miércoles, 30 de diciembre de 2009

LXXV - Ella

Los claros de Tirisfal siguen siendo húmedos. Siguen siendo oscuros. Siguen siendo melancólicos. Los Claros de Tirisfal, que en los últimos tiempos han sido testigos de tanto, de ese peculiar collar de cuentas que sólo son momentos, instantes rescatados y arrebatados al tiempo para conformar un rosario que envuelve mi alma, son una constante entre el ir y venir, el combate y la búsqueda. Lugar de reposo de los muertos, donde está mal visto romper la quietud, han llenado mis días de instantes intensos. Unos hermosos, otros terribles. Todos valiosos. Estoy pensando esto mientras contemplo el zepelín, que ayer nos trajo de regreso al Viejo Mundo cuando la Cruzada nos despachó hasta nuevo aviso. Las luces claras, preparadas para evitar la niebla en el camino, son haces blanquecinos que se alejan en la distancia. Los observo, arqueando la ceja, y palmeo el cuello de Elazel, que cabecea como advirtiéndome de que me estoy poniendo demasiado reflexivo.

- Pues sí, bonita. Pienso demasiado, ¿eh?

Sonrío a medias y me giro, guiándola de las riendas, dispuesto a llevarla hacia la entrada del mesón La Horca, cuando algo me hace detenerme en seco. Una figura me observa, sobre un corcel reanimado.

Si, en los últimos tiempos, desde la liberación de los Caballeros de Darion, que ahora son así conocidos y lucen el tabardo de la Espada de Ébano proclamando su incesante lucha contra el Rey que los esclavizó, abundan los viejos héroes reanimados. Pululan por las ciudades, cabalgan entre las sombras, unos más atrevidos que otros. Algunos me inquietan. Me inquietan porque dudo de sus verdaderas lealtades, y creo que conozco lo bastante a mi enemigo como para pensar que aprovecharía muy bien esta ficticia naturalidad con la que se sobrelleva la situación para colar espías y traidores en las ciudades. Y me inquietan especialmente cuando, en una noche oscura, en la melancolía perpetua de los Claros, una figura esbelta y claramente femenina me observa desde su corcel muerto con ojos de hielo que apenas puedo entrever debajo del enorme yelmo.

No me gusta. Tiro de las riendas de Elazel y me echo el cabello hacia atrás, la miro con una mezcla de ansiedad y curiosidad, atenuadas por el cansancio de los viajes y el extraño estado de languidez en el que hoy me está sumiendo este lugar conocido.

Inmóvil, sobre la pequeña loma, me contempla. Un regusto amargo se me pega al paladar cuando una impresión desconocida, como el vago recuerdo de un sueño lejano imposible de recordar, se diluye en mi pecho. Esa figura solitaria que me mira constantemente... sospechosa, sí, y algo más. ¿Por qué demonios me asalta esa familiaridad? La complexión, la postura de su cuerpo, algo que no puedo ver detrás del yelmo... la intensidad con la que la mirada lejana me atraviesa. Es casi como estar presa de un hechizo desconocido, meneo la cabeza y tiro de las riendas, encaminándome hacia el otro lado de la torre de zepelines. Quizá huyendo del peso abrumador de esos ojos invisibles. Al rodear la estructura, vuelvo a mirar la loma, y ya no está. La Luna clara brilla en el firmamento, las estrellas se desgajan a miríadas.

Suspiro y trato de arrancarme los jirones de esa sensación pesada. Rebusco en los pliegues de la capa, el bolsillo oculto. Aquí está, la petaca. Bebo un largo trago y tiro de las riendas, Elazel camina hacia la taberna.

Cuando desmonto y entro, me doy cuenta de que estaba lloviendo afuera. Debo estar muy gilipollas últimamente para no haberme dado cuenta, sí, reconozco que el periplo por Rasganorte me ha sentado como veinte horas seguidas de abdominales. Chasqueo la lengua y me escurro el cabello, entrando con un par de zancadas, y al levantar la mirada, veo de nuevo la figura. Allí dentro, con su armadura negra.

Ladeo la cabeza. Bajo la luz de las velas, ya no parece un espectro fantasmal, solo un caballero alzado más, lo cual me tranquiliza en cierto modo. Así que levanto la voz y saludo a los renegados, a la tabernera y el viejo alquimista que se dirige a la salida, inclinándome levemente.

- Buenas noches.

La mujer de la armadura se gira, como si algo la sorprendiera. Y me mira de nuevo. Mierda, ¿qué coño está pasando? De nuevo un golpe violento, la sensación de familiaridad. Un nerviosismo que me alerta y me tensa los músculos alrededor de la nuca. Bien, no sé quien narices eres o qué quieres de mi... qué quiero yo de ti. Pero algo está pasando. La miro a mi vez, tratando de distinguir algún rasgo debajo de ese yelmo.

Ella sigue en pie. Inmóvil. No respira, parece una estatua, pero sé que está animada. Avanzo dos pasos, luego otro más, sin apartar la vista. Ahora, bajo las sombras del casco, veo un atisbo de piel tan blanca como la nieve, la curva de una nariz pequeña y redondeada, fina. Al acercarme, el olor de la putrefacción es leve, liviano, similar al de Elhian. Flores muertas y rocas cubiertas de escarcha... y algo mas. Un aroma mucho más familiar, casi cotidiano, como el olor de una madre desconocida o de un abrazo de la infancia, que me asalta de repente y me hace temblar por dentro. ¿Que demonios? ¿Qué demonios? Debo parecer un loco, pero no me importa.

- ¿Quién eres? - pregunto a media voz, con un tono casi íntimo y algo rasposo a causa de la incertidumbre.

Ella da un paso. Solo uno, breve y algo inseguro. Dioses, esos ojos me atraviesan, ahora puedo verlos con algo más de claridad, un resplandor azul intenso, gélidos... pero algo más. Algo más, al fondo. Una llama gélida.

- Él no me dio un nombre - responde el susurro. Thalassiano. Es elfa.
- ¿Te conozco?

La conozco. Lo sé, mi alma lo sabe, mi corazón lo sabe. Renée ha debido desaparecer en algún momento, porque, de repente, la taberna está desierta. Sólo la mortecina luz de los cirios, la mujer muerta y yo. Yo y todos los estímulos que no puedo reconocer ni etiquetar, que me hacen tensarme delante de su esbelta figura, menuda, demasiado menuda para un sin'dorei. Los brazos blancos se ven entre las placas de la coraza y los guantes, níveos y con un rastro azul donde la sangre se ha helado en las venas. La armadura, polvorienta y quebrada en algunas partes, no parece pesarle. Los ojos horadan los míos, como si quisieran excavar en ellos, encontrar algo ahí dentro, entrar en mi y... dioses. ¿Qué es esto?

- Te... conozco

La voz bien templada. Ligeramente grave. Ahora rota por la garra fría de la muerte. Una punzada de angustia, y los fantasmas braman, se alzan, las bestias aúllan y las garras se fijan en mi corazón cuando comienza a hacerse una claridad imposible, una certeza...

No puede ser

- ¿Me conoces? - su voz que era canción nunca compuesta, su acento rudo. No me preguntes eso.

Me he olvidado de respirar. Cierro los ojos con fuerza. Me estoy muriendo. No, es peor que la muerte. Es el dolor, el miedo más antiguo, el terror y un sufrimiento atroz que comienza a caer sobre mi, una vez, otra, otra, lanzas que se ensartan en mi corazón, certeras. Me estoy muriendo. Ojalá estuviera muerto.

Pero tengo que saberlo. Y tengo que verlo. Aunque me arrase.

Levanto la mano y le arranco el yelmo en un solo movimiento, casi agresivo, abalanzándome sobre ella. Y ya no importa. No importa si estoy vivo o no, el mundo empieza a temblar bajo mis pies en el preludio al terremoto, y el desgarro en mi interior, que me desgaja el alma y tironea, destrozándome, me corta hasta el pálpito de la sangre en las venas.

Sus ojos están helados. Su expresión es extraña, ausente... encerrada en un muro de escarcha y de ira. Y al fondo, ese incendio congelado. Sólo su pelo, que cae en suaves mechones irregulares cuando la descubro, y desordenado se enreda tras las orejas redondeadas, sobre la frente de pálida piel inerte, sigue siendo rojo.

El velo me cubre la mirada, húmedo, ardiente. "Aparta este cáliz, apártalo, apártalo, esto no, esto no, Luz Sagrada, no, no, no". Esto no. Por favor. Ivaine. Ivaine.

- Ivaine - y pronuncio su nombre, mientras me rompo en pedazos, una neblina rojiza embota mi mente y todo se convierte en cenizas, derrumbándose a mi alrededor.

LXXIV - Luces del Norte (II)

Los cargamentos de armas y provisiones fueron depositados en un rincón y los porteadores regresaron hacia la zona de desembarco, donde los grifos y los dracos dorados iban y venían bajo la atenta mirada del maestro de vuelo. El Cruzado Erelien, ajustándose el tabardo, anotó las dos últimas entregas y suspiró quedamente, volviéndose hacia su compañera, una humana de cabello castaño, rostro pecoso y mirada pícara.

- ¿Aún no ha llegado nadie, Lenore?

La muchacha negó con la cabeza, sacudiéndose los copos de nieve de la bruñida armadura.

- Nada. Una parte de las fuerzas sigue atrapada en Zul'drak, aún no consiguen abrirse paso.
- Bueno... lo conseguiremos - replicó el elfo, mostrando una ancha sonrisa. Cubrió el pergamino con la capa y se lo tendió a su compañera, que se inclinó para anotar con el carboncillo su propio recuento de suministros. Acto seguido, se dirigieron hacia las tiendas, donde el sacerdote atendía a los heridos.

Erelien era uno de los más veteranos combatientes de la Cruzada Argenta. Había sido instruido como Caballero de Sangre y formado parte de los escasos elfos que abrazaron la causa del combate contra la Plaga en el amparo del Alba Argenta. Recordaba con claridad el día en que las hordas del Azote se abalanzaron sobre la Capilla de la Esperanza de la Luz y la aparición de Lord Tirion Fordring, alto y poderoso, en auxilio de los argentas. Los sucesos que tuvieron lugar aquel día habían dejado una profunda huella en su alma, que le había hecho volverse por completo hacia aquella Luz intensa y vibrante que resplandecía alrededor del hombre de grises cabellos, el fundador de la Cruzada que pondría, estaba seguro, fin a la amenaza constante de la Plaga. La enfermedad más terrible que el mundo había sufrido estaba más cerca ahora de encontrar su vacuna, y esa certeza ardía en su corazón desde el momento en que escuchó las palabras del Alto Señor.

Fue de los primeros en jurar lealtad, y desde entonces, había seguido al paladín de la Mano de Plata con una fe plena, que no ciega, en la causa que abanderaba y en las decisiones que tomaba. Y el lugar en el que se encontraban, la Vanguardia Argenta, era prueba de que realmente, como solía decir su Señor, la fe en la Luz lo hacía todo posible.

Habían levantado aquel fuerte con sus propias manos. Las trincheras y las almenas, los cañones, las tiendas blancas que recogían a los heridos en su interior y cuyas lonas se agitaban bajo la ventisca, el alto torreón de piedra que se alzaba entre la nieve y los muros que les separaban de los insidiosos nerubian. La guerra era un hecho, y no podían bajar la guardia. Pero sus logros, innegables, brillaban con esplendor y sólo hacía falta contemplar los blancos estandartes, con el sol brillante en su interior. Podían verse desde la lejanía, actuaban como faros para aquellos que buscaban la esperanza... y allí la encontraban, él lo sabía. A los mismos pies de Corona de Hielo, asediados por sus enemigos, la Cruzada Argenta no descansaba, jamás se apagaba.

- Dicen que los nerubianos atacarán otra vez - comentó Lenore, mientras paseaban entre las tiendas, extendiendo las manos para bendecir a los heridos. - Varios camaradas han sido atrapados cerca de la brecha. Cada vez que conseguimos abrir paso, vuelven a cerrarla con sus hilos.

Erelien asintió, con un suspiro, y volvió la vista hacia lo alto del asentamiento. Tirion y el Vigía de Ébano, aquel extraño caballero embozado, conversaban en lo alto, con la mirada fija en el muro rocoso donde los arácnidos pululaban. La Crematoria destellaba entre la neblina de la mañana.

- Llevan varios días buscando una solución. ¿Sabes si ha regresado la división de rescate?

Lenore negó con la cabeza.

- Nada todavía. Partieron al amanecer, no les esperamos hasta medio día aproximadamente.
- Bien, no creo que...
- Mira. Jinetes.

Lenore señaló hacia la pendiente nevada, al otro lado de las tiendas. Frunció el ceño con expresión de sorpresa y ambos cruzados se acercaron al camino. Erelien parpadeó y entrecerró los párpados. Dos jinetes ascendían, sobre sendas monturas, que resollaban y trastabilleaban en el ascenso. Una de ellas tenía los cascos inflamados en llamas, y las crines eran puro fuego anaranjado, visible desde la distancia. El otro era un destrero sin'dorei. Y los dos elfos que las guiaban, uno rubio y otro moreno, portaban el tabardo del Alba Argenta.

- ¿Vendrán de Zul'drak? - preguntó Lenore, mirando de reojo a su compañero. Erelien negó con la cabeza, entrecerrando los ojos.
- Creo que no. Si aún llevan el tabardo del Alba, no pueden venir de Zul'drak. Creo que...

No pudo terminar de hablar. Los jinetes habían acelerado la marcha y ascendían, maltrechos y heridos pero sin detenerse, con la vista fija en la cúspide de la fortificación, donde el Alto Señor y su compañero oscuro conversaban. Cuando pasaron junto a ellos, Erelien arqueó ambas cejas. El elfo moreno tenía cuernos, y algunas runas glaucas relucían en su rostro. Y el otro, que apenas se giraba para saludar a los combatientes y las patrullas, le deslumbró por un instante con la expresión de su rostro.

Frunció el ceño y les siguió a distancia, mientras desmontaban. Casi se le cayó la mandíbula al suelo cuando les vio desmontar y acercarse a trompicones a Lord Tirion, ante la mirada extrañada de los demás soldados. Erelien apretó el paso, algo indignado. ¿Quiénes se habían creído que eran esos dos tipos para interrumpir al Alto Señor?

Sin embargo, cuando alcanzó el centro de mando, se detuvo en seco. El Comandante Entari había salido al encuentro de los dos recién llegados, y vio cómo el elfo rubio le entregaba una libranza sellada con el lacre del sol de ocho puntas.

- Se presenta Rodrith Astorel Albagrana - declamó, golpeándose el pecho con el puño e inclinándose levemente. No le temblaba la voz, pese a los jadeos entrecortados, y las palabras sonaban firmes, vibrantes. - Soldado del Alba Argenta, paladín y ahora al servicio de la Cruzada.
- Theron Solámbar - dijo el elfo de los cuernos, saludando del mismo modo - Combatiente del Alba Argenta.

Entari rompió el lacre y leyó el pergamino, luego les miró a ambos. Erelien arqueó la ceja ante la intrépida y casi desafiante manera de presentarse de aquellos dos tipos, que pese a mantenerse erguidos y dignos, parecían al borde de la extenuación, a juzgar por la sangre que manchaba la armadura de uno y la toga del otro. "¿Ahora al servicio de la Cruzada?" se dijo, perplejo. "Antes tendrán que ganárselo".

Sin embargo, cuando la mirada ambarina se paseó por el lugar sin arredrarse, se detuvo en el Comandante, después en Tirion y el Vigía y por último en él, la llama que ardía al fondo de los ojos dorados le hizo tragar saliva. Erelien era un cruzado veterano. Había visto mucho y vivido mucho. A estas alturas, sabía reconocer la Luz, y la vio con claridad en el sin'dorei, así como la propia llama decidida, avivada bajo el resplandor reflejado de su compañero, en el elfo de los cuernos.

- Id a descansar - replicó el Comandante, asintiendo. - Soy el Comandante Cruzado Entari, bienvenidos a la Vanguardia Argenta. Reponeos y volved a verme al caer la tarde. Veremos qué tengo para vosotros.

Los recién llegados asintieron y volvieron a inclinarse levemente. Luego se dirigieron a trompicones a las carpas de los heridos, donde Lenore contemplaba la escena desde lo lejos, con una mano en la cadera y el rostro ladeado.

Quizá ya se lo habían ganado, decidió, mientras les veía caminar entre el tintineo de la armadura destrozada y el roce de la toga rasgada que arrastraba el brujo sobre la nieve. Y si no lo habían hecho, no tardarían en hacerlo.

LXXIII - Luces del Norte (I)

El vasto vergel se extendía, elevando las hojas y las ramas hacia el firmamento bajo la luz tenue de un amanecer salvaje. Desde La Avalancha, una pendiente de nieve reblandecida que se dejaba caer como una lengua insidiosa sobre las rocas y los prados, los necrófagos deambulaban a su antojo, mirando con recelo y ojos llameantes hacia la silvestre explosión de vida más allá. Las abominaciones hacían temblar el suelo con los pesados pasos, los copos saltaban. Inquietas, las criaturas de la plaga olisqueaban el aire y se empujaban unas a otras, gruñendo como presas atrapadas.

Tenían hambre. Estaban famélicas y furiosas. El dominio del Exánime se extendía hasta ese punto, pero no había acceso más allá. La cuenca selvática que se mostraba ante ellos, como un enorme plato bien servido donde la vida en ebullición tentaba con la promesa de alimento infinito, parecía resistirse cual baluarte a las garras ávidas de su apetito. El poder de los Titanes, su invisible huella, convertía aquellas tierras salvajes en una poderosa tentación inaccesible.

Pero, de cuando en cuando, los incautos se aventuraban en el glaciar. El olor de dos cuerpos vivos, palpitantes de sangre y de carne, estaba enloqueciendo a los hijos del Exánime con la promesa de alimento. Una enorme abominación gruñó y arrojó la cadena engarfiada, volviendo la grotesca cabeza hacia los dos jinetes que atravesaban el lugar. La yegua de ojos incandescentes relinchó y zigzagueó para evitar el arma, haciéndose a un lado, seguida por el corcel de cascos llameantes.

- Cabrones - espetó el paladín, girándose a medias cuando el gancho oxidado cayó al suelo a pocos metros de su montura, haciéndola encabritarse un instante. - A la selva, a la selva.

- Tiene que haber un paso - exclamó el brujo.

Envueltos en sendas capas, embozados, cabalgaban al galope con un ejército de necrófagos rugientes tras ellos, extendiendo las garras para rozar las crines de la pesadilla, intentando morder las patas de las monturas en su desesperado avance. El jinete de la armadura sujetaba la espada en la mano y el escudo colgaba a su espalda. Algunas piezas de malla destrozada pendían de los correajes, tintineando al ritmo del paso de la yegua, y la sangre reseca se pegaba a las placas de metal. En el rostro ceñudo y tiznado de suciedad, los ojos dorados relumbraban intensamente, ardiendo como llamas de determinación, y el cabello apelmazado y sucio asomaba bajo la capucha, le caía sobre la frente. El jinete de la toga empujaba a los perseguidores cercanos con el bastón de resplandor oscuro, sujetaba las riendas con decisión y dirigía miradas de odio profundo a las criaturas de la Plaga. Un jirón de tela rasgada se enredaba en sus tobillos, y un fino hilo rojizo, ligeramente verdeante, descendía por la sien.

No se detuvieron. Corrieron hacia la espesura, observando las montañas.

- Hay un paso, en alguna parte - replicó el paladín, resollando - Tiene que haberlo.

Se apretaron entre los árboles altos y aflojaron el paso cuando los muertos vivientes volvieron atrás, repelidos de nuevo por la marca de la divinidad que impregnaba el lugar. El paladín escupió a un lado, mirando alrededor, buscando algo. El brujo le miró de reojo, respirando afanosamente.

- Quizá tengamos que retroceder. Esas montañas parecen infranqueables.

El paladín asintió levemente y señaló una oquedad salpicada de nieve al pie de las cumbres rocosas, lejos del glaciar y fuera del alcance de las fieras salvajes de la Cuenca. Se dirigieron al paso, entre el perfume tropical de las flores imposibles y el vapor húmedo de la selva, revisando el estado de su equipo. Al llegar al recoveco, desmontaron con cierto gesto pesado. Se descubrieron el cabello, echando las capuchas hacia atrás y se dejaron caer, con la espalda pegada a la pared y las armas prestas, suspirando con cansancio casi al unísono.

Las dos figuras miraban hacia el horizonte, perdían la vista entre la vegetación explosiva, las copas de los manglares y las palmeras, y el firmamento azul. Un par de ojos verde jade, brillantes y relucientes entre la cabellera negra como ala de cuervo. Un par de ojos ambarinos, turbios y felinos, brillando entre los mechones de pelo trigueño, oro blanco y platino. Se miraron un instante.

- Que pinta tienes - dijo el paladín, con un destello de buen humor en la voz grave.
- Tu no estás mucho mejor - replicó el brujo, arrebujándose en la mullida capa de piel blanca y suave.
- Dos días de viaje no es tanto. Aún estamos vivos. Pronto encontraremos el paso.

El brujo chasqueó la lengua y extrajo un par de piedras de salud para sanarse las heridas abiertas.

- Al fin y al cabo - repuso - sólo nos han mordido los lobos, pateado los magnatauros, abofeteado los osos, escupido los tigres, aplastado los raptores...
- Nimiedades.
- Tonterías.

Rieron entre dientes y se dispusieron a sanar las heridas y recuperar parte de sus fuerzas. La Avanzada Argenta aguardaba, y no importaba cuán dura fuera la travesía, cuánto tiempo les llevara, qué precio se cobrara. Iban a llegar.

Minutos después, los dos jinetes solitarios volvían a montar y volvían una vez más, a buscar un acceso por el glaciar de la Plaga o las montañas circundantes. No parecían tener miedo a las garras de los muertos, tampoco a las fauces de los raptores y los protodracos que asomaban en ocasiones de entre el espeso follaje para perseguirles. De cuando en cuando, mientras escapaban de las alimañas o trataban de hacerles frente, intercambiaban algún comentario jocoso. Y aunque el cansancio pintaba sus rostros y las heridas volvían a sangrar una y otra vez, a lo largo de su camino, rara vez dejaba de escucharse, de cuando en cuando, el eco resonante de una carcajada grave y franca y el coro sutil de una risa tenue y resbaladiza.

En Rasganorte, en lugares donde la risa probablemente nunca había existido, Ahti y Theron viajaban en busca de la fortificación de los Cruzados. Y lo hacían a su manera. Sin dejar de brillar.

martes, 15 de diciembre de 2009

LXXII - Despedidas

Orgrimmar - Durotar

El sol de la mañana arranca destellos rojizos a la muralla de adobe, barro y madera que cerca la Capital de la Horda. La guardia Kor'kron se mantiene en la puerta, los escudos alzados y la mirada hosca, mientras los viajeros entran y salen. Casi todos son aventureros y soldados, no se ven demasiados comerciantes hoy. Trols lanza negra, orcos y tauren en su mayoría, se mueven hablando en sus idiomas natales, saludan a los centinelas que permanecen firmes y graves, con ese aire salvaje que destila su raza y siempre me ha resultado agradable. Eso y sus hachas. Tienen unas hachas cojonudas, los orcos.

Mi pueblo, los sin'dorei, tiende a considerar a los orcos criaturas asilvestradas y brutales, que no tienen dos dedos de frente y se comportan como verdaderos estúpidos. Su arquitectura choca brutalmente con el gusto estético, decadente y barroco, de los elfos, y su ausencia de correspondencia con los cánones de belleza del pueblo más noble de Azeroth provoca habituales desencuentros. Especialmente entre los patriotas y aquellos que no salen demasiado de Quel'thalas. Yo llevo ochenta años dando vueltas por el mundo, compartiendo tripulación, ejército y tabardo con todas las razas, y supongo que algo he debido aprender en este tiempo. Y si no lo he hecho, que le den. Los orcos me caen bien. Los trols, también. Acérrimos enemigos de mi raza, a mi nunca me han hecho nada los Lanza Negra, así que no encuentro razón para odiarles, menos aún cuando tienen esos gongs tan brutales y tradiciones y leyendas que avivan mi curiosidad. A mi me gusta Orgrimmar, me parece que tiene un encanto especial y primitivo, con esas almenaras afiladas y las techambres de adobe y piel curtida.

Aparto la mirada de la ciudad y suspiro, contemplando el hangar de las naves aéreas. En la nueva y reluciente torre de zepelines, los goblin se afanan en prepararlo todo para que no haya accidentes en las travesías que han de llevarnos hasta Rasganorte. Los aventureros de la horda, soldados, mercenarios, representantes de clanes orcos y del Consejo de Ancianos, se apelotonan en las rampas de acceso. Parecen entusiasmados y algo ávidos, algunos nos miran con extrañeza. Elfos y renegados han partido en su mayoría desde la torre de Claros de Tirisfal, nosotros, como siempre, damos la nota.

- ¿Crees que se caerá el zeppelín?

Tironeo de las riendas de Elazel y me giro hacia el brujo, sonriendo, burlón. Theron siempre optimista.

- Seguramente.
- Prepara tus burbujitas entonces - replica, entornando los párpados. - Deberíamos embarcar ya, o al menos ponernos en la cola.

Señala hacia lo alto de la torre, donde el primer barco aéreo ha atracado. Los viajeros que nos preceden ascienden por la rampa, entre bromas jocosas, gritos de ánimo y lanzando vítores y saludos a los pocos que quedan en tierra para despedirles. Niego con la cabeza, contemplándoles.

- Esperemos a los demás.

Mi voz suena un tanto amarga, y la mirada del brujo se detiene sobre mí un instante demasiado largo, hasta que la abordo.

- Ahti... no va a venir nadie más - dice con tono apaciguador. - Llevamos casi tres horas aquí. ¿No han tenido ya tiempo de aparecer? La cita era al alba... y estamos solos. Marchémonos.

Sé que tiene razón. Y odio que tenga razón en estas cosas, así que niego con la cabeza, firmemente, guiando a la montura que caracolea y se revuelve, resoplando. Elazel siempre refleja mis sensaciones, sea ira o inquietud, placidez o determinación.

- Elhian vendrá. O Hibrys, quizá las dos.

Theron menea la cabeza y aparta la mirada, pero permanece junto a mí. Me conoce, sabe que soy un cabezota y detesto que me decepcionen. La partida de la Guardia del Sol Naciente hacia las tierras del Norte estaba programada hoy, y aquí estamos. La Guardia del Sol Naciente. Theron y Ahti, y el polvo rojizo de Durotar... me cago en todos ellos. Un grupo del Clan Grito Infernal acude desde la ciudad, marchando al paso, con los tabardos oscuros brillando bajo el sol cálido de la mañana invernal. Sus rostros severos y firmes nos observan mientras caminan junto a nuestra posición y ascienden la pasarela. Theron observa el primer zeppelín, que ya está completo, y lo vemos marchar.

- Cogeremos el siguiente - murmuro apenas, observando el cielo claro.
- Bien. Creo que es lo mejor. La Avanzada Argenta aguarda.

Asiento yo, asiente él. Los sucesos se han atropellado en los últimos días, y no hace mucho que recibimos la convocatoria de la Cruzada Argenta. Rebusco en mis bolsas para sacar el pergamino lacrado y observo el sello del sol de ocho puntas, con el puño en su interior. No es el mismo que antaño, pero no ha cambiado tanto.

- Espero llegar a saber algo de ese Tirion - comento, arqueando la ceja. - Dicen que porta la Crematoria.
- ¿No le conoces? - el brujo me observa con curiosidad.

Por algún motivo, tiende a pensar que conozco a todos los miembros de alto rango del Alba Argenta, y no está del todo errado, pero es una organización ramificada y en mis tiempos sólo tenía contacto con dos o tres de ellos. Niego con la cabeza.

- No, no sé quien es. Sólo sé lo que nos contaron sobre la batalla de la Esperanza de la Luz y sus consecuencias.
- Siempre me he preguntado por qué no estuvimos en ese combate.
- Estaba en coma - replico.

Theron se calla inmediatamente, abre la boca y la vuelve a cerrar, asintiendo. Carraspea. No le doy importancia, realmente ya lo he superado, si había algo que superar aparte de mi estrepitoso fracaso a la hora de sanar al brujo de lo que le corroía por dentro. Así que sigo hablando, le recuerdo la historia.

- Cuando Arthas terminó con los asentamientos de la Cruzada Escarlata en la costa este, arrojó el ataque final sobre la Capilla de la Esperanza de la Luz. Darion Mograine, hijo de Alexandros y portador de la Crematoria corrupta, encabezaba la ofensiva. Era el campeón de la Plaga. - Sé que Theron adora mis resúmenes y mi capacidad de síntesis, así que le doy el gusto de escucharme y comprobar lo bien que me explico una vez más. - Cuentan que al llegar a la explanada de la Capilla, la espada comenzó a desobedecer, y entonces apareció Tirion Fordring. Era un caballero de la Mano de Plata, hace ya años, y al parecer es de los pocos supervivientes de esa orden.
- ¿Es humano?
- Así es.
- ¿Y cómo acabó la Crematoria en sus manos?
- Darion se la cedió al redimirse, o eso dicen - arqueo la ceja, mirando al brujo. - Podemos dejar que se la quede, ¿no?

Se ríe entre dientes, apartándose el pelo del rostro. Abre la boca para replicar algo, cuando una voz a nuestra espalda nos hace dar un respingo.

- Siento llegar tarde.

Me giro y veo a Oladian, montado sobre Eru, su lobo. Lleva el pelo rojo recogido en la nuca y sonríe débilmente. Estaba a punto de entusiasmarme cuando veo que no lleva equipaje, ladeo la cabeza y le saludo con la mano, haciendo un gesto de curiosidad. Theron le mira con desdén.

- Vamos a coger el próximo - declaro.
- Yo he venido a despedirme. No podré partir aún, pero me reuniré con vosotros en dos o tres días.

Asiento, suspirando con resignación.

- Bien... nos veremos entonces. Gracias por venir.
- Mucha suerte y cuidado con el trayecto - sonríe de nuevo. Siempre he sabido leer los sentimientos de Oladian y ahora mismo veo culpabilidad. Sabe que estoy decepcionado, pero no puedo evitarlo. - Iré en cuanto pueda.
- Claro

Vuelvo el rostro y guío a Elazel hacia la torre de zepelines. La siguiente nave ya está atracando. Arrastro el petate con las armaduras y el escaso equipaje y lo arrojo de mal humor sobre la cubierta de madera, despidiendo a mi yegua con un gesto y soplando las motas doradas que deja al desaparecer. Echándome la capa hacia atrás y mostrando la insignia que me identifica al capitán goblin, me sostengo en las maromas de cáñamo y contemplo el horizonte. Detrás de mí, Theron ha sacado la capa blanca de su mochila y la extiende, acariciando el pelaje. Luego se envuelve en ella y hace un ruidito de satisfacción.

- Se nos van a congelar las pelotas - dice, con un tono levemente excitado en la voz.

Le miro de reojo y sonrío. Bueno, no es lo que esperaba, pero allá vamos. El emocionante viaje de la Guardia del Sol Naciente hacia el Norte. Agito la mano para despedirme de Oladian cuando las hélices giran y me aparto el pelo de la frente, volviendo la mirada hacia adelante, apoyado en las cuerdas gruesas.

- Nos calentaremos a hostias - digo finalmente, escupiendo hacia los cuatro puntos cardinales para invocar la bendición de los vientos y un trayecto sin incidentes. Hay que tener mucha fe para aspirar a algo así en una nave pilotada por goblins, pero al fin y al cabo, soy un paladín.

martes, 1 de diciembre de 2009

LXXI - Vísperas de viaje

Cuna del Invierno - Invierno

La nieve se hunde bajo mis pies, el viento me golpea el rostro y el pecho desnudo. Enreda los cabellos detrás de mi, rasga mis pulmones cuando respiro, el frío me muerde los músculos, pero no me importa y sigo corriendo, agazapado, ayudándome con las manos mientras asciendo las lomas, salto desde los riscos y rastreo las huellas del oso. Soy el viento, no puede hacerme daño. Vuelo con él y me transporta, me trae el aroma de la presa, me canta las canciones que vibran dentro de mí.

Sus voces te enseñaron, sus voces te enseñaron

La Luz vibra en mis venas, chispea, efervescente, me envuelve y me hace sudar a pesar del clima del Norte. Y mientras devoro los pasos que me separan de mi presa, al otro lado del vínculo, mi compañero me rastrea a mi, su presencia se hace más intensa a medida que se acerca, buscándome, confuso y un poco triste.

Detrás de un tronco, le veo aparecer. El oso está acechando, me esperaba. Agazapados, nos miramos. Todos mis sentidos se centran en mi propio cuerpo, en los movimientos de la fiera delante mia, que me observa con ojos furiosos, a la expectativa. Y cuando ruge, me escucho rugir, cuando se abalanza hacia mi, me ladeo y rodeo el cuello poderoso con los brazos. Peleamos revolcándonos sobre la nieve. Los dientes intentan hacer presa en mi carne, y me revuelvo, me muevo constantemente para evitar que me atrape. He cazado muchos osos, conozco sus técnicas, y sé que la condena tiene tres nombres: garras, fauces e inmovilidad. Asi que evito las tres mientras rodamos sobre el suelo helado, el animal gruñendo, agitándose para soltarse, yo con los brazos en torno a su cuello, a su izquierda, tratando de posicionarme detrás para partirle el cuello.

Algo está sangrando, percibo un dolor lejano entre la descarga de adrenalina de la caza. Las garras se clavan en mi piel, y no me importa. Cuando encuentro la posición correcta, el combate se convierte en una medida de fuerzas. Apoyo el codo en la sien del animal, que se revuelve, estrecho el abrazo y empujo, empujo, invocando toda mi determinación. Los músculos parece que van a estallar, siento la tensión en todo mi cuerpo y la sangre acumularse en mis sienes. El rugido ahora es mío, algo brilla y escucho el chasquido de los huesos al quebrarse.

Jadeante, suelto al animal muerto que cae sobre la nieve, salpicada de rojo, y me tambaleo, recuperando el aliento. Aun me cuesta enfocar la vista, y me lleva unos minutos volver a ser dueño de mi cuerpo, recuperar plena conciencia de mí mismo. "No te enfríes demasiado ahora", me recuerdo, inclinándome, algo mareado, para sacar el cuchillo de cazador de la bota.

- ¿qué... qué estas haciendo?

Levanto la vista,  sorprendido, y vuelvo el rostro a la pequeña loma nevada delante de mi. Theron me observa, perplejo, arrebujado en su toga. En el fragor del combate, no me di cuenta de su llegada. Tiembla ligeramente, el sí tiene frío. Hace días que tiene frío, en realidad, y cada vez más a medida que se acerca la hora de partir hacia Rasganorte.

Me dejo caer sobre la nieve y comienzo a desollar al animal, que aún yace caliente.

- Échame una mano, sujeta de ahí.

Theron desciende con pasos breves e inseguros, mirando alrededor, y sujeta la pata del oso, observándome con perplejidad. Hay algo al fondo de su mirada, cuando levanto los ojos hacia él, que me resulta ligeramente turbador. ¿Está emocionado? No entiendo muy bien por qué, pero no me importa. Aunque ya lo sabe, se lo confirmo.

- Te voy a hacer una capa.
- ¿Qué?

Y aunque ya lo sabe, me sigue mirando. Como si hubiera dicho que voy a regalarle una casa en la zona rica de Lunargenta o algo así. Es extraño. La hoja se desliza bajo la piel, me aparto el pelo de la cara, aún respirando con dificultad a causa del combate, y tiro del mullido envoltorio con precisión, después de recortar con el filo para delimitar el segmento.

- No tienes por qué temer al frío, Theron Solámbar - explico, mientras desprendo la pieza. - Ni al de dentro, ni al de fuera. Ninguno puede tocarte.

El brujo parpadea, no ha apartado sus ojos de mí, como si estuviera haciendo algo excepcional. Sin embargo no hay nada de excepcional en esto. Cuando termino, me sacudo las manos y le hago un gesto.

- Vamos a las pozas termales, hay que darle un repaso a esto.

Camina detrás mía, en silencio. El vínculo vibra con suavidad, y percibo sus emociones, que se me antojan excesivas por un momento... pero no, quizá no lo son. Las acojo con un abrazo estrecho, dejando que pasen a través de mi. La gratitud, la emotividad que le despierta esto tan sencillo, que para mi es tan natural como respirar. Porque lo es, y esa es una certeza que no me plantea ninguna pregunta, el menor por qué.

Sé que Theron está asustado. Vamos a Rasganorte, a enfrentarnos con todo el poder del Rey Exánime en su esplendor, y la sangre que corre por las venas del brujo, aunque el vil mantenga detenido el avance de la enfermedad, lleva su marca. La marca que se expande con la cercanía de su presencia, que le atosiga continuamente, que le estrecha más con brazos gélidos a medida que se aproxima a él. Conozco su dolor, sus pesares y sus cadenas, he aprendido a conocerlas a fondo a lo largo de este tiempo. Pero todo se puede combatir. Si tiene frío, le daré una capa, con todo lo que eso significa.

Porque pienso cubrirle por dentro y por fuera, reanimar su fuerza, que no es poca, con la mía, tirar de él cada vez que dude de sí mismo. Y Theron, que es un gran aficionado a los símbolos, entiende lo que representa una capa de piel hecha como es debido, con el proceso más cuidadoso y entregado que existe, que no es ni más ni menos que hacerlo todo con el corazón, coño. Para mí es algo natural, porque todo lo hago igual. Para Theron, es muy importante, o así lo percibo, y dejo que lo sienta a su manera, sin restarle valor.

Por ese motivo, cuando después de limpiar la piel y dejarla reposar sobre las piedras calientes, Theron tira de mi mano y me guía para que me siente, disponiéndose a curar las heridas del oso sobre mi carne, dejo que lo haga. No usa las piedras de salud, desliza paños de tejido suave empapados en desinfectante y escurre la sangre después. Las manos de artesano se mueven con la misma dedicación y delicadeza que emplea cuando está tratando con joyas valiosas, y eso me hace mirarle de reojo un momento.

Mantiene el gesto grave y devoto de un seguidor de la Luz Sagrada delante de sus reliquias, y como ritualista que es, ejecuta su ritual. Supongo que a veces nos hablamos mejor por medio de estas cosas que con palabras. Así que me quedo muy quieto, dejando que se exprese igual que yo lo he hecho. Mi mensaje ha llegado matando un oso y arrancándole la piel. El suyo se escribe ahora, cuidándome y restañando la sangre de los arañazos abiertos al pie del lago de aguas cálidas.

Mañana partiremos hacia el Norte, y no puedo dejar de sentirme orgulloso cuando, al estrecharnos en el vínculo que nos une y complementa, el miedo y el frío que habitaban en el interior de mi compañero apenas parecen perceptibles. Y estoy orgulloso de él.

- Gracias - murmura el brujo, abrazándome un instante y pegando la mejilla a mi espalda. Las palabras resuenan sentidas en mis oidos. No me atrevo a responder nada, asi que sólo me quedo quieto mientras me abraza, con un nudo extraño en la garganta.

Porque a veces basta encender una chispa para que las llamas vuelvan a levantarse, y esta vela imperecedera que brilla a mi espalda, que tiene un resplandor intenso y cálido... esta, por mis cojones que no se apaga. No importa si tengo que protegerla con mis manos o avivarla a patadas. A mi brujo no lo toca nadie. Ni el Exánime, ni el Torbellino, ni la madre que los parió. Va a ser libre y prevalecer, aunque tenga que matar cien osos y hacer cien capas para que no vuelva a tener miedo al invierno.

LXX - Elhian

Rémol

Los hombres de paja se están quemando bajo el cielo negro. Las llamas crecen y suben, y Elhian ha apartado la mirada de ellas, agitada y asustada. Pero hoy no es el fuego lo que le da miedo, no es eso todo lo que hace relucir sus ojos con la mirada decidida de quien se arroja a un incendio pese a saber que arderá en él.

Me mantengo a distancia, serio, inexpresivo. Es mejor que no vea nada, es mejor que no lo perciba, así que se lo escondo. Porque Elhian ha sido el baluarte de mi determinación en los últimos tiempos, ha sido la mano que me ha empujado hacia adelante y he descubierto en ella algo cálido y profundo, detrás de toda la rabia, el mal humor y el desdén hacia todo, hacia todos.

- ¿Entonces por qué? - me pregunta, casi escupiéndome.

Saboreo su rabia y su desesperación, y me duelen, porque son suyos. Me cuesta hablar, me cuesta mucho hacerlo ahora. La hierba se agita en las lomas cercanas a la pequeña aldea, acariciadas por el viento de la noche que aviva las hogueras. La figura de Elhian es pálida, casi luminiscente. Las lenguas de fuego se reflejan en su mejilla con un tono anaranjado, el cabello le cae por los hombros, y la toga de hechizos se ciñe a su cuerpo delgado, dejando ver los brazos. La mácula de la reanimación ha dejado pequeñas manchas en la piel de alabastro, ha vestido de púrpura los labios y los párpados de la mujer y las largas uñas lacadas con las que se abraza a sí misma, se clavan en su propia carne mientras me mira, acusadora, exigente.

No quiero hacerle daño a Elhian. No quiero hacerle daño a nadie más. Y tengo que decírselo.

- No quiero hacerte daño. - respondo, finalmente. Más suave de lo que esperaba, mi voz se desliza entre mis labios. - Y te lo haré.
- ¿Por qué dices eso? ¿Es que quieres herirme, acaso?

Da un paso adelante, desafiándome.

- No, no quiero. Pero siempre pasa.
- No puedes saber lo que va a pasar. - escupe - ¿Es que no soy suficientemente buena para ti, elfo engreído? ¿Es que te avergüenza que te vean conmigo, la renegada, la MUERTA?
- No...
- ¿Tan cobarde eres que no eres capaz de aceptar esto, o es que me has mentido? ¿También vas a jugar conmigo, acaso, es eso lo que me quieres decir? Porque ya he visto como lo haces con los demás, con esas chicas con las que...
- No es eso...
-¿Es que no es verdad lo que has dicho ahí abajo? Si vas a echarte atrás hazlo ahora, maldito, o te juro que te arrancaré los ojos y...
- ¡Cállate joder! - reviento al final, mirándola a los ojos de nuevo. - ¡Te digo que no es eso, hostia! Te quiero, pero las cosas no son tan sencillas.

Al fin se ha callado. Coño. Me vuelve loco esta mujer, me hace perder los estribos, y a veces es como golpear un muro de piedra a cabezazos. Sus cambios de humor me dejan perplejo, y la mitad de las veces no entiendo qué coño le pasa. Es... bueno, es una mujer. Llora y me pega y luego sale corriendo, ese tipo de cosas. Hoy, abajo, en la aldea, me insultó, me abofeteó, después me besó y volvió a pegarme. Y salió corriendo. Está loca, pero es cierto que la quiero. Me ha vuelto a recordar las cosas que quería olvidar, y se parece tanto a Ivaine... es difícil resistirse. Pero claro, Elhian quiere saber por qué las cosas no son tan sencillas.

- ¿Por qué? ¿Dónde está la dificultad? - dice, y ha bajado un poco su tono de voz - Si me quieres, ¿cual es el jodido problema?

Siempre había presentido la ternura en Elhian. Ahora la veo en sus ojos cuando me mira, y es más intensa y conmovedora de lo que esperaba, me hace sintonizar con ella de inmediato. Y tengo miedo, otra vez.

- Sé que, de una manera o de otra, acabarás sufriendo por mi culpa - Suena estúpido, pero tengo esa certeza, y trato de hacérsela ver, casi suplicante. - Te haré daño aunque no quiera. Te haré daño con las cosas que no puedo cambiar, Elhian... siempre pasa.

Parece pensar un momento, volviendo los ojos hacia las llamas. Aguardo, distante y protegido, levantando todas las defensas. Confío en que recapacite y se de cuenta de que esto no es una bonita declaración de amor ni el principio de una bella historia romántica. Porque joder, no lo es. Es el largo preludio de un desastre, y no quiero dejar de verlo así. Porque si lo hago, aflojaré, y si aflojo, la abrazaré y le diré que la quiero otra vez. Y al final, empezaré a pensar que no va a salir mal, y cuando salga mal será una putada, un infierno de dolor para los dos. "Recuerda las lecciones del pasado", me digo. Y lo hago.

Ivaine, el largo camino de desesperación y dolor que recorrió por mi causa, su abrupto final. Rashe, cómo sus ojos se fueron cubriendo por un velo de amargura y su semblante se tornó severo, su mirada perdió el resplandor que la animaba cuando lo que nos unía fue destruido. Aricia, el continuo sufrimiento de su corazón, el que debió hacer presa en ella y destrozarla después de que le diera de lado cuando tuve que elegir. Drakoon, que me lo dio todo, que quería tener hijos... a quien no dejé llegar más dentro de mi y acabó desapareciendo de la Guardia, de nuestras vidas, frustrada, abatida y cansada. ¿Cuanta gente se ha destruido a si misma por amarme? ¿Cuanto daño he causado por no poder dar más de lo que doy, aunque ellas puedan ver que hay más y arañen la superficie, golpeen la puerta desesperadamente sin poder echarla abajo? No quiero más de eso. Ya hace tiempo que he renunciado, y querer a Elhian no era difícil cuando pensaba que me despreciaba. Pero ahora me encuentro con esto... y levanto las defensas, alzo el escudo para protegerla de mi, para protegerme de ella.

- ¿Y quieres decir que tengo que enterrar este sentimiento porque me vas a hacer daño? - dice finalmente, volviendo el rostro hacia mí. - ¿Quieres decir que tienes que cortarlo tú de raíz porque me va a doler?
- Si, eso es lo que quiero decir exactamente.
- Estoy muerta, Ahti - me mira, como si tuviera que explicarle las cosas a un niño. - Apenas albergaba más sentimientos que la ira y el desprecio hasta que te conocí a ti. Ahora tengo algo que me duele y me domina, que hace que sienta viva mi alma dentro de este cuerpo muerto. Conozco el amor, a pesar de la muerte. Y me dices que tenemos que parar esto porque me dolerá... ¿Es que no ves que toda mi existencia era dolor hasta ahora? Olvidé mi pasado. No tengo futuro más que seguir prevaleciendo en este mundo, sola. Si puedo disfrutar de esto hasta que termine, ¿por qué me lo niegas? Puedo soportar mucho dolor. Yo no le temo a eso.
- Me han dicho cosas parecidas otras veces - replico, calmado, intentando que mis palabras no sean secas y rudas, tampoco demasiado suaves. - Y luego todo se ha ido a la mierda, y he visto los estragos de ese sufrimiento. No quiero verlo de nuevo, no quiero hacerte eso a ti.
- Pues no me lo hagas - replica, mirándome.

Elhian es fuerte. Ha pasado por mucho, está claro, no es ninguna novata. Pero aun así, creo que no sabe del todo de lo que habla... no ahora.

- Elhian, no... - empiezo, meneando la cabeza.
- Quiero tu puto dolor. Si me vas a destrozar, sea, pero no pienso renunciar a esto. Y te exijo que tú tampoco lo hagas. Da la cara. No me hagas esto sólo por miedo a que no pueda aguantarte.

Cuando camina hacia mi, aún doy dos pasos hacia atrás, y los brazos fríos se enredan en torno a mi cuerpo, abrazándome. La mejilla de Elhian, la renegada, hechicera del hielo más gélido, se aprieta contra mi pecho. No quiero responder. Debería apartarla con suavidad y decirle que es lo mejor para los dos, pero no puedo. Aunque sé el final de la canción, tengo que cantarla otra vez, tengo que oírla de nuevo, hasta que se termine y vuelva el silencio. Así que la abrazo y dejo escapar el aire entre los dientes.

- Me dijiste que no perdiera la esperanza - insiste - Me dijiste que era hermosa, que merecía ser amada, que siempre existía esa luz en todas partes. ¿Era mentira eso?
- No, no lo es - miro alrededor, buscando aún una escapatoria. No la hallaré. Elhian ha cazado al oso, y parece muy dispuesta a domarlo. Rezo por que lo consiga y sus fauces no la destrocen, porque ella es testaruda, y sé que nada de lo que diga le hará cambiar de opinión. Siempre gana, maldita sea.
- Pues tú eres esa esperanza, la Luz que yo quiero.
- El fuego siempre quema - susurro, una última advertencia desesperada.

Pero Elhian levanta el rostro y me enfrenta, sin un ápice de vacilación en su semblante.

- Entonces, hazme arder.

Es algo que sucede a veces. No es la primera vez que veo esto, tampoco la primera vez que lo vivo. Mientras nos abrazamos sobre el montículo de césped tierno, observo a los hombres de paja, como fuegos fatuos que nos miran, sonriendo con cierta malevolencia. Desde tiempos inmemoriales, las polillas han flirteado con las llamas, se han acercado hasta deslumbrarse con su luz, y finalmente, se han consumido, calcinadas por el beso ardiente al introducirse en ellas. La luz es un faro de esperanza, puede ser una estrella guía, pero también ciega, también incinera. Puede sanar y condenar. Puede impulsar la vida o cercenarla. Como polillas alrededor de una lámpara, la gente que me quiere suele deslumbrarse y acaban inmolándose, solo que las jodidas lámparas tienen la puta suerte de no sentirse culpables después.