jueves, 26 de noviembre de 2009

LXVI - Guerra abierta: Reconocimiento

Invierno

Joder, Theron, dame TIEMPO

No hay otra respuesta que el zumbido ansioso, descontrolado y depredador en su mente. Avanza como un torbellino de sombra y fuego, con el bramido del demonio en la garganta cuando la metamorfosis hace presa en él, dejando a su paso cadáveres calcinados. Cadáveres de cadáveres, si. Luchamos contra muertos sin cerebro que deambulan en torno a piedras necróticas. Luchábamos, si no sano pronto a este jodido brujo de los cojones. Aqui viene otro zombi. Le sujeto por el cuello con una mano, respirando agitadamente mientras él balbucea incoherencias de plagoso retardado.

- ¡Te esperas! - exclamo a la aberración, extendiendo la otra mano hacia el demonio púrpura de tres metros de alto que se divierte desmembrando carcasas. Canalizo un destello bastante considerable, le sana y le hace gruñir y a mi me arranca una sonrisa maliciosa completamente fuera de lugar. Me giro hacia el necrófago pataleante que intenta morderme las placas. - Bien, ya estoy contigo, rey.

La cabeza del necrófago sale volando, cercenada, al tiempo que su cuerpo prende en las llamas consagradas. No me explico cómo he podido arrancarle la cabeza de un mazazo. O se la cosieron muy mal, o es verdad que soy un pelín bruto. Bien, no tengo tiempo de meditar. Me interno en medio de la marabunta de muertos con el tintineo de las placas acompañándome, resollando a causa de la tensión y la concentración. Theron está dando cuenta de un grupo, pero quedan algunos deambulando. Démosles un sentido a su existencia antes de acabar con ella.

- ¡Vamos, hijos de perra! ¡Venid con PAPÁ! - exclamo, con una risa descontrolada. La energía fluye, les golpea en un estallido cuando salto sobre ellos. Me hierve la sangre. Se me enreda la luz en las venas, en el corazón que bombea con violencia, no la puedo contener. Como la ira, como la rabia, se desata. Y en lugar de agotarme, parece enervarme más y más cuanto más la hago reventar. ¿No tiene fin? No lo sé.

Los escudos son para protegerse. ¿Si? Llevo la contraria a esa afirmación rematando a un enemigo podrido y gorgoteante que patalea sobre el suelo, rebanándole el cuello con el canto metálico. Las mazas son para golpear. ¿Si? Si. No tengo nada que añadir a eso. La luz es para sanar. ¿Si? Que se lo digan a estos. El sello me eleva, casi me hace poner los ojos en blanco cuando lo invoco, la Cólera Sagrada activa todas las partículas de energía y las engarza, las enciende haciéndolas vibrar. Dioses, el constante tintineo en los oídos, el fragor lejano de lo que me imbuye y me abraza. Tormentas que me hacen temblar por dentro. Soy una jodida tempestad.

Tengo tres alrededor. Uno ha conseguido golpearme, me sangra un costado. Se lo hago pagar reventándole el cráneo con un golpe seco. Meto los dedos en las cuencas de los ojos y desato un exorcismo, mientras tiro de las Fuerzas Divinas para incendiar el suelo a mis pies. Una flexión de voluntad y la sentencia se precipita sobre el otro necrófago, que exhala un aullido aterrador. Los cuerpos desmembrados, humeantes, caen a mi alrededor. Queda uno.

- ¡Aquí, desgraciado! ¡Hoy vas a cenar polvo! - escupo, rechinando los dientes. Me arrojo sobre él y no se muy bien qué estoy haciendo, tengo su brazo en la mano, chorreando sangre negra. El otro, aún pegado a su cuerpo, intenta arrojarlo hacia mi rostro, las uñas amarillas y afiladas silban cerca de mis ojos. - Cabronazo, muérete ya

Extiendo los dedos y dejo que fluya el violento latigazo, eléctrico y convulsivo del Choque Sagrado. El no muerto comienza a temblar sobre el suelo, reventando al fin con una lluvia de sangre negra. Me aparto rápido, me limpio con la bendición de la Luz y me sacudo el tabardo, jadeando.

Ahora te he dado tiempo, mamón


Theron aguanta como puede. La metamorfosis se ha disipado y su cuerpo enfundado en la toga se escurre entre las manos de los esbirros de Arthas. Recula sin dejar de invocar, la voz susurrante se escurre, maliciosa, tajante, venenosa, provocando chasquidos cuando la sombra brota de sus manos en proyectiles resonantes que golpean a sus perseguidores.

Vale, está bien que me des tiempo, pero avísame también. Estaba entretenido.


El brujo me gruñe cuando le protejo con el escudo de luz pálida y curo sus heridas en dos gestos breves. Avanzo hacia los restos de los atacantes y entre los dos, terminamos con el baile en unos segundos.

- ¡Mas, más! - va gritando él, dando vueltas alrededor mía mientras recojo los fragmentos de piedra necrótica de los cadáveres. - Vamos a otro. Vamos a otro. ¿Cual es el siguiente? Seguro que ya hay combatientes allí. Deberíamos ser los primeros.
- Calla, histérica. Ahora vamos. Coge las piedras.
- No soy una histérica, tú eres una histérica.

Jadea y corretea hacia los cadáveres, les arranca sus pertenencias. Estoy guardando los fragmentos de roca en la faltriquera cuando le noto tambalearse. El bajón está a la vuelta de la esquina. Me despojo rápidamente de mi propia excitación y no le quito ojo mientras termino de despojar carcasas.

- Mira Ahti, más cartas. - murmura, oscilando sobre sí mismo y observando un papel viejo. - Son de los soldados caídos. ¿Crees que son estos?
- Mmm, no lo sé. Es posible.

Estoy observando la superficie púrpura y quebrada del fragmento que tengo entre las manos, reconcentrando mi energía y soltando los últimos estambres que me sostienen en tensión para abandonar el estado de combate. Estamos en Cuna del Invierno. Otro ziggurat ha caído. Llevamos días sin parar, días enteros sin detenernos, arrasando cada una de las posiciones del Rey y cortando sus alas. Empiezo a pensar que Theron está llegando a su límite, lo cual hace que no me preocupe cual es el mío.

- Voy a guardarlas.
- Bien, guárdalas. Seguro que pueden hacérselas llegar a los familiares. Vamos al vuelo. - añado, poniéndome en pie. - Deberíamos regresar antes de que te caigas desmayada como la nenaza que eres.
- ¿Alguna vez te has ido a medir la capullez? Seguro que es tan grande como tu ego, por lo menos.
- Si, mi ego es enorme - replico, agarrándome la entrepierna y haciendo un gesto obsceno mientras escupo al suelo. - Larguémonos.

Invoco la montura y Elazel aparece, relinchando y cabeceando. Cuando salto sobre su lomo me doy cuenta de que, aunque no sienta el cansancio, mis músculos se están empezando a resentir. Podría sonar prepotente, pero es cierto, no suelo cansarme. El agotamiento sólo me sorprende de cuando en cuando, de una forma fugaz y violenta que impide que me de cuenta. Me tumbo y me quedo dormido inmediatamente, como si me hubieran golpeado en la nuca. Pero no será hoy, no será ahora.

Estamos de celebración. Lucimos nuestros tabardos negros con el sol plateado en la pechera, que parece brillar como una estrella de reconocimiento merecido. Lo estiro sobre las placas, impecable, brillante. Limpio las manchas de sangre plagosa con cuidado mientras viajamos hacia los Reinos del Este, y cuando al fin, tras horas de trayecto y tan nervioso como un adolescente antes de revolcarse por primera vez, me presento delante del intendente, acompañado por mi brujo, no puedo evitar levantar la barbilla e hincharme como un pavo.

Mi actitud se vuelve solemne y grave cuando entregamos las piedras. Muchísimas piedras. El humano las cuenta y nos mira con una ceja arqueada, quizá un poco extrañado de que solo seamos dos. Se fija en los cuernos de Theron y le mira el tabardo, luego me mira a mi.

- Buena caza, hermanos. ¿Queréis algún suministro?
- Un estandarte, por favor. - respondo, inclinando la cabeza levemente.

El intendente se dirige hacia una de las cajas y nos entrega el pendón enrollado, atado con un cordel blanco. Me sudan las manos al cogerlo. Y me da un escalofrío absurdo cuando el tipo me mira la insignia. Pone mi nombre.

- ¿A quién se lo apunto? - pregunta, empuñando la pluma.
- Rodrith Albagrana y Theron Solámbar - digo yo.
- Del Alba Argenta - dice él.

Los dos sonreímos como tontos, algo entusiasmados. El tipo asiente y escribe nuestros nombres, con una breve sonrisa, y cuando nos dirigimos hacia los comerciantes de bebida y alimentos, empujándonos y molestándonos como dos adolescentes atontados, le oigo de lejos, casi en un murmullo.

- ¿Estos no son los del Barón?