen duro. La gente sensible no sobrevive, y Aricia acabará endureciéndose o hundiéndose en las tinieblas.

- Ponte una armadura y ven conmigo a Stratholme si es eso lo que quieres - le espeto, señalándola. - Nunca te prometí que estaría siempre contigo. Nunca te dije que me verías a diario ni te garanticé la felicidad. Si no te gusta lo que hay, puedes dejarlo.

Aricia parpadea y de nuevo la anegan las lágrimas, en su mirada hay rencor mientras se aprieta las rodillas, con la barbilla temblando.

- ¿Por qué eres cruel conmigo? - solloza. - Yo te quiero... vamos a casarnos... ¿no?

Resoplo y salgo de la taberna sin responder, sintiendo la mirada de Irular clavada en mi nuca, pisando cada losa de mármol como si fuera su cuello. Por todos los dioses, ¿es que no pueden dejar de molestarme con nimiedades?. Invoco a Elazel y atravieso la ciudad al galope, apretando los dientes.

Lunargenta está invadida por el aroma de las flores, que estallan con su perfume dulzón. Los edificios relucen, blancos y perfectos, los toldos se balancean suavemente con la brisa y las cristaleras devuelven un resplandor rojo y dorado, iridiscente, hacia los muros y los suelos cuando el Sol Eterno las atraviesa.

Precioso. Muy bonito todo. Yo estoy preparando una guerra, de ella vengo y a ella vuelvo, y todo esto sólo se me antoja un maquillaje vano y fútil que no me da nada real ni verdadero, solo máscaras y engaño.

Detesto Lunargenta porque es la ciudad que mejor representa la venda en los ojos de los ciudadanos de Azeroth. Detesto Lunargenta porque proyecta la falsa ilusión de que las cosas van bien, de que uno puede sentarse en los divanes y relajarse durante semanas, meses, años, lustros. La detesto porque no es el agradable descanso del guerrero, en el que yacer un par de días antes de regresar a la batalla, sino una puta untada de afeites y perfumes que te enreda sus brazos alrededor y te embriaga con mentiras para que no te alejes de su lado. Como las sirenas, sí. Exactamente igual.

En mi carrera precipitada casi me llevo por delante a Nodens, Lauryn y Draegor, que conversan en una esquina, con las armaduras puestas y las armas a la espalda. Sendos paladines me sonríen, ambos con gesto de simpatía, mientras que el orco gruñe secamente y su sonrisa más parece una amenaza. Si no le conociera, pensaría que quiere comerse mi hígado.

- Saludos, Ahti.
- Salud, camaradas. - sonrío encantadoramente, aparcando el desdén en un recoveco de mi mente y agitando los cabellos. "Hazles vibrar, campeón." - Los reclutamientos van a pedir de boca y ya hemos recopilado una cantidad interesante de suministros. En breve podremos lanzarnos al asalto de la Ciudadela.

Los ojos de los tres se iluminan, algo incrédulos.

- Bien hecho, elfito - dice el orco, con una sonora carcajada. - ¿A cuántos locos has convencido ya?
- Mas de la mitad de lo que estaba previsto.
- ¿Ya? - Lauryn abre los ojos, sorprendida. - Está visto que eres un cabezota, ¿eh? No pierdes el tiempo.
- Claro que no, guapa - le guiño un ojo con expresión divertida, a lo que responde levantando los ojos al cielo con una sonrisa. - Os dije que iríamos, y vamos a ir.
- Así se hace, camarada.

Me entretengo un rato conversando con mis viejos amigos. No es sólo cortesía o mero afecto, que no negaré que lo hay... es necesidad. No puedo dejar que se les apague la llama y se olviden de lo que tenemos entre manos, y nada mejor que un líder de campaña entusiasta y humano para llevar tras de ti a un ejército seguro y leal. Y eso es lo que vamos a necesitar en la maldita ciudadela de la plaga. Gente hábil, leal y de confianza. Lo primero es algo que cada uno debe alcanzar por sí mismo, lo segundo y lo tercero, se trabajan, y eso estoy haciendo cada vez que me detengo a hablar con ellos, les invito a una cerveza o me presto a escuchar sus dilemas. Trabajar.

A mitad de la conversación, Theron aparece a mi lado, mirándome de reojo, montado en la pesadilla. Ya ni siquiera nos saludamos, es un poco absurdo hacerlo.

¿Ya estás encandilando a tu público?
Estoy asegurando soldados, sí


Se ríe entre dientes, mientras charlamos acerca de banalidades y pronto se nos une Drakoon, la joven paladina de cabellos oscuros y afición desmedida por el alcohol. Nada más verme, se le enciende la mirada y una amplia sonrisa cruza su rostro. La acompaña Allanah, su inseparable amiga del alma, y cuando bajan juntas la rampa de la Corte del Sol, me parece que son tan diferentes como el brujo y yo.

- Hola Ahti, hola chicos.
- Hola Drak

¿Te has fijado en las miraditas que te echa?

La muchacha sonríe y se integra en la conversación, conoce a los guerreros del Alba de Plata hace algún tiempo, y cuando todos parten, aún se queda un rato con nosotros. La tarde discurre, y no nos hemos movido del sitio, así que me despido con cautela.

- Bien pues... - me rasco la nuca, mirando de reojo al brujo. - Nos vamos. Nosotros nos tenemos que ir ya.
- Estupendo, si, claro... uh...

Parpadea y se sonroja, mirándome azorada. Allanah chasquea la lengua y vuelve la cara, y Theron aguanta una risita que baila en sus ojos burlones.

- Ya nos veremos, ¿no? - Sonríe Ahti. Eres encantador. Muy bien.
- Claro... claro, nos veremos, sería genial.
- Pasaré por el Centro de Mando algún día.
- Si... bien. Pues eso. Me voy.

Se da la vuelta, se gira de nuevo y me bendice, sonriendo a medias.

- Que la Luz te guarde. - respondo con una bendición.
- Igualmente, Ahti.
- Hasta otra.
- Sí, hasta otra.

No nos movemos del sitio. Lo cierto es que esto empieza a ser algo ridículo, pero tiene un punto divertido, así que me cruzo de brazos sobre la montura y me quedo mirándola, sonriendo a medias, esperando su nueva reacción mientras ella se aparta el pelo del rostro.

- Lárgate, zorrita.

Parpadeo y me giro. No puede ser... pero es. Allí está Irular, mirando con desprecio absoluto a todo el mundo, los pulgares en el cinturón y las dagas al cinto. Inmediatamente, el ambiente se vuelve tenso. Theron deshace su sonrisa, Allanah le atraviesa con la mirada y Drak frunce el ceño con una mirada peligrosa.

- Y tú, patán con armadura, ¿es que no ves que esta guarrilla te quiere encandilar?

Arqueo la ceja, dejo escurrir el aire entre los dientes y me largo. No le soporto, y ya he tenido bastante de él por hoy, de modo que camino hacia el frontal, mientras escucho tras de mí alzarse algunas voces y el tono agrio y amargo de una discusión. Theron menea la cabeza, y nos volvemos un instante, apenas nos hemos alejado de ellos unos diez pasos. Allanah ha insultado a Irular, no sé que le ha dicho exactamente, pero por el tono, es evidente que así ha sido... y el elfo se lleva las manos a la empuñadura de las dagas. Theron se ríe.

Mira, le ha devuelto su misma moneda
Ya veo, ya.

Seguimos descendiendo hacia la callejuela, y cuando estamos a punto de entrar de nuevo en la taberna a refrescarnos el gaznate, una vez liberadas las monturas, una mano cae sobre mi hombro con violencia, agarrándome con gesto tenso.

- Tú

Levanto los ojos al cielo, suspirando con impaciencia, mientras el Capullo, que al parecer no puede vivir sin mí, me agarra de la pechera del tabardo y me estrella contra la pared. Arrugo el entrecejo, apretando los dientes. "Si no fueras el padre de Aricia, te freía a luces, gilipollas".

- Que coño quieres ahora, Irular.
- Estoy hasta los cojones - susurra, con el rostro pegado al mío. Pretende amenazarme, pero yo soy un oso, y no me amedrentan los idiotas con dientes largos. - Desprecias a tu prometida, y me desprecias a mí, relacionándote con gente que me insulta y se ríe de los que me faltan al respeto.
- Deja de decir tonterías, tú has empezado.
- Elige - sus ojos se clavan en los míos. - O mi hija y mi familia, o esa panda de desgraciados que tienes por amigos... sobre todo el brujo.

El aludido hace un gesto de exasperación y entra en el local sin dedicar ni una mirada más al capullo. Arqueo la ceja, incrédulo. No sé si es consciente de verdad de lo que está haciendo al decirme eso, de la manera tan estúpida con la que se propone arruinar la supuesta felicidad de Aricia, así que prefiero asegurarme.

- ¿Estás diciendo eso en serio, Irular?
- Absolutamente.

Me suelto de su presa y me recoloco el tabardo, sacudiéndome la pechera con dignidad. Sé que nunca ha soportado a Theron, que siempre ha considerado que él era más importante para mí que su niña, sé cuanto le ha reprochado que se ponía en peligro y nos ponía en peligro a los dos, que actuaba con insensatez... pero eso solo es una muestra más de la estupidez de Irular. Porque no es cosa de Theron, es cosa mía. Yo me pongo en peligro todos los putos días, unas cuantas veces. Curioso que no se haya dado cuenta.

En cualquier caso, sus intenciones están claras, y si eso es lo que quiere, es lo que va a tener.

- Así que eso incluye al brujo.
- Sobre todo me refiero a él.
- ¿Me estás dando un ultimátum?
- Es justo lo que estoy haciendo.

Nuestras voces suenan ásperas, agresivas. Es un enfrentamiento en toda regla, en el que sólo va a salir perdiendo una persona. La única que no está aquí. Asiento, ladeándome para pasar junto a Capullo sin mirarle y entrar en la taberna.

- Entonces ya sabes mi respuesta. Explícale a tu hija los motivos por los que no va a volver a verme.

Cuando traspaso las cortinas azules, no me siento especialmente triste. Es mi don y mi condena. Sé lo que tengo que hacer, y nadie me importa tanto como para dejar de hacerlo, y cuando me siento en la barra y pido un bourbon doble, al lado del brujo que mira la puerta con cara de asco, no me doy el lujo de apenarme o reflexionar. Estoy donde tengo que estar y con quien tengo que estar.

- ¿Qué ha pasado ahí fuera?
- Nada, que ya no me caso.