miércoles, 30 de diciembre de 2009

LXXIV - Luces del Norte (II)

Los cargamentos de armas y provisiones fueron depositados en un rincón y los porteadores regresaron hacia la zona de desembarco, donde los grifos y los dracos dorados iban y venían bajo la atenta mirada del maestro de vuelo. El Cruzado Erelien, ajustándose el tabardo, anotó las dos últimas entregas y suspiró quedamente, volviéndose hacia su compañera, una humana de cabello castaño, rostro pecoso y mirada pícara.

- ¿Aún no ha llegado nadie, Lenore?

La muchacha negó con la cabeza, sacudiéndose los copos de nieve de la bruñida armadura.

- Nada. Una parte de las fuerzas sigue atrapada en Zul'drak, aún no consiguen abrirse paso.
- Bueno... lo conseguiremos - replicó el elfo, mostrando una ancha sonrisa. Cubrió el pergamino con la capa y se lo tendió a su compañera, que se inclinó para anotar con el carboncillo su propio recuento de suministros. Acto seguido, se dirigieron hacia las tiendas, donde el sacerdote atendía a los heridos.

Erelien era uno de los más veteranos combatientes de la Cruzada Argenta. Había sido instruido como Caballero de Sangre y formado parte de los escasos elfos que abrazaron la causa del combate contra la Plaga en el amparo del Alba Argenta. Recordaba con claridad el día en que las hordas del Azote se abalanzaron sobre la Capilla de la Esperanza de la Luz y la aparición de Lord Tirion Fordring, alto y poderoso, en auxilio de los argentas. Los sucesos que tuvieron lugar aquel día habían dejado una profunda huella en su alma, que le había hecho volverse por completo hacia aquella Luz intensa y vibrante que resplandecía alrededor del hombre de grises cabellos, el fundador de la Cruzada que pondría, estaba seguro, fin a la amenaza constante de la Plaga. La enfermedad más terrible que el mundo había sufrido estaba más cerca ahora de encontrar su vacuna, y esa certeza ardía en su corazón desde el momento en que escuchó las palabras del Alto Señor.

Fue de los primeros en jurar lealtad, y desde entonces, había seguido al paladín de la Mano de Plata con una fe plena, que no ciega, en la causa que abanderaba y en las decisiones que tomaba. Y el lugar en el que se encontraban, la Vanguardia Argenta, era prueba de que realmente, como solía decir su Señor, la fe en la Luz lo hacía todo posible.

Habían levantado aquel fuerte con sus propias manos. Las trincheras y las almenas, los cañones, las tiendas blancas que recogían a los heridos en su interior y cuyas lonas se agitaban bajo la ventisca, el alto torreón de piedra que se alzaba entre la nieve y los muros que les separaban de los insidiosos nerubian. La guerra era un hecho, y no podían bajar la guardia. Pero sus logros, innegables, brillaban con esplendor y sólo hacía falta contemplar los blancos estandartes, con el sol brillante en su interior. Podían verse desde la lejanía, actuaban como faros para aquellos que buscaban la esperanza... y allí la encontraban, él lo sabía. A los mismos pies de Corona de Hielo, asediados por sus enemigos, la Cruzada Argenta no descansaba, jamás se apagaba.

- Dicen que los nerubianos atacarán otra vez - comentó Lenore, mientras paseaban entre las tiendas, extendiendo las manos para bendecir a los heridos. - Varios camaradas han sido atrapados cerca de la brecha. Cada vez que conseguimos abrir paso, vuelven a cerrarla con sus hilos.

Erelien asintió, con un suspiro, y volvió la vista hacia lo alto del asentamiento. Tirion y el Vigía de Ébano, aquel extraño caballero embozado, conversaban en lo alto, con la mirada fija en el muro rocoso donde los arácnidos pululaban. La Crematoria destellaba entre la neblina de la mañana.

- Llevan varios días buscando una solución. ¿Sabes si ha regresado la división de rescate?

Lenore negó con la cabeza.

- Nada todavía. Partieron al amanecer, no les esperamos hasta medio día aproximadamente.
- Bien, no creo que...
- Mira. Jinetes.

Lenore señaló hacia la pendiente nevada, al otro lado de las tiendas. Frunció el ceño con expresión de sorpresa y ambos cruzados se acercaron al camino. Erelien parpadeó y entrecerró los párpados. Dos jinetes ascendían, sobre sendas monturas, que resollaban y trastabilleaban en el ascenso. Una de ellas tenía los cascos inflamados en llamas, y las crines eran puro fuego anaranjado, visible desde la distancia. El otro era un destrero sin'dorei. Y los dos elfos que las guiaban, uno rubio y otro moreno, portaban el tabardo del Alba Argenta.

- ¿Vendrán de Zul'drak? - preguntó Lenore, mirando de reojo a su compañero. Erelien negó con la cabeza, entrecerrando los ojos.
- Creo que no. Si aún llevan el tabardo del Alba, no pueden venir de Zul'drak. Creo que...

No pudo terminar de hablar. Los jinetes habían acelerado la marcha y ascendían, maltrechos y heridos pero sin detenerse, con la vista fija en la cúspide de la fortificación, donde el Alto Señor y su compañero oscuro conversaban. Cuando pasaron junto a ellos, Erelien arqueó ambas cejas. El elfo moreno tenía cuernos, y algunas runas glaucas relucían en su rostro. Y el otro, que apenas se giraba para saludar a los combatientes y las patrullas, le deslumbró por un instante con la expresión de su rostro.

Frunció el ceño y les siguió a distancia, mientras desmontaban. Casi se le cayó la mandíbula al suelo cuando les vio desmontar y acercarse a trompicones a Lord Tirion, ante la mirada extrañada de los demás soldados. Erelien apretó el paso, algo indignado. ¿Quiénes se habían creído que eran esos dos tipos para interrumpir al Alto Señor?

Sin embargo, cuando alcanzó el centro de mando, se detuvo en seco. El Comandante Entari había salido al encuentro de los dos recién llegados, y vio cómo el elfo rubio le entregaba una libranza sellada con el lacre del sol de ocho puntas.

- Se presenta Rodrith Astorel Albagrana - declamó, golpeándose el pecho con el puño e inclinándose levemente. No le temblaba la voz, pese a los jadeos entrecortados, y las palabras sonaban firmes, vibrantes. - Soldado del Alba Argenta, paladín y ahora al servicio de la Cruzada.
- Theron Solámbar - dijo el elfo de los cuernos, saludando del mismo modo - Combatiente del Alba Argenta.

Entari rompió el lacre y leyó el pergamino, luego les miró a ambos. Erelien arqueó la ceja ante la intrépida y casi desafiante manera de presentarse de aquellos dos tipos, que pese a mantenerse erguidos y dignos, parecían al borde de la extenuación, a juzgar por la sangre que manchaba la armadura de uno y la toga del otro. "¿Ahora al servicio de la Cruzada?" se dijo, perplejo. "Antes tendrán que ganárselo".

Sin embargo, cuando la mirada ambarina se paseó por el lugar sin arredrarse, se detuvo en el Comandante, después en Tirion y el Vigía y por último en él, la llama que ardía al fondo de los ojos dorados le hizo tragar saliva. Erelien era un cruzado veterano. Había visto mucho y vivido mucho. A estas alturas, sabía reconocer la Luz, y la vio con claridad en el sin'dorei, así como la propia llama decidida, avivada bajo el resplandor reflejado de su compañero, en el elfo de los cuernos.

- Id a descansar - replicó el Comandante, asintiendo. - Soy el Comandante Cruzado Entari, bienvenidos a la Vanguardia Argenta. Reponeos y volved a verme al caer la tarde. Veremos qué tengo para vosotros.

Los recién llegados asintieron y volvieron a inclinarse levemente. Luego se dirigieron a trompicones a las carpas de los heridos, donde Lenore contemplaba la escena desde lo lejos, con una mano en la cadera y el rostro ladeado.

Quizá ya se lo habían ganado, decidió, mientras les veía caminar entre el tintineo de la armadura destrozada y el roce de la toga rasgada que arrastraba el brujo sobre la nieve. Y si no lo habían hecho, no tardarían en hacerlo.

1 comentario:

  1. Es que me los imagino a la perfección, llegando destrozados y todo dignos.

    :)

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