lunes, 4 de enero de 2010

LXXVI - Memorias

Puedo sentir con claridad sangrar las cicatrices. Abrirse una a una, estallar, derramar la sangre hacia adentro. Dioses, creo que no lo voy a soportar, ver su rostro aquí, delante mía. Sus facciones que apenas han cambiado, a excepción de la palidez ultraterrena de su rostro y las pronunciadas ojeras.

No sé cuanto tiempo llevo mirándola, con el alma colgando de un hilo y olvidándome de respirar, contemplando esa llama profunda que yace encerrada en una prisión de hielo, diciendo su nombre. Ha reculado un paso y me observa con extrañeza, como si quisiera ubicar algo en algún lugar esquivo de su memoria, pero yo sólo puedo mirarla, no soy capaz de huir... no hasta que el dolor me muerde, insoportable, y empiezo a dudar de mi propia resistencia, intentando mantener los hilos de mi cordura.

Cierro la mano en su muñeca y la arrastro al exterior, escapando del único modo que puedo hacerlo, hacia adelante. Sus pasos metálicos, el frío contacto de la armadura en mis dedos enguantados, me siguen al exterior, y pese a la leve resistencia camina tras de mí. Afuera, la lluvia nos golpea con el estruendo del aguacero, las gotas gélidas son un extraño consuelo ante la evidencia incuestionable. Al otro lado del vínculo, algo se agita con inquietud, pero sólo puedo prestarle atención a ella.

Ivaine está aquí


Es todo cuanto dejo que fluya al otro lado, antes de atrincherarme y cerrar toda emoción a la percepción de mi brujo, en una reacción instintiva. Su presencia sigue clara al otro lado, atenta y no intrusiva. Sé que lo comprende, aunque le duela mi introspección, sé que lo respeta. Necesito que sea así, por ahora.

- Estás aquí - acierto a decir, embrujado por su imagen. La suave curva de la nariz, el amargo rictus de la boca apretada, el ceño fruncido. Los cabellos oxidados, una llamarada roja. Está aquí.

Ella se retuerce y se suelta de la presa de mis dedos. Avanzo un paso desesperado, mirando alrededor. Me destroza, pero no quiero que se vaya. No permitiré que vuelva a desaparecer, y mi cuerpo se inclina hacia adelante, instintivamente.

- Sé quien eres - insiste ella, como si quisiera hacer reales esas palabras. - Tu... tu nombre...
- Sabes quien soy - espeto secamente. - Me recuerdas.

Y la expresión de su rostro me dice lo contrario. De nuevo el filo infame me atraviesa por dentro, haciendo que me ardan los ojos y la soga invisible se cierre sobre mi garganta. No me recuerda. La reina no me recuerda... me han arrancado de ella, y no me recuerda. Dioses. "Luz Sagrada, ten piedad. Dime que no es real ese sufrimiento atroz que veo al otro lado, dime que no la has abandonado. Acógela, abrázala, no le hagas pasar por esto".

- Tu nombre... - repite, y su expresión se vuelve ansiosa, desesperada. Sus palabras, rotas y roncas por la huella de la muerte en vida, me llegan con el mismo tono malhumorado de antaño.
- Sabes mi nombre - declaro, acercándome otro paso. - Rodrith. Rodrith Albagrana. Y conoces tu nombre, Ivaine Harren.

No sé que hacer. Confusa y asustada, frunce el ceño, aprieta los dientes, y un relámpago nostálgico y herido surca su mirada. Me muerdo la lengua, al verla resollar como si algo la golpeara con demasiada fuerza y me contengo para no gritarle, zarandearle de los hombros y recordarle, palabra a palabra, quién es ella, quién soy yo, lo que somos para nosotros. El pelo húmedo se le pega a la frente, la lluvia repiquetea contra la armadura, y recula un paso más.

- Recuerdo tu nombre - casi gime. Su mano está cerca de la empuñadura. Se siente amenazada.

Mi propio dolor deja de importar. Igual que en el combate, igual que siempre ha sido, lo que cierra sus dientes sobre mi corazón y lo destroza, en una tortura que no parece tener fin, se convierte en un sordo ruido de fondo cuando me vuelco en ella. Y por ella me apuntalo sin ceder al derrumbamiento, plantando cara al huracán y al temblor de tierra, aguanto firme por ella, tomo aire entre los dientes, con un resuello trémulo y asiento, mirándola. Mi imagen le hace daño, como la suya a mí me hiere, mi presencia la hace revolverse por dentro, una muchacha perdida que golpea las paredes del laberinto, buscando la salida.

- No sabes quien soy, ¿verdad? - pregunto, con más calma de la que realmente siento.
- Recuerdo tu nombre... - murmura ella, mirando alrededor, tensa y ahogada. - Te he seguido... o te he buscado. No sé por qué... ¡QUIÉN ERES!

La hoja de alma rúnica destella ante mí. La interpone entre los dos, con el rostro alzado y los dientes apretados, observándome con el gélido resplandor azulado cubriendo su mirada. Conozco esa postura, esa manera de hacer frente al peligro, ese mismo semblante decidido, esa resistencia... deberían herirme, pero ahora no me duelen. Solo ella me duele, su dolor y el yermo paraje gélido en el que está errando, buscándose y buscándome. Ivaine. No. No voy a permitir esto. Jamás.

- No te abandonaré - apenas es un susurro lo que brota entre mis labios, cuando me acerco a ella. - No voy a dejarte, ahora ni nunca.

Me detengo cuando la punta de la espada está sobre mi pecho, y la hoja tiembla un instante. De nuevo, ella retrocede. Me tiemblan los dedos cuando los pongo sobre su mano, ladeándome, y aunque las sienes palpitan con violencia y la sangre parece haberse convertido en un ejército de cuchillas que desfila a trompicones por mis venas, la miro, sereno.

- No estás sola. No te dejaré, ahora ni nunca.

Lentamente, envaina la hoja, pasándose las manos por la cara. Un ligero estremecimiento recorre su cuerpo y me parece escuchar un gemido grave, sufrido, conteniéndose en su garganta. Y casi se rompe en un grito cuando se agita, tensa, retorciéndose, al envolverla con mis brazos y estrecharla con firmeza.

No la suelto. Ella intenta apartarme, me golpea, me araña, sé que le duele, pero no la suelto. Tengo la mandíbula tan tensa que creo que los dientes se me van a romper, y he apartado la melancolía y el sufrimiento de una hostia, arrojándome en una alocada carrera hacia adelante, negándome a ser víctima.

Qué mas da penar eternamente, segundo a segundo. Qué importa que el torbellino del caos devore mis entrañas. Sólo quiero que vuelva a ser quien es, que también sobre esta muerte que no es tal, se alce triunfante y se encuentre, recupere el incendio de su alma y las llamaradas en la explosión de su mirada de sangre vieja. No puedo dejar que Ivaine deje de ser Ivaine, cueste lo que cueste. Esto no.

- Déjame. Déjame. DÉJAME - se debate, desesperada, en el abrazo.

Finalmente, su rechazo es más fuerte que mi violenta imposición, y la suelto. Sigue lloviendo. Apenas siento la humedad en mis cabellos. Ella da un traspiés hacia atrás y me atraviesan los ojos escarchados.

- Volveré a por ti - le digo, con voz átona, mientras me saco el guante. Arranco el anillo envejecido que llevo en el meñique y se lo pongo en la mano, cerrando sus dedos helados, cubiertos por el guantelete de acero, sobre la joya. - No lo pierdas. Guárdalo, Ivaine. Volveré a por ti. No te abandonaré.

No puedo mirarla ni un segundo más. No quiero dejar de hacerlo. Pero la suelto y me alejo, dubitativo, volviendo el rostro atrás demasiadas veces hasta que Elazel responde a la llamada y monto sobre ella. El galope desenfrenado bajo la lluvia sólo hace crecer la tormenta salvaje, mientras rechino los dientes y cabalgo, dejando que los recuerdos pasen por mi mente veloces, cada uno dejando el corte profundo y venenoso en mi interior.

Lo que te han hecho, Carandil... lo que han hecho de ti, lo que nos han hecho. Lo más puro y hermoso, lo más valioso, infectado con las cadenas de esta maldición. El recuerdo. Cuna del Invierno, preludio de la ventisca. Al abrigo del tronco caído de un árbol, el recuerdo.



- Rodrith ... - ella bajó la vista y frunció el ceño levemente. - Rodrith, ¿por qué no llevas la medalla que te dieron en el Alba Argenta?

Entreabrió los ropajes de cuero del elfo y buscó con sus dedos la cadenita, sin encontrarla. La mano de él se cerró sobre la suya y meneó la cabeza.


- Ya no está. No la busques.
- ¿La has vendido?

 
Ella arrugó el entrecejo, con sorpresa y decepción. 


- Era sólo una pieza de plata. A todos nos dieron una, no era nada especial.

La voz del elfo asemejaba el tañido lejano de una campana de bronce, cuya vibración despertaba ecos difusos en la silenciosa soledad del bosque. Las agujas de los árboles respondían al reclamo de esa voz y armonizaban con ella, moviéndose trémulas, a pesar de que no pasaba de ser un susurro.


- ¿Como puedes decir eso? La plata del Alba Argenta es pura y eterna. - ella le golpeó el pecho, entristecida. - Además, es la única mención que tuvimos. Era la memoria de todos. De Berth, de Derlen, de Faur, de Grossen... ¿Por qué la has vendido, idiota?
- No la he vendido.

El susurro se volvió más grave, y la mirada del elfo chispeó un instante cuando se fundió con la de la muchacha. Una suave corriente de energía discurrió entre los dos, imperceptible. Él acercó una mano a su pelo y frotó dos dedos, giró el índice y un destello plateado deslumbró cuando le mostró el anillo. Ella parpadeó y tragó saliva.
- No, por favor – murmuró, y era casi una súplica.
- La plata del Alba Argenta es pura y eterna – dijo la voz grave, haciendo caso omiso y escurriendo el anillo en el dedo de la joven, que apretó el puño, mirándole con gesto contrito.
- ¿Por qué me haces esto? ¿Por qué?

Los nudillos se le habían puesto blancos, y la plata brillaba entre ellos. Su cuerpo estaba tenso. La angustia y el miedo que había en el rostro de la chica solo era comparable a la que puede sentirse ante algo demasiado grande y demasiado intenso para ser aceptado. La determinación y la palidez en el del elfo, como la que se siente ante algo demasiado grande y demasiado intenso para ser ignorado. Cerró la mano sobre la de ella.
- Si aún me preguntas eso... - se ahogaron las palabras. - No me preguntes eso.
- ¿No tienes miedo a ponerme un anillo en el dedo pero lo tienes a decirme con palabras lo que sientes, Rodrith? - le espetó ella con un gesto amargo.
- Si pronuncio esas palabras, Ivaine, estaré perdido para siempre.

Se miraron largamente, sin hablar. Enmudecidos por la evidencia de lo que golpeaba furiosamente en su interior, solo eran capaces de eso.

Se miraron largamente, con un sorbo anticipado de lo que estaba por venir, una premonición que Ivaine paladeó con demasiada certeza. El agridulce sabor del amor profundo, que destroza las vidas a cambio de días felices que se cuentan con una mano, que se esfuerzan a pesar de todo en florecer bajo la persistente sombra del precio que exigen. Un futuro incierto, colmado de espinas y bañado por intensas tempestades de llanto y dolor. La bruma de las nubes que se arremolinaban sobre sus cabellos cuando el viento arreció y los acarició con el frío beso del invierno, trayendo el aroma de sangre y metal, de saladas lágrimas y de tierras áridas y yermas, despojadas de toda su riqueza. No se añora lo que no se conoce, pero la pérdida de aquello que se obtiene como un don de las divinidades, solo ha de dejar cenizas a su paso... y la pérdida siempre fue para Ivaine una certeza constante.




El recuerdo. Una niña nacida una noche de invierno, que se escurre de las entrañas de su madre a los brazos de su padre, cubierta de sangre. Una niña que llora con fuerza bajo la luz rojiza de las llamas de una hoguera, hija del oro y el rubí, del granate y la esmeralda, del ámbar y el coral.

Espadas que se cruzan y sangre de nuevo, que mancha la nieve, y un dolor intenso cuando se alza el rugido de un oso y la distancia se lleva a la hija y a la madre. Y los años de angustia. Los largos años de angustia en los que cada segundo es una espina, en los que la añoranza y la desesperación van caminando, paso a paso, dejando profundas huellas.

Suena la piedra de afilar, la pluma se desliza por el papel, día tras día. Se desliza la piedra sobre la hoja de acero, rasca la pluma sobre el pergamino, día tras día. Las vidas se convierten en una constante espera, paciente, impaciente, irremediable. Cargan los ejércitos y la espada hiende el aire, avanza la caballería a un lado y a otro, hollan la tierra los cascos de las monturas y el polvo cubre el cielo.

Él grita su nombre tras las murallas de una ciudad de altas estatuas. Ella suspira el nombre de él entre los muros de una casa con cinco llaves. Se arrastran los segundos, los minutos y las horas, lánguidos y febriles. Ella cierra los ojos y mira hacia las vigas de madera cuando otro hombre la cubre con sus brazos, imaginando que es él, queriendo rememorar su olor. Él aprieta los dientes y cierra los párpados cuando apresa entre sus manos a otras mujeres, buscando con desesperación un instante incontable en el que pueda fingir que es ella quien yace sobre las sábanas, engañarse un solo instante.

Y la espera toca a su fin, el tiempo les regala escasos días de alivio en brazos del otro, de nuevo entre las nieves. Días que atesoran y consumen, aferrándose a ellos como un enfermo a su bálsamo anhelado... hasta que desciende la helada garra de la muerte, arrancando el rubí de su engarce de oro, arrebatando el granate de su cuna de ámbar cálido, y un muro de hielo se levanta, inexpugnable, entre los dos.

El recuerdo. Cuna del Invierno, al abrigo del tronco de un árbol. La voz grave de Ivaine.

- Ya estamos perdidos, Rodrith.
Él negó con la cabeza, abrazándola contra su pecho, cubriéndola con sus cabellos, hundiendo la nariz entre los mechones rojizos. Ella se agarró a su espalda, clavando los dedos en la piel mullida de la capa. Naufragando, se sujetaron el uno al otro tratando de trepar hasta la superficie.
- No digas eso. No es verdad.
- Estamos perdidos... yo estoy perdida. - sollozó, ahogadamente, conteniendo el gemido en la garganta.

- Nunca lo estaremos.- insistió la voz grave, como si la fuerza de sus palabras hiciera la realidad, cambiara las circunstancias y pudiera modelar el mundo. - Nunca lo estaremos. Agárrate fuerte, amor, y escupe sobre el destino.

Ella se estremeció un instante y ambos se estrecharon más, y cuando levantaron la mirada, en sus ojos se adivinaba la expresión del soldado que se lanza hacia la gloria o la muerte y al que nada importa el final, pues sabe que obtendrá ambas cosas, y lo hace con orgullo.


- Ahora el mío está ligado al tuyo. - dijo ella, sin parpadear, y el rostro algo infantil parecía entonces el de una joven reina que subía al patíbulo. - Viviré en ti mientras vivas, y moriré contigo cuando mueras. Agárrate fuerte, amor, y escupe sobre la fortuna.

Él le retiró el cabello de la frente y observó su semblante con los ojos graves, refulgentes, y parecía entonces un rey de la antigüedad rescatado de un sueño lejano, alto y digno como un héroe.


- Ahora mi fortuna eres tú, y toda mi vida te entrego.- dijo él, y vibró cada palabra encontrando su eco en la eternidad. - Venga lo que tenga que venir, gustoso acepto el precio por sólo el instante de haberte visto, la dicha de haberte conocido, el honor de tenerte y de ser tuyo, el don de haber formado parte de tu existencia.



Abrazarse hasta hacerse daño, intentar beberse la vida del otro en los besos apasionados, abarcarse enteros en caricias trémulas con un sollozo muriendo en sus gargantas y la asfixia de los sentimientos desbocados. Lágrimas que son palabras que nunca se pronuncian, agarrados, aferrados el uno al otro.

El recuerdo.

Al galope, me precipito en las tierras infectas de los Reinos del Este, desmonto de un salto y me arrojo sobre carcasas y esqueletos, empuñando el mandoble, con un grito enajenado, y la ira del Oso barre todo lo demás, embalsamando mis cicatrices, acunándome en los brazos conocidos, el alivio sublime de la justa destrucción donde se diluyen los infiernos que arden en mi alma.