domingo, 29 de noviembre de 2009

LXIX - Interludio: Aquello de lo que no hablamos

Rémol

Lemgedith me tiende los caramelos con esa sonrisa fría y extraña, falsa, achispada por un brillo curioso. Detrás suya, Erithelain, el sacerdote, me mira con una expresión mucho más reconocible. El resplandor centelleante de los celos y la frustración.

- ¿Y ésto? - pregunto, cogiendo los dulces y arqueando la ceja con cierta altanería.

Estamos sentados en la taberna, con los pies estirados sobre la alfombra, bebiendo bourbon y hablando de nuestras cosas. El Arconte ha entrado seguido de su perrito faldero, ese sacerdote afeminado y lánguido que, según lo que he podido descubrir, bebe los vientos por él. No sé si ha conseguido ya llevárselo al huerto, y no es que me importe, pero sé que al meapilas le molesta que su muerto me sonría y me ofrezca tributos de chucherías. Lo disfruto maliciosamente, mirando al joven renegado con semblante de rey satisfecho con sus vasallos.

- Vos disfrutáis aun de los placeres de la vida, pensé que os gustaría.

Qué galante, ¿verdad?
Oh si. Consideraré estos caramelos como un sacrificio digno.


Desenvuelvo una chocolatina, asintiendo levemente, y le doy un mordisco, sin apartar la mirada del Arconte. Cuando la galleta cruje entre mis dientes, me parece que su único ojo me observa con cierta fascinación disimulada.

- Siempre me he preguntado qué llevas debajo... del parche - comento, masticando la golosina.
- No creo que de verdad queráis saberlo.

Lemgedith toma asiento frente a nosotros, y el sacerdote nos mira a todos alternativamente, antes de sentarse junto a él, bajando la vista con cierta decepción. Sé que se siente desplazado y fuera de lugar, y que le irrita la escasa atención del Arconte. Más aún cuando, la poca que presta a los vivos, se vuelca ahora sobre mi, el paladín engreído que amenaza con enjaular a su pájaro. Vale, soy un cabrón, pero me divierto con esto.

- Oh, sí que quiero. Me interesa ver todo lo que tapas.
- ¿Todo?
- Absolutamente.

Theron levanta los pies y me los pone sobre las piernas, en un gesto algo brusco. Destinado a molestarme, sin duda, pero no le hago el menor caso ahora.

- ¿Viajaréis al norte? - pregunta repentinamente Erithelain, tratando de desviar la conversación, mientras el Arconte y yo nos medimos, mirándonos fijamente. O al menos eso es para mí, un pulso.
- Claro que viajaremos al norte - dice Theron, rebuscando en la faltriquera la pipa y llenándola con algo de olor almizclado y que me provoca un estremecimiento de repugnancia cuando la enciende.
- ¿Y tu, Arconte? ¿Vas a unirte a la ofensiva en Rasganorte o te quedarás aquí?
- Aún no lo sé - replica, inmóvil, inexpresivo. - ¿Es de vuestro interés?
- Claro que lo es. Me gusta preveer nuestros encuentros, suelen ser muy estimulantes.
- La muerte me priva de todo estímulo, pero me alegro que lo sean para vos.

Erithelain aprieta los dedos sobre la toga, y Renée mira alrededor, desdeñosa, alejándose unos pasos. No le gustan las conversaciones banales, menos aún las que solemos protagonizar con el caballero entre los muros del Mesón la Horca.

- Hasta para los muertos hay estímulos. Si no, no caminaríais entre nosotros - replico, dando otro mordisco a la chocolatina. El ojo del Arconte destella de nuevo y se pasa la lengua por los labios.
- Todo depende de lo que uno quiera mostrar a los demás. Yo conozco muchos juegos, y sé usarlos.
- ¿Eres buen jugador, Lemgedith?
- Lo intento - de nuevo la sonrisa vacua.

¿Estás flirteando?

Theron aspira una calada con fuerza y me suelta el humo en la cara. La vaharada picante y agria inunda mis fosas nasales, despertándome un rechazo inmediato. Molesto, vuelvo el rostro hacia él con cierta hostilidad, y los ojos glaucos, encendidos, me atraviesan con una mirada burlona y algo más, un matiz que no consigo captar.

No estoy flirteando, capullo. Y deja de molestarme.
Estás flirteando. Admítelo
Esto no es un coqueteo adolescente, chaval, es un pulso, ¿entiendes?


- Me pregunto cómo acabará la partida - prosigo, tornando de nuevo la atención hacia el Arconte.

Erithelain mantiene la cabeza baja, de cuando en cuando nos observa disimuladamente con los labios apretados.

- Es más "estimulante" cuando las cartas no se descubren, ¿no es así?
- Sin duda, lo es. Yo juego con ellas boca arriba - replico, sonriendo a medias y lamiéndome los dedos.
- Y sin embargo, eso os expone. ¿No os asusta?
- ¿Por qué debería asustarme? - sonrío con malicia, pasándole un trozo de chocolate al brujo. Theron se lo lleva a la boca, observando a Lemgedith con algo que se me antoja un destello triunfal. - Se expone quien puede. Y sin embargo, tú mantienes tus cartas boca abajo. Quizá tengas miedo tú.
- Estoy muerto, ¿qué podría temer?
- Eso me pregunto yo.

Un hormigueo de excitación me recorre la columna cuando compruebo que el joven Perro de Sylvanas ha mudado su semblante con una nota mucho más severa, algo tensa. El humo de la pipa del brujo vuelve a golpearme el rostro, sus talones se clavan en mis piernas. Aparto las botas de mi regazo con un golpe seco, y la mirada verde me atraviesa con desdén infinito.

Para ti es un pulso, para él es un coqueteo. Mírale, es penoso
A mi no me lo parece
Deja de buscar un rival digno donde no lo hay
Me da igual si es digno o no, solo quiero aplastarle y que asuma su lugar.
Espero que no le de por revolverse y subírsete a la espalda. En todos los sentidos.


El comentario mental de Theron aumenta mi irritación. Afortunadamente, el Arconte considera que ha sido suficiente, y se marcha, seguido de su vasallo, quien me dedica una última mirada de celos. Le guiño un ojo, sonriendo con suficiencia, y chasqueo los dientes un par de veces en su dirección. El elfo corre detrás de su objeto de deseo, huyendo de mi ademán depredador.

- Nadie va a subírseme a ninguna parte - espeto secamente, cuando desaparecen, y le arranco la pipa de la boca al brujo, tirándola a una esquina. - Que sea la última vez que me echas esta porquería a la cara. A mi nadie se me sube a ningún sitio, ¿te enteras?

Arquea la ceja, desdeñoso, y se levanta para recogerla. Cuando vuelve, me escupe una nueva nube de humo sobre el rostro, con una sonrisa maliciosa. Lo que me faltaba. El brujo se me chotea.

Arrugo el entrecejo y le sujeto por la muñeca para que no pueda seguir fumando esa guarrada. Estoy seguro de que sólo lo está haciendo por joderme. Mierda. No entiendo esa manía con molestarme de cuando en cuando y poner a prueba mi paciencia.

- Alguna vez tendrá que ser la primera.
- No habrá primera ni segunda. Déjalo ya.
- Alguna vez bajarás la guardia.

Meneo la cabeza y le suelto la mano. La tensión empieza a acumularse en mis músculos, la tormenta en mi estómago, y empiezo a temer las consecuencias de esto. De esto de lo que no hablamos nunca, de esto que sé que viene, se acerca a largas zancadas, y no sé donde meterme para huir de ello, porque me está desafiando. Me desafía.

- ¿No sabes donde están los límites? - le susurro, casi dolido - Parece mentira que no te hagas ya una idea
- Sólo estoy jugando

El intercambio de provocaciones con el Arconte minutos antes pasa a un segundo plano. Ahora todo lo que importa es afianzar las cadenas, evitar que vuelva a salir lo que sé que ha despertado dentro con el desafío del brujo. El mesón está desierto, y sé que mi única escapatoria es marcharme.

- ¿Por qué coño no hay nadie? - pregunto - ¿Dónde están los demás?

Le escucho reírse de mi tribulación, lo cual no ayuda. Las cadenas se tensan en mi interior, con el orgullo herido.

- Te torturas demasiado – dice con suavidad y un toque de burla.
- Igual es eso – respondo inexpresivamente.

Hemos tenido esta conversación otras veces.

Se agita en mis entrañas. El hambre. La ira. La tormenta. El oso.

- Eres absurdo.
- Ya basta - Mi voz es grave, seca y tajante. El ceño fruncido, la espalda en tensión. Le estoy enviando un mensaje claro. Déjalo ya.

Me arroja los guanteletes una y otra vez, y me contengo, me contengo. ¿Es que no comprende que no quiero hacerle daño? Nunca llegaré a entender por qué hace esto. Quizá es una manera retorcida y maliciosa de putearme, porque los dos sabemos que este camino sólo lleva a un fin, y que a ese fin le siguen los remordimientos atroces y el silencio.

Aquello de lo que no hablamos es algo que creo que ninguno entendemos. Pero que nos libera unos instantes para luego ahogarme a mí y desampararle a él. Aquello de lo que no hablamos es algo que sucede a veces, cuando se rompen esas tensas sujecciones que mantengo dentro de mi y me llevan a convertirme en el monstruo despreciable que tanto odio.

- Sigues teniendo miedo de ti mismo.
- Si, lo tengo. Y el problema es que tú no lo tienes.
- Puedes controlarlo todo, ¿qué es lo que temes?

Se niega a comprender la advertencia, todo lo contrario. Le espolea más. Maldito sea, ¿por qué nos hace esto? No quiero permitirlo. No voy a permitirlo. Pero el muy cabrón conoce las cuerdas para pulsar, y yo ahora tengo dos opciones. Marcharme ahora, sin perder un minuto más, o dejar que recoja los frutos de lo que siembra. Retribución.

- Si puedes tomarlo, es que es tuyo, ¿verdad? - insiste

Él se lo ha buscado
Hambre. Retribución. Martillo de Justicia.

Ahora ya no oigo nada, la voz que me canta lo que es correcto cuando me parece estar jodiéndola hasta el fondo, siempre se calla en estas ocasiones. Solo el fragor de la tormenta resuena, mientras Aquello de lo que No Hablamos tiene lugar. Le arrastro, inconsciente, hasta el exterior, le arrojo entre los árboles, cerca del lago, fuera de la vista de ojos indiscretos. Me escupe y le golpeo, y me alzo, rugiente, para imponerme a aquello que me reta y ocupar el lugar que me corresponde, marcar los límites y poner jodido, puto orden de una vez.

- ¡Cabrón! ¡Suéltame, cabrón!

La sangre infecta corre entre mis dientes, mis manos apresan las extremidades de la víctima, pasan las imágenes ante mis ojos ciegos mientras el Oso me arranca las cadenas, pierdo las riendas y la tormenta se desata. Compañeros de armas. Amigos, camaradas. Nos veo combatiendo codo con codo, nos veo recorriendo los mundos, combatiendo por lo que es correcto, compartiendo un vínculo estrecho que no entendemos, igual que no entiendo esto. Esto no se le hace a los amigos. Pero el oso no necesita entender. Se conduce como la situación requiere, y ahora da cuenta de lo que debe, mientras yo me quedo atrás, perplejo, rechinando los dientes y llevándome las manos a la cara porque no puedo detener lo inevitable. Y porque no comprendo por qué no lo detiene él. "Párame", quiero gritarle. "Puedes hacerlo, detenme, joder". Convertido en mero espectador, le oigo chillar, le veo debatirse entre las garras del depredador.

- ¡Hijo de puta, suéltame! ¡Basta! ¡Cabronazo! ¡No!

Y deja de chillar. Y todo transcurre, las fuerzas tiran de nosotros y nos absorben en el torbellino giratorio de una gravedad universal que se escapa al conocimiento de simples mortales como nosotros. Sólo puedo abandonarme. Yo no puedo evitarlo. Él no puede pararlo, y además, lo ha provocado.

Aquello de lo que No Hablamos, no sé lo que es. Es un intercambio y es una batalla. Es una guerra que se convierte en una extraña paz, cuando el brujo se rinde y el oso ruge, algo tiembla dentro y me veo a través de sus ojos. Aquello de lo que No Hablamos hace que todo deje de importar por un momento. Detesto el camino de ida y el camino de regreso que tienen lugar antes y después de ese momento, cuando el universo parece detenerse y me embarga una extraña sensación de plenitud, aderezada por un poso de nostalgia. Es entonces cuando me aferro a la carne lacerada por mi mano, castigada por las fauces del oso, y el cuerpo destrozado bajo el mío se aferra a mí como si no tuviéramos ningún otro asidero.

No me sueltes
No me sueltes


Porque Aquello de lo que No Hablamos, aunque sea horrible, también es un alivio. Cuando estalla, arrasa todas nuestras preocupaciones, devora el miedo y hace que las heridas dejen de doler. Es un refugio al que se accede por senderos abruptos, y no entiendo una puta mierda. Pero cuando caigo exhausto y casi inconsciente, el destello de una certeza sobrevuela mi pensamiento por un instante fugaz.

Hay cosas que se reconocen en el silencio. Hay cosas que no se entienden si no se experimentan, que no pueden ser explicadas con palabras, etiquetadas ni contenidas en algo tan vano como el lenguaje. Se recitan con el idioma de la inevitabilidad, con los gestos y las sensaciones intensas y contradictorias que caen sobre la razón, anegándola hasta hacerla desaparecer. Y esto de lo que no hablamos, sea maldición o bendición, a mi pesar sé que es inevitable.

Cuando recupero el sentido sobre la hierba aplastada, bajo la caricia helada de la brisa, mi amigo, mi compañero de armas, mi brujo, aún está encogido con los ojos cerrados. Su mente es un espacio en blanco de paz, calma y armonía. Me permito maldecir entre dientes un momento y le echo la capa por encima, acogiéndole entre los brazos para regalarle algo de calor. Se pega a mi cuerpo, mascullando algo en sueños, y suspira.

Aprieto los dientes y miro las briznas de hierba, que ahora me parecen irreales y extrañas. En la quietud de la noche, intento no pensar, hasta que el sueño me lleve y deje de hacerme preguntas que no consigo responder.

LXVIII - El Rey de Rémol

Rémol - Otoño

Entrada la noche, el Concejo de Rémol está vacío. Tampoco es que hierva de actividad a mediodía, pues para los muertos no existen las prisas, el bullicio es señal de malos presagios y no hay nada mejor que un viejo edificio vacío que nadie usa y que nadie debería usar para nada. Los renegados son así. Hace tiempo que intento entenderlos, pero es harto difícil empatizar con la mayoría de ellos. No desean empatía, no quieren ser conocidos, y pese a verse obligados a seguir habitando este mundo, no quieren saber nada de él. Creo que lo desprecian, se desprecian a sí mismos, lo desprecian todo. Sus vidas están movidas por el odio, lo cual no me parece del todo mal, aunque lo considero un argumento muy pobre para perpetuar una existencia. Pese a todo, útil.

- Deja de quejarte de una vez, ¿qué mas te da? - me espeta Elhian. Estamos discutiendo, como es habitual en nosotros.
- No me estoy quejando. Solo digo la verdad, estoy cansado de tirar de este carro solo.
- Tú lo elegiste. ¿Por qué lo hiciste si no te ves capaz?

Hablamos sobre la Guardia del Sol Naciente y el tedioso esfuerzo que me veo obligado a hacer para sacarles de su letargo y tirar de ellos hacia nuestros objetivos. Elhian, nuestra renegada, una de las pocas que se unió a la Orden pese a "estar llena de elfos", cree que me dejo llevar por el hastío. Y no le falta razón, en parte.

- No se trata de eso. Soy capaz de mover lo que haga falta si es necesario, pero ya llevamos un año, un año juntos. Esperaba algo de entusiasmo, de compromiso. Y sólo encuentro lealtad ciega y soldados que esperan órdenes.
- ¿Y qué pretendes, Ahti?
- Mentes independientes. Compromiso individual. Participación - espeto con sequedad, contagiado por el carácter amargo y el reproche de sus palabras. - Si quisiera esclavos o carcasas sin pensamiento propio, si quisiera mercenarios, los compraría con el dinero de Theron. Pero no somos jodidos mercenarios.
- Quieres una igualdad que no existe. ¡Usa lo que tienes y llévanos hacia adelante! - me replica, encarándome.

Elhian es una mujer fuerte. Probablemente más fuerte que yo en muchas ocasiones. Su determinación es tan profunda y consistente como la amargura que adivino al fondo de su mirada pálida. La no muerte la trató bien, hay pocas marcas de degradación física en ella, y exhala un extraño aroma a flores muertas que no me resulta desagradable. El rostro ovalado me recuerda al reflejo marchito de una flor antaño hermosa y brillante, que languidece, seca, entre el polvo del camino. Sin que nadie recuerde su belleza, sin que ella misma la quiera recordar. No sé como fue Elhian antaño, pero sé como es ahora. Y la consistencia de su espíritu se ha convertido, con el paso del tiempo, en un apoyo irremplazable para mi, así como sus continuos acicates me motivan en cierto modo. Como yo, es experta en motivar pateando los traseros de los demás, solo que ella cuenta con la maestría que le aporta su carácter malhumorado.

Creo que el nombre de renegados les viene al pelo. Están renegados de todo, estos muertos.

Sonrío a medias y suelto una carcajada. Elhian se cruza de brazos, enfadada. Siempre lo está, ¿y cuando no?

- Supongo que tienes razón.
- Siempre tengo razón - declara, cortante.
- Siempre no. Pero muchas veces, sí.
- Pues déjate de niñerías y haz lo que tienes que hacer. ¿Cuándo partiremos hacia el Norte?
- En cuanto los zepelines estén preparados - replico, recostándome en el banco de madera. - Ya hemos informado a los demás. Solo falta que acudan, y no libremos la batalla solos.
- No la libraríais solos si echárais un vistazo de vez en cuando a la gente que tenéis alrededor - replica de nuevo, mosqueada. - Os comportáis como si no existiéramos.
- Eso no es cierto.
- Lo es. Somos invisibles.

Detecto el rencor en sus palabras y me encaro con ella de nuevo, frunciendo el ceño. Ahora me ha tocado las narices, joder.

- ¿Cómo puedes decir eso? ¿No estoy aquí, ahora, hablando contigo? No sois invisibles, lo que pasa es que estáis ciegos.
- Y de qué vale esto si...

Interrumpimos nuestra disputa cuando se abre la puerta. Un renegado bien vestido, de piel putrefacta y con el pelo grasiento peinado hacia arriba, entra calmadamente, como un espectro, y toma asiento en el suelo, delante nuestra.

- Saludos, mis queridos súbditos.

Miro de reojo a Elhian, perplejo. Ella muestra la sorpresa ofendida de una reina pillada in fraganti mientras se depila o algo parecido. El renegado nos contempla, calmoso y muy natural, como si fuera lo más normal del mundo.

- ¿Disculpad? ¿Súbditos?
- Así es - replica el renegado, ajustándose las solapas de la chaqueta. - Mil perdones, no quería interrumpir su conversación. Soy el Rey de Rémol.

No me voy a reír. No me voy a reír. Me lo repito a mí mismo un par de veces, pero es que la cara de Elhian es todo un poema, por no hablar del aspecto de cachorro abandonado que luce el autodenominado Rey de Rémol. Mi compañera ladea la cabeza, y sé que está a punto de soltar una de sus frases lapidarias, veo la escarcha acumularse en sus dedos. Me pregunto si le mandará a traves de un portal a el Rocal, como me ha hecho a mi alguna vez cuando he provocado su ira, o por el contrario le transformará en oveja. Quizá se conforme con encerrarle para siempre en un bloque de hielo.

- Pues... buenas noches, Majestad - digo yo, inclinando la cabeza y manteniendo un gesto grave y serio. Imagino que la burla en mi mirada es claramente identificable, pero aun así no provocaré un altercado diplomático con la nobleza del lugar señalándole y descojonándome en su cara. - No sabíamos que había un Rey de Rémol.
- Así es, mis queridos súbditos. Fui elegido por votación - explica Su Majestad, pasándose la mano por la extraña cresta. - Quiero ser un gobernante cercano a mi pueblo, por eso se celebró un referéndum, y salí elegido Rey.
- Pues felicidades. - escupe Elhian, en un tono tan frío como un glaciar.
- Gracias, señora. Gracias, amigo elfo.

El renegado se queda mirándola, como si examinase un caballo. El silencio incómodo se extiende como una capa de mantequilla, y veo brillar un destello iracundo en los ojos ámbar de Elhian, quien aprieta los puños. La tensión se dibuja en todo su cuerpo, bajo la tela de la toga, y me pregunto en qué momento saltará por los aires y de qué manera lo hará. Y las siguientes palabras del Rey de Rémol me hacen presentir un cataclismo.

- Sois una renegada de noble aspecto, y casualmente, estoy buscando esposa. Un Rey necesita una Reina. Como consorte, tendríais varios poderes a vuestro alcance y...
- Lo siento, pero la dama ya está casada - interrumpo, al ver como los dientes de Elhian comienzan a rechinar. Puede que el remedio sea peor que la enfermedad, pero el mundo es de los intrépidos, ¿no es verdad? Viva el riesgo. Agarro la mano helada de Elhian y sonrío al Rey. - Es mi mujer.

- Te voy a matar - susurra ella entre dientes, crispándose al instante. Luego sonríe y mira al no muerto - Asi es. Vuestra oferta es muy agradable, pero ya estoy comprometida, ¿verdad, "QUERIDO"?

Nos miramos y sonreímos con un gesto tenso y un desafío implícito. Esa expresión en la mirada de mi amiga me recuerda a un pulso de resistencias. Bien, si se trata de ver quien aguanta más, mi gesto altivo deja claro que acepto el reto.

- Oh... vaya...vaya. Mil perdones. No quería ofenderos.
- No es ofensa, majestad - replico, volviéndome hacia él.

Le echo el brazo sobre los hombros a Elhian y la atraigo hacia mí, más tiesa que un palo. No sé si el escalofrío que siento en el costado es un hechizo vengativo de la maga o el helado golpe de su odio y su rabia, pero ... joder, es que no lo puedo evitar, es terriblemente divertido.

- Qué pareja más maravillosa hacen ustedes. Me alegro de ver cómo mis súbditos aún mantienen la esperanza en el amor, en la familia, en esas grandes instituciones que transportarán a Rémol hacia el progreso y el futuro. Aunque usted sea un elfo, señor. No se ofenda, señor.
- No es ofensa, majestad. - digo yo.
- Oh, no se ofende, ¿verdad "QUERIDO?" - dice Elhian.
- No me ofendo, caramelito mío.

Dioses, me va a matar. Cuando arroja la mano hacia mi, pienso que va a abofetearme, pero en lugar de eso, me acaricia la cara, clavando las uñas solo un poco. Un ápice. Conteniéndose.

- ¿Y como se conocieron ustedes? - nos pregunta el rey
- Pues veréis, MAJESTAD, me habían dicho que si besaba una rana, quizá apareciera un príncipe encantador - explica Elhian, en un tono que se me antoja peligroso. - De modo que fui besando ranas por todo el continente, sin éxito. Lo mejor que salió fue esto, así que me lo quedé.

Elhian me palmea la mejilla, y luego me pone la mano en el muslo, clavando, esta vez sí, las uñas a fondo. Doy un respingo. El renegado me mira, perplejo, y me río, tratando de disimular que me están desollando la pierna.

- Que cosas tiene mi pichoncita. - Elhian hunde más las garras - Es oírla y mi corazón brinca de goce.
- No solo vuestro corazón - dice el rey, al verme dar otro respingo. La muy cabrona me está haciendo daño de verdad, será %$@#&.
- Es el amor, que me da alas.
- Se os ve muy unidos, sin duda.
- Unidisimos, como uña y carne - replica Elhian, sonriente. No puedo evitar sonreír ante el símil.
- ¿Querrían ustedes ser mis consejeros? Les comentaré los planes que tengo para la ciudad...


El mundo es muy surrealista a veces. Esta es la prueba. Acabo de llegar de combatir en las Tierras de la Peste, me esperan dos semanas de relativa calma y me encuentro aquí, en el Concejo, con Elhian destrozándome vivo entre arrumacos y el Rey de Rémol llenando mi cabeza de ordenanzas municipales, explicándome cómo piensa organizar la guardia, y contándome algo acerca de turnos rotativos.

Si, la vida es maravillosa.

LXVII - Guerra Abierta: Reconocimiento (II)

Capilla de la Esperanza de la Luz - Penúltimo día de otoño

Y una vez mas, camino bajo esta techambre añeja, avanzando a lo largo del suelo embaldosado, donde las grebas de placas resuenan. Una vez más, camino hacia la sacristía desvencijada, donde imagino los libros apilándose polvorientos, los viejos cálices y los antiguos símbolos de la fe. La penumbra de la mañana en las tierras de la guerra - la guerra real - proyecta sombras y contraluces irregulares en el viejo edificio donde siempre hay quien no duerme.

Es aquí donde mis pasos no suenan más fuertes que los demás. Aquí, es aquí donde, al cruzarme con los soldados, encuentro en sus miradas la misma llama que sé que anima la mía. Sus placas también entrechocan, su caminar también es seguro, sus rostros siempre hacia el frente. Al pasar unos junto a otros nos miramos brevemente como se miran los animales de la misma especie, y es curioso, porque no importa que sean humanos, trols, orcos o enanos. Hay algo por encima de eso. Esa llama, ese fuego que nos quema a todos por igual, o eso presumo.

Hace cinco años, pronto seis si las cuentas no me fallan, atravesaba la Capilla igual que ahora, nuestros ojos se cruzaban de la misma manera. Quizá es por eso que, al golpear con los nudillos la puerta de madera de la sacristía y ver que se abre ante mi, al colocarme frente a la mesa de mis superiores - vuelvo a tener superiores - una sensación hogareña y acogedora se derrama dentro de mi definitivamente.

Me mantengo firme y me inclino con gravedad, después levanto la barbilla y, serio, contemplo a Lord Maxwell Tyrosus. El humano está solo hoy, delante del escritorio. Una pluma parda reposa en el tintero, su espada tintinea cuando aparta la silla y se levanta, con las manos sobre el escritorio y el semblante adusto. Las sienes le han encanecido más ultimamente, el parche en el ojo y el poblado bigote siguen siendo sus señas de identidad, al igual que su voz profunda cuando habla.

- Que la Luz te guarde, Albagrana.
- Y sus bendiciones desciendan sobre vos, señor.

A través de las ventanas entabladas, haces de luz insistente se proyectan sobre el mobiliario, inundan la estancia de una luminosidad esquiva, brumosa y blanquecina, que viste de franjas pálidas las sombras grises y arranca destellos a los símbolos consagrados. El comandante del Alba Argenta se toma su tiempo antes de seguir hablando, y aguardo con calma su examen, sin apartar la mirada, que esta vez no es un desafío sino una entrega.

- El último de los ziggurats ha desaparecido - explica, breve, conciso. - El ataque ha terminado, por ahora. Se ha descubierto el foco de la infección en las ciudades, y ahora mismo, los combatientes de la Horda y la Alianza junto a nuestros efectivos están acabando con los últimos resquicios. La situación comienza a encauzarse.

Asiento, brevemente, colocando las manos sobre el cinturón.

- No es momento para ceremonias, pero nunca nos ha importado cuándo es el momento para hacer lo que es debido, ¿no es verdad? - arqueo la ceja con cierta curiosidad, a la expectativa, y sus siguientes palabras no hacen que me inmute. - Theod Samuelson ha caído... enfermo, al parecer. Los sacerdotes dicen que su cuerpo sólo es una carcasa, su alma lo ha abandonado.

Sigo escuchando, indiferente ante la declaración, que no me sorprende en absoluto. No, no me sorprende, aunque han tardado mucho en darse cuenta. Hace ya meses que Theron y yo viajamos a Ventormenta y nos infiltramos con ayuda de unas pociones de metamorfosis, para arrancarle el alma a ese hijo de perra traidor y asesino. Luego se la dimos de comer al diablillo de Hibrys. Y no, no me arrepiento en absoluto, y aunque lo hiciera, si mi superior me pregunta al respecto, le diré la verdad.

Pero no lo hace, solo me mira largamente y finalmente suspira.

- De nuevo, por derecho propio, eres un soldado del Alba, a pesar de todo lo que sucediera en el pasado. Supongo que ya tienes lo que querías. Espero que estés satisfecho.
- No

Él parpadea, y yo también lo hago. Su rostro se ladea con curiosidad, y tengo que fruncir el ceño y bajar la cabeza mientras intento escuchar la vocecita que canta en mi interior, que nunca se cansa. Si un día cerré los oídos, ahora quiero que me cuente su historia, quiero desentrañar sus palabras de verdad y de justicia, dejar que me muestre en el espejo lo que es correcto. Mas allá del bien o el mal, lo que es correcto.

Y la escucho. Hazlo bien, hazlo limpio, barrer el pasado, desatar viejos nudos, limpiar lo que está sucio, arreglar lo que está roto, poner ORDEN. Poner orden. Hazlo bien. Hazlo limpio.


- Señor, quiero ser juzgado - replico, levantando la mirada hacia Lord Maxwell.
- Ya fuiste juzgado.
- Quiero ser juzgado ante la Luz, quiero que se sepa la verdad, y que al amparo de esa verdad, se me juzgue de nuevo, sean cuales sean las consecuencias.
- No se puede volver a juzgar a un soldado por el mismo delito - insiste con firmeza. - Se te declaró culpable de traición, y aunque no cumpliste condena del modo establecido, sin duda la cumpliste, y con tus actos has obtenido redención. ¿Qué mas quieres?
- Yo no traicioné a nadie.

Intento que mi voz suene calmada, aunque creo que la he levantado un poco. Debería mantener la compostura, pero no creo que pueda, no por más tiempo. Arrojo las manos sobre la mesa y me inclino hacia adelante. Y suplico, en un susurro quedo, mientras los susurros de mi memoria resuenan con energías renovadas en mi interior.

- Por favor.
- Albagrana, deja de remover el pasado - replica Lord Maxwell, cansado y paternal. - Déjalo ya.
- No puedo, señor. No puedo dejarlo estar. Quiero que se sepa la verdad ante la Luz, aunque eso demuestre que el Alba Argenta también se equivoca.

Nos miramos un instante, en silencio. Soy muy consciente de las consecuencias de mi afirmación, y sé que el fundador de la Orden está sopesando cuidadosamente los pros y los contras de mi petición. Aguardo la respuesta con cierta inquietud. ¿Se atreverán los heraldos del Alba a enfrentarse a esto? Veo llegar la negativa de lejos, con un amargo regusto a decepción abriéndose paso en mi garganta. Y entonces mi superior habla. Y toda la inseguridad se disipa, arrollada por la limpidez de un rayo intenso de esperanza, triunfo y plenitud que hace que me cueste contener el entusiasmo.

- Sea. A puerta cerrada, un juicio ante la Luz para exponer la verdad ante ella.
- Gracias, señor.
- Mañana al amanecer, en las criptas. - aparta las manos de la mesa y vuelve a sentarse, suspirando y empuñando la pluma. - Hagámoslo bien. Hagámoslo limpio.

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Capilla de la Esperanza de la Luz, último día de otoño

Acta de Juicio Oral, primera y única sesión.


Constituido el tribunal de la Luz en audiencia privada con los representantes del Alba Argenta y la Hermandad de la Luz, presidido por Lord Maxwell Neofitus, Lord Eligor Albar y Lord Leonid Bartholomew, se presenta ante el mismo el soldado del Alba Argenta, Rodrith Astorel Albagrana.


Habiendo sido acusado, juzgado y condenado en tribunal militar por los cargos de amotinamiento, traición y deserción, y habiéndosele hallado culpable de los mismos, con el agravante de la responsabilidad de la muerte de los soldados de la División Octava del Alba Argenta, y considerándose cumplidas las condenas por estos cargos, en el día de hoy, ante los ojos de la Luz y bajo su Iluminación en pos de la verdad, se revisan estos cargos.


Tras las declaraciones del acusado, quien reiterando su inocencia, relató una serie de hechos que no pueden sustentarse en prueba alguna, de los cuales no quedan a día de hoy testigos con vida que pudieran respaldarlos, el tribunal decidió someter al acusado a la Prueba de la Fe para comprobar la veracidad de sus palabras.


De este modo, y habiéndose revelado las acusaciones como falsas ante el solemne Juicio de la Fe, se declara a Rodrith Astorel Albagrana inocente de los cargos de amotinamiento y traición, y se le exime de toda responsabilidad en los hechos que acontecieron. Asimismo, se le declara culpable de deserción. Dados los pormenores del caso y la probada lealtad del acusado hacia la Orden en los últimos tiempos, el Tribunal de la Luz le considera redimido de esta falta, pese a lo cual, Rodrith Astorel Albagrana manifiesta su voluntad de cumplir condena por este último cargo.


Finalmente, por acuerdo entre las partes, se decide un castigo ejemplar, consistente en 1.825 latigazos que el propio acusado se infligirá a sí mismo, uno por cada día de deserción.


Que siempre prevalezca la justicia y la verdad entre nuestras filas. Nos encomendamos a la Luz y suplicamos que su sabiduría nos guíe en los días venideros.



- La próxima vez que vayas a autolesionarte, avísame con tiempo - indica Theron, después de leer el acta, devolviéndomela.
- De acuerdo. Ahora, quejas aparte, la guerra aquí ha terminado. Tenemos quince días de permiso, así que se acabó por ahora.

Sonrío a medias, recolocándome la espada en la espalda. El roce del arma me hace escocer las heridas, no me las he sanado aún, pero me gusta sentir ese dolor tenue, amortiguado. Despierta el orgullo y el enaltecimiento, esa sensación deliciosa de saber que todo está en su lugar y se ha hecho lo correcto. Estiro el tabardo sobre el pecho y levanto la cabeza, echando un vistazo alrededor.

La tarde cae aquí, en la Capilla de la Esperanza de la Luz. Donde los vivos no tienen miedo a enfrentarse a sí mismos, a enfrentar a la muerte. Donde no hay mas debilidad que la que uno trae consigo. Donde miles de almas vengativas yacen, aguardando el momento de la venganza y la retribución. Donde la paciencia y la perseverancia brillan intensas y constantes, como la fe y la esperanza, con la seguridad de que todo terminará por encajar, de que la noche no es eterna y siempre lleva al amanecer. Aquí, donde aún sobreviven principios ya olvidados como el honor, la justicia y la fraternidad. Aquí, donde a pesar de las hordas de muertos que intentan abrirse paso, entre el humo y la sangre de la guerra, las cosas aún son como tienen que ser.