martes, 13 de julio de 2010

XCVI - Morred

- Mantén la espada levantada

La armadura de Seltarian devuelve los destellos de la luz del atardecer. Su rostro severo y grave, impenetrable, me observa. Hago lo que me dice. La brisa estival nos despeina, el bosque canta mientras las hojas doradas caen al suelo en un despliegue interminable. Los árboles se desnudan despacio.

- Guardia alta y ataca.

El golpe da en el tronco caído, entre los centenares de cortes anteriores. Esta vez se ha desviado menos y la hoja se ha hundido más profundamente. Me cuesta arrancarla para recuperar la posición de combate, sin necesidad de que mi maestro me indique. Vuelvo a ejecutar el movimiento. Mientras, él habla. Suele repetir estas cosas como un mantra. Yo escucho y me bebo sus conocimientos, como una esponja ávida, como si esas palabras y no otras fueran exactamente las que necesito, las que mi corazón anhela y mi mente reclama.

- Empuñar la Luz y empuñar un arma, no hay diferencia. Ambas son responsabilidades para tí en este camino. - Me llega su voz, entre mis jadeos sordos y las astillas que saltan. - Quieres aprender a luchar porque quieres vengarte. Quieres acabar con la Plaga porque te arrebató a tu familia. Realmente no es eso.

Le miro de reojo, deteniéndome un instante. Me hace un gesto firme. Asiento y vuelvo a levantar la pesada hoja, con los músculos en tensión.

- En tu corazón lo sabes. No es venganza, es redención. Estabas lejos cuando tu gente corrió la suerte más aciaga. Por eso deseas luchar, porque crees que se lo debes. Porque no estabas ahí cuando te necesitaban. Pero pregúntate esto. ¿Podrías haber hecho algo?

- Sí - respondo sin dudar, en una exclamación rasposa, mientras golpeo el tronco una vez más. Levanto el arma. Me duelen los brazos. No me importa. Guardia alta.

- ¿Qué habrías hecho?
- Pelear... con uñas... y dientes... ayudarles a escapar. - Descargo un nuevo impacto. Guardia alta. Otra vez.
- Probablemente habrías muerto.
- Lo dudo. Soy un tío con suerte. - Estoy jadeando cuando me detengo al fin.

Seltarian me mira con una media sonrisa. En sus ojos rojizos hay un destello paternal, al que me aferro con verdadera necesidad.

- Escucha esto y grábalo en tu corazón - me dice, con una voz más suave, menos desapasionada. Nostálgica. - El camino de la Luz no es para los cobardes, pero tampoco para los insensatos. No existe la suerte. Grábatelo en el alma, en la sangre, en las manos. Un portador de Luz es un faro. Es una llama imperecedera. Un portador de Luz que muere, es una llama que se apaga, y que no podrá encender otras. Sobrevivir es tu principal responsabilidad hacia lo que quieres proteger.

Le miro largamente y asiento, observando el tronco destrozado. 

Soy joven. Aún no sé qué quiero proteger, pero el bosque me canta, y sé que hay un camino para mí. 

Las hojas siguen cayendo. 

El Azote no me rozó. No me devoró el Kraken, no morí ahogado en las gélidas aguas de los mares infinitos. Ningún sable de bucanero o pirata atravesó mi carne, la enfermedad de las manchas rojas y la de los vómitos, que a tantos marinos se llevó, no me llevó a mí. El lago no me engulló. He sobrevivido a muchas cosas, y me pregunto, mientras mi mirada se pierde en las cien marcas sobre la corteza blanca, con el enorme mandoble entre los dedos, cuál es ese camino y adónde ha de llevarme.

¿Cual es mi lugar en el mundo?

Solo hay una manera de averiguarlo. Sobrevivir.

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Algún lugar en Corona de Hielo


Abro los ojos con un estremecimiento, pugnando por respirar. El aire helado atraviesa mis pulmones. Me duele todo. Me duele el alma, el cuerpo, las manos y los pies, y sobre todo, me duele el pecho. Exhalo un gemido y me agito sobre la nieve, desfallecido y sin entender demasiado. Alguien me sostiene, y un vino fuerte, fragante, con un sabor extraño y vagamente familiar se escurre por mi garganta. Lo engullo con avidez, sediento. Apenas soy consciente de nada.

- Despacio... tranquilo, paladín.

Me aferro con desesperación al brazo del tipo, embutiendo el aliento en mis pulmones en largas bocanadas. Su brazo es mi cáliz, su sangre mi vino, y aunque no sé muy bien por qué lo hago, bebo de ella como si me fuera la vida en ello. No. Me va la vida en ello. Cada trago breve calienta mis venas, me revitaliza y me electrifica, y ese leve regusto amargo no es óbice para que no siga tomándola.

- Basta... ya es suficiente - dice la voz desconocida con un tono escurridizo y algo burlón. - Te gusta, ¿eh?

Le doy un codazo mientras clavo los dientes en la piel y la carne. Gruñe y me aparta de una patada. Mis músculos en tensión aún no responden, así que me derrumbo en la nieve, manchándola con las gotas rojas que se escapan de mis labios. Casi negras.

- Tendrás ardor de estómago.
- Ahora... solo tengo... heladas las pelotas... - respondo con una risa desvaída, mientras trato de enfocar la vista.
- Será porque estás desnudo.

Hundo los dedos en el lecho blanco y levanto la cabeza un poco. Sí, eso lo explica, sin duda. El muerto, porque es un caballero muerto, y eso lo sé antes de que se difuminen las motitas luminosas que me bailan delante de los ojos y pueda verle bien, se arrodilla a mi lado, tirándome del pelo para volver mi rostro hacia el suyo. Le golpeo la mano con un gruñido.

- Te encontré medio enterrado en la nieve - dice, apartando los dedos y limpiándoselos en la capa. Lleva el emblema del Acherus y parece divertirse por algo. - Es increíble que hayas sobrevivido. ¿Qué te ha pasado?
- Estuve en la fiesta de cumpleaños de Arthas. Tengo resaca.
- Ya. ¿Y te contrataron como bailarín erótico?
- No, para servir copas.

Se ríe entre dientes, arrojándome una capa oscura y desgastada. Me envuelvo en ella a duras penas, tratando de estabilizar el mundo o de estabilizarme yo en él. Tengo las pestañas pegadas a causa de la escarcha. El pelo se me ha congelado en las raíces y los pies no me responden. Los dedos de mis manos están negros y toda mi piel parece haberse vuelto azul, o igual es que estoy perdiendo la vista. Sin embargo, la sangre del muerto me ha vivificado.

- Estás herido. Ten cuidado con la cabeza.

Me rozo la sien como puedo y casi pierdo el conocimiento con el espasmo de dolor. Además, parece que alguien me haya incrustado una bola de acero candente rodeada de espinos en el esternón, porque me cuesta terriblemente respirar y me da la impresión de tener una bota claveteada aplastándome justo ahí.

- Tengo que salir de aquí - murmuro a duras penas.
- Sin duda. No es lugar para pasar la tarde.

El caballero me mira y chasquea la lengua. Es moreno y lleva una armadura más que decente, con una hoja rúnica a la espalda. Su mirada es fría. Aun así, vuelve a tenderme el brazo y se reabre la herida.

- Tómala. Te vendrá bien - me dice, acercándose.

Le observo con desconfianza.

- Estás muerto.
- Sí. Pero la sangre es vida.

Esboza una sonrisa torcida, casi retorcida. Hago un gesto de desdén y le tiro del brazo. No es muy prudente, pero hasta medio muerto odio que se me choteen. Y menos un alzado con pinta de dandi. Venga ya, hombre. Esta vez le obligo a apartarme a golpes, por las malas, devorando y engullendo la sangre ardiente y dulzona, clavándole los dientes en la carne con toda la intención de hacerle daño. No soy ningún mierdecilla endeble, ni siquiera en este estado. Quiero demostrarle que soy peligroso. Sin embargo no parece impresionado cuando consigue deshacerse de mi presa y se ajusta los guantes otra vez, arqueando la ceja.

- Me vas a dejar seco.
- Tú te has ofrecido - respondo, limpiándome la boca con el dorso de la mano. - ¿Efectos secundarios?
- Mañana te despertarás siendo un necrófago.
- Entonces tengo un día para ver a los míos. Mejor me doy prisa.

Se ríe otra vez. Es una risa extraña, muy apropiada a este lugar. Roca viva, vermis de escarcha a lo lejos, hielo afilado y la Ciudadela dibujándose a lo lejos, con sus negras agujas alzándose como dientes hambrientos.

- Tranquilo, no hay nada que temer. Yo no tengo la plaga, asi que no te contagiarás.
- Aun así, debería irme.
- Bien. ¿Donde tienes tu carruaje?
- Lo aparqué en el jardín del Exánime. Pero creo que lo ha convertido en catapulta.
- Entonces te llevo. Te dejaré en la Vanguardia Argenta.
- Gracias.

Asiento con la cabeza, en un gesto de reconocimiento. Este tío me ha salvado la vida. Le tiendo una mano negra, congelada. La estrecha, el cuero de su guante cruje entre el silbido del viento.

- Morred.
- Ahti.

El caballero de Acherus me suelta y emite un silbido penetrante e intenso. Un grifo óseo acude a su llamada, hundiendo las garras en la nieve y graznando con énfasis.

- Dime, ¿por qué te echaron de la fiesta, cruzado? - me pregunta Morred mientras me ayuda a montar.

Yo soy pesado, pero el tipo es fuerte, y hago lo que puedo por ponérselo fácil.

- El Rey no estaba satisfecho con mi servicio. Dijo que le había servido las bebidas demasiado frías. Creo que tiene los dientes sensibles.

Cuando alzamos el vuelo, la risa lenta e irónica de Morred se pierde entre el silbido del viento, cortante, afilado, cruel, tan gélido como la muerte a la que he burlado una vez más.

XCV- Interludio: Heridas

Claros de Tirisfal, cinco días antes de la Llamada de la Cruzada

Voy recitando hacia mí mismo todos los tacos que aprendí en puertos lejanos y cercanos, mientras salgo de la taberna y cierro de un portazo a la espalda. Detrás queda Oladian con el resto de los parroquianos del Mesón la Horca y su puta bocaza condenatoria, se queda atrás con la expresión herida. Ahora mismo no me importa demasiado. ¿Por qué narices ha tenido que hablar y soltarlo? ¿Es que nadie conoce las maravillosas virtudes del silencio en este maldito mundo? Parece que no. Bueno, yo tampoco. Pero Oladian no debería haber dicho eso.

Afuera empieza a lloviznar. La hierba se viste con perlas de agua, que brillan con un resplandor glauco cuando la luz de la luna atraviesa las nubes verdosas que siempre cubren los Claros. Se me da bien seguir huellas, pero a Theron no tengo que rastrearle. No me cuesta demasiado adivinar la dirección que ha tomado a pesar de la manera hermética en la que bloquea el vínculo. Me aparto el cabello del rostro y exhalo un suspiro de resignación, ajustándome el cinto y echando a andar tras sus pasos sin demasiada inquietud.

No, es mentira. Sí que estoy algo inquieto pero no por mí. Sé apechugar con mis propias mierdas.

Rodeo la herrería, tragando saliva y me recojo la capa hacia atrás, meneando la cabeza. Atravieso las tétricas praderas a paso lento, tras la pista del brujo. Me pregunto si debería disculparme de nuevo. ¿Puede arreglarse todo con una disculpa? No lo creo. A Theod no le sirvió con una disculpa, yo no aceptaría las suyas. Rashe tampoco me perdona, ni Aricia. Me cuesta recordar a alguien que me haya perdonado algo alguna vez. Retractarme de mis actos o mis palabras no es algo demasiado habitual, aunque no me cuesta hacerlo cuando es lo correcto. A pesar de todo, casi nunca ha servido absolutamente para nada. Las heridas que infligimos rara vez se curan con contrición y arrepentimiento, y el brujo no es precisamente un elfo compasivo en ciertos sentidos.

Da igual, voy de todas maneras. Es lo que hay que hacer.

A pesar de todo, cuando llego al lugar donde de sobra sé que está, un frío mordiente se me enreda en la nuca y contemplo la entrada de la gruta torciendo el gesto.

¿Tenías que venir precisamente aquí?

No puedo evitar el reproche. La respuesta es como el filo de una navaja en un callejón. Helada, cortante, manchada de sangre ácida.

Jódete. Jódete. Que te jodan. Déjame en paz.

Tio, ¿no vas a salir?

Jódete.

No sé si me está castigando, si está escondiéndose, o las dos cosas. Suspiro de nuevo, me ajusto los guantes y me escurro al interior de la caverna. Las arañas hacen un ruido asqueroso al moverse por los rincones. Crujiente, viscoso, el borboteo del icor venenoso que se escurre por sus mandíbulas es como una cazuela derramando agua hirviendo. Sus siluetas se recortan en los contraluces de la vieja mina, negras y rojas, y yo me cago en todo porque sé que voy a entrar cuando ya estoy dentro, y no las miro mientras camino, con los dientes apretados y la sangre algo agitada por la alarma inconsciente de mi instinto. Odio las arañas y los espacios cerrados. No me internaría aquí por nada del mundo, pero mira, aquí estoy.

Mientras avanzo, siento sus miradas de fuego sobre mí. Aparto las telas y descargo golpes con el mandoble a un lado y a otro cada vez que percibo que alguna se me acerca. Sé que él se está dando cuenta de cómo me siento desde su lado, y no le culpo ni le reprocho si percibo algun placer vengativo en su espíritu mientras cruzo las galerías muerto de asco, vigilando a los malditos bichos que acechan desde arriba, a los lados, y corretean detrás de mí. Las pequeñas me trepan por las piernas, haciéndome tensar aún más los músculos, y cuando llego al fondo de la mina, al despejado claro iluminado por viejas lámparas de aceite que nadie se molestó en retirar y que a saber quién alimenta, el mandoble chorrea sangre negra y veneno verdoso y a mí me cuesta un poco respirar.

Apoyo el filo sobre el suelo, mirándole. Está junto a la pared, pegado a las afiladas rocas, lívido y con los puños apretados. No me recibe una espiral de la muerte ni una bola de sombras. No me recibe uno de sus demonios ni una puñalada trapera en el costado. Es una figura oscura de rostro blanco y cuernos retorcidos en la frente, que me mira con una expresión que alguien podría confundir con odio abrasador. Y si fuera odio abrasador lo que arde en sus ojos verde jade no me sentiría peor de lo que me siento ahora.

Su mirada es dolor. Es rabia y decepción, pero sobre todo, dolor. El dolor de un niño que descubre que su padre le dejó caer, que su madre intentó abandonarle. Es el dolor de la traición, del desamparo cuando lo infalible te ha fallado. Y sí. A mí me duele tanto como a él.

Le observo entre los cabellos húmedos, alzando la vista.

- Lo siento.

Aunque no sirva de nada, es lo que hay que hacer. Aunque no valga de mucho, no son dos palabras al azar. Nunca son solo palabras. Es cierto que lo siento. Por un instante, sólo hay silencio. Luego su voz afilada, amarga, se desliza en la penumbra de la gruta.

- ¿Cómo has podido? - me espeta. Me parece ver sangrar la herida, la estoy viendo. - ¿Cómo has podido hacerme algo así? Estaba enfermo. Estaba inconsciente.

No voy a esconderme. No estoy disfrutando con esto, pero no voy a esconderme.

- Quizá precisamente por eso. No lo sé - admito. - Quizá podía haberlo evitado.
- Eres un cabrón. Has escupido sobre todo lo que somos.

Le oigo resollar, apretando los dientes, desde el fondo de la maldita cueva plagada de arañas que me ponen nervioso.

- Es cierto. Soy un monstruo.
- Vete a la mierda - exclama, señalándome con el dedo, la voz teñida de desdén y amargura. - Vete a la mierda, Ahti. No es tuyo, ¿entiendes? Es nuestro. Nuestro.

Asiento con la cabeza. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Explicar lo inexplicable, razonar lo inevitable, decirle cosas que ya sabe.

- Lo sé. Lo siento - repito - Si pudiera borrarlo lo haría. Pero no puedo.
- ¿Cómo pudiste? Yo nunca... jamás podría...

Hay demasiados motivos, no sé cómo decírselos todos, no sé si va a servir de algo. Pienso en esos motivos y le abro mis pensamientos. Soy un monstruo, como mi padre. Él estaba enfermo e indefenso. También, sin embargo, estaba lejos. No sabía cómo llegar hasta él, no le encontraba dentro ni fuera de sí. En aquella época, él pasaba los días y las noches entre el sueño confuso y los delirios de la vigilia, y no podía encontrarle, así como él no podía encontrarse. Podía haber evitado todo lo demás. Lo único que no podía soportar era su ausencia.

Aunque no sirva de nada, se merece una explicación. Al menos eso.

- Tú nunca harías algo así - termino su frase, abriendo y cerrando los dedos.

Por algún motivo me cuesta tragar saliva y la voz me sale quebrada, extraña. Se rompe mi serenidad. Al desviar la mirada, veo la capa de piel de oso o lo que queda de ella, humeante, hecha jirones, quemada, en un rincón. Aprieto los puños para que no me tiemblen las manos. Mi mirada se queda prendida en ese bulto humeante y sucio de piel ennegrecida, que un día fue blanca.

- No estoy aquí para eso - me escucho decir en un susurro - sólo quiero protegerte. No tengo excusa. Lamento haberte fallado.

Ya casi no puedo hablar. Me pesa algo sobre el pecho y se me anuda en la garganta. He fallado otra vez, coño. Siempre ocurre con quienes más me necesitan, y por un momento tengo la sensación de haber fallado a todo el jodido mundo. Padre y madre, Ilmar, Luonnotar, la Octava, Theod, Ivaine, Elive, Seltarian, y ahora Theron. No escucho mis propias palabras, sólo el restallido de la hoja de metal cuando suelto el arma y golpea la roca del suelo. Me paso una mano temblorosa por el rostro.

Padre y madre, Ilmar, Luonnotar, la Octava, Theod, Ivaine, Elive, Seltarian, y ahora Theron.

- Nunca más. Lo siento.
- No volveremos a hablar de esto. Vamos a olvidarlo todo.
- No puedo hacer eso.

¿Qué? ¿Olvidarlo? Y una mierda. Él no lo podrá olvidar, yo tampoco, o eso me parece al principio. Pero ha salido del jodido rincón y se acerca a mí. Sí que he podido olvidar a las arañas de los cojones, porque no pienso en ellas cuando nos abrazamos casi con furia.

- Pues hazlo - insiste, con la voz quebrada. - Es nuestro, joder. No es tuyo.
- Sí.

Entiendo algo con esas palabras. Estaba equivocado en muchas cosas. Sólo he sido un monstruo esa vez, aquella vez, en la jodida isla de Quel'danas, cuando convertí algo nuestro en un expolio de humo y cenizas. El resto es raro y difícil, pero jamás, nunca me ha reprochado nada. Es nuestro y nadie puede entenderlo. Le limpio las lágrimas cuando nos separamos, con el aire trémulo en las gargantas condensándose en la fría oscuridad de la caverna. Las mías se ahogan dentro de mí, negándose a romper en los ojos y las mejillas. No me siento con derecho a llorar ni me siento con derecho al perdón de lo imperdonable, que sé que ya se me ha otorgado.

Pero yo no me perdonaré nunca.

Salimos juntos de la cueva, mantengo la mirada baja. Es irónico. Me siento pequeño y sucio a su lado, conmovido por su lealtad y su capacidad de comprender, de comprenderme. De perdonar. No entiendo cómo puede, alguien como él, mostrarse así hacia mí, ser un ejemplo.

Le miro de reojo cuando el aire fresco y fétido de los Claros nos saluda de nuevo. Le he inflingido una herida irreparable, y no entiendo qué hace aquí, a mi lado. Será que nos une un vínculo indisoluble a pesar de todo. Será que realmente me aprecia como a un hermano, o algo así.

Sí. Algo así.