viernes, 31 de julio de 2009

III - La Guardia

Los caballos relinchan y caracolean, los cascos se hunden profundamente en la hierba hasta que salimos de la pradera apagada para comenzar a cabalgar por el camino de piedra. A lo lejos veo el árbol de los ahorcados y las sombras de los cruzados, con antorchas llameantes en las manos.

Voy el primero. No he elegido estar a la cabeza, es sólo que avanzo. Avanzo aunque a veces no sé donde voy. Sean está a mi lado, con la capucha calada y la media sonrisa, un brillo divertido y algo delirante en los ojos verdosos. Hibrys nos sigue a poca distancia, con el sacerdote y el tauren.

- Vamos, Yac, te pesa el culo - Exclamo, girándome en la montura antes de saltar de ella para atacar a uno de los veladores del Monasterio, que corre hacia nosotros con la tea en alto y la espada desenvainada. En los ojos del humano hay un resplandor fanático cuando se arroja sobre mi. Le golpeo con la Luz mientras la escarcha le envuelve, el mago me cubre la espalda, por esta vez.

- ¡Esperad, joder! ¡Os vais a llevar toda la diversión!

Es Hibrys quien grita, trayendo al abisario con cierta dificultad desde el Torbellino y lanzándolo contra los enemigos con una orden breve en eredun.

- Espabila, tía

Jhack ensalma con cara de fastidio y nos bendice, con palabras dulces espetadas en un tono que las hace sonar como maldiciones, y cuando pasa por mi lado, me suelta una colleja. El puto Jhack.

- No me distraigas, sacerdote - exclamo, mientras hundo la espada en el corazón del humano, sacándola después y limpiando la hoja en mi tabardo. El tabardo es rojo y negro. La sangre le sienta bien. El sol brilla sobre la tela azabache, y un tridente se recorta frente a él. Es el arma de los naga, pero es un arma al fin y al cabo. Me gusta el efecto. Es ... agresivo.

El Tauren arremete con el escudo por delante, pateando el suelo, contra los veladores que se acercan, y el combate comienza.
Destellando la Luz, estallando la Sombra, crujiendo la escarcha y con el sonido claro de las armas contra las armas, nos abrimos paso, lanzándonos puyas unos a otros, hasta las puertas del Monasterio. Hoy nos internamos en la Catedral.

Al poco de entrar, Sean ya tiene listas las estrategias principales, y confío en su criterio.

- Hibrys, usa la piedra con Ahti. Jhack, encárgate de curar a Cerunos.
- Primero los invocadores - apunto, asintiendo ante sus palabras. - No os separéis y nada de tonterías. ¿Está claro?

No hay respuestas respetuosas ni saludos militares. Realmente, en la Horda comando una horda. Sean se rie entre dientes, como si leyera mis pensamientos, y me da una palmada en la espalda.

- Relájate un poco, hermano. Todo va a salir bien.

- Psé

Miro de soslayo al joven mago mientras nos internamos en el patio, combatiendo codo con codo. Sean es un mago excelente. Sus habilidades son sobresalientes, y tiene un cerebro prodigioso para muchas cosas. Nadie es perfecto, así que él está loco. Sin embargo, aunque no lo he dicho, aunque nunca he pronunciado esas palabras hacia él... Bien, creo que hoy por hoy es mi mejor amigo. Quizá sea el mejor amigo que he tenido nunca.

No es por algo que haya hecho. No es porque sus palabras sean las adecuadas o porque compartamos confidencias y lamentos, no. Él simplemente está a mi lado, con todo el sentido que puede tener eso. Juntos gestionamos la Guardia, juntos planeamos los ataques, juntos entrevistamos a los nuevos reclutas y les asignamos las tareas. Bebemos juntos y combatimos juntos, como por algún extraño acuerdo tácito. No le he desvelado ninguno de mis secretos, a pesar de que él me abrió sus recuerdos una noche, en las Mil Agujas, con la mirada perdida en el firmamento.

- Me recuerdas mucho a mi hermano - había dicho, mientras bebíamos cerveza, y nos dejábamos embriagar por los suaves tambores tribales de los chamanes tauren. Las estrellas brillaban con intensidad, parecían girar en el cielo negro de la noche. Yo estaba pensando en Ivaine.

- ¿Como era?

- Era... era mi hermano pequeño. Era demasiado bueno.

Hice una mueca de decepción.

- Yo no soy demasiado bueno.

- Lo eres conmigo. Estoy pirado y no me mandas a la mierda.

- Ni tu a mi. Deja de decir tonterías y bebe.

Las estrellas giraban y giraban, y entonces lo dijo sin más.

- Maté a mi hermano por accidente. Conjurando. Es el motivo de que me expulsaran de la academia.

Sentía la mirada de Sean fija sobre mí, observándome, aguardando el juicio, el gesto escandalizado o el estremecimiento de repulsión.

- Debias quererle mucho para sentirte tan culpable. - respondí finalmente, agitando mi jarra. - Y si es asi, me alegro de parecerme a tu hermano. A mi no me matarás por accidente, tenlo claro.

No le miré pero vi su gesto aliviado y la sonrisa sincera. El brillo de afecto en sus ojos y la suave melancolía más atrás, al fondo de la mirada. Ahora, mientras avanza descargando novas de escarcha, se gira hacia mi al recibir la bendición con el mismo gesto de complicidad. Me limito a guiñar un ojo, inexpresivo. Es todo cuanto me permitiré.

Cuando finalmente alcanzamos la Catedral, el combate se vuelve mucho más crudo. Logramos dominar la situación con complicaciones, Jhack apenas da abasto y tengo que apoyarle en las curas con mi escaso dominio de la Luz en esos avatares. Y entonces, en un recodo, de las salas contiguas comienzan a salir monjes, uno detrás de otro, que se abalanzan sobre nosotros.

- ¡Cuidado, cuidado! - Exclama Hibrys

- ¡Atrás! - es la voz de Cerunos.

- ¡Aguantad! - y soy yo.

Sin embargo, el sacerdote ya ha emprendido la huída, y veo caer al tauren y a la bruja, inconscientes, cuando apenas quedan tres enemigos en pie. La sangre se extiende sobre las losas de mármol, colándose por las rendijas, y observo esos ojos de brillo insano dirigirse hacia nosotros.

- Corre - murmura Sean, extendiendo las manos ante sí y desatando una tormenta de hielo sobre los Cruzados, que centran en él su atención.

Y entonces sucede. El engranaje empieza a girar y todo es natural como la misma respiración de mis pulmones. Le quito uno de encima. Aturdo al otro, mientras el que queda le golpea, atravesando fácilmente sus ropas de tela con la espada. Sean aprieta los dientes y descarga sus hechizos, con la mirada perdida del soldado que olfatea la muerte. He visto antes ese tipo de miradas. Pero hoy no es su día.

Invoco la Luz y un escudo se extiende en torno a mi camarada, golpeo con fuerza en la cabeza a mi enemigo más cercano y después al siguiente. La Luz brilla de nuevo y me envuelve, renovando mis energías y cerrando mis heridas con una explosión sagrada que me recorre los miembros, disparándose en mi sangre, en mi carne, en mi alma. Cae el segundo, y cuando el tercero está balbuceando su agónico estertor, el hielo le silencia.

Miramos alrededor, jadeando. El mago me observa con sorpresa y luego rompe a reír. Hibrys se incorpora con dificultad, sacudiendo la cabeza y escupiendo sangre, y Cerunos hace otro tanto, gruñendo y llevándose la mano al costado dolorido.

Yo no puedo hablar. Estoy apoyado en la pared, pugnando por recuperar el aliento.

- ¿Qué coño ha pasado? - Hibrys se queja, llevándose la mano a la sien.

- Nada. Que Ahti ha salvado el día.

El mago me palmea la espalda, abrazándose a mi. Tiene el pelo rojo. Su risa es sincera. Me revuelve el pelo. Y cuando me río con él, siento orgullo. Por mí, por todos, por todo. Puede que me sienta feliz... es posible. Es real.

II - Tres

El Puesto del Hachazo vibraba con la actividad del mediodía. Los orcos patrullaban aquí y allá, recogían los suministros y las órdenes escritas pasaban de unas manos a otras mientras se organizaban las tropas de la tarde. El viento invernal agitaba los árboles de Vallefresno, que encadenaban los susurros de las hojas y danzaban, trémulos, tomándose de las ramas como si fueran dedos de madera.

En el recodo de la entrada, sobre unas cajas y barriles, los tres elfos estudiaban los mapas con curiosidad. Sean deslizó la pluma, trazando una linea de un lugar a otro, mientras Hibrys se peinaba y bostezaba como una gata perezosa y Ahti mordisqueaba el almuerzo, desparramado entre los cajones, con los pies cruzados sobre un tonel.

- Podemos dirigirnos hacia esas cavernas de la Ensenada, pero necesitaremos algunos combatientes más.

- ¿Qué cavernas? - preguntó Hibrys. - No las conozco.

Se acercó, sinuosa, y le echó el brazo por el cuello al mago, mirando de soslayo a Ahti. Él sonrió a medias, sin moverse del lugar, y se mantuvo frío ante los gestos de la elfa.

Aquellos dos nuevos compañeros habían supuesto un cambio interesante, y además, habían firmado el estatuto. Cierto que Sean estaba completamente loco y que Hibrys era poco más que una zorrita sin mucho seso, pero ella no parecía dispuesta a separarse del mago, de manera que cuando Sean firmó, ella lo hizo también. Y cuando Sean y Ahti entablaron alguna clase de extraña relación de amistad, ella les había seguido sin plantearse a dónde, cómo o por qué.

El mago y la bruja jugaban a seducirse mutuamente día y noche, así era desde que les conoció en la Cicatriz Muerta. Hibrys había comenzado a extender su juego hacia él, pero se había encontrado con una puerta cerrada a cal y canto. Aun así, parecía a gusto en su compañía, de modo que no le dio mayor importancia.

La primera vez que les vio, les había evaluado rápidamente y no tardó en decidir que eran una buena compañía para los combates difíciles. Sean, el mago, no sólo parecía poderoso sino que además conocía muy bien las tierras, los caminos y los enemigos a los que habrían de enfrentarse en cada lugar. Era el estratega perfecto. Hibrys era un apoyo nada despreciable, sin duda. Sus esbirros infernales habían demostrado ser más que útiles a lo largo de las batallas que habían compartido, que ya comenzaban a ser numerosas.

- Las Cavernas de Brazanegra - Aclaró Ahti, estirándose con pereza. - Es un lugar tomado por nagas y todo ese rollo. Me pasé por allí por orden de los Caballeros de Sangre.

Sean arqueó la ceja y le miró de soslayo.

-¿Asi que eres Caballero de Sangre?

- Me estoy entrenando.

- ¿Que tal es eso de robar la Luz de un naaru? ¿Te da muchos problemas?

Ahti se encogió de hombros e ignoró la carcajada demente de su compañero, que guardó silencio al instante y prosiguió examinando su mapa. Hibrys se deslizó hacia su lado y se sentó entre los dos, mirándoles con la expresión de un niño que quiere atención.

- ¿Entonces vamos a ir a las Cavernas de Brazanegra o no?

- ¿Es que tienes algo mejor que hacer? - replicó Ahti, cruzándole los pies en el regazo. Hibrys se removió incómoda y le lanzó algún insulto que no llegó a entender.

Pocas horas mas tarde, Sean había encontrado a dos voluntarios para acompañarles a las antiguas ruinas, Ahti les había convencido con sonrisas melosas y palabras irrefutables e Hibrys había colaborado abriéndose un poco el escote. Se pusieron en marcha al anochecer, bromeando y empujándose, con el tintineo de las armaduras y los chirridos de la magia restallante alrededor. Las carcajadas resonaron en el bosque, quizá fuera de lugar.

El buen humor no era algo muy común en un mundo en guerra.

I - La Isla del Caminante

Las olas del mar golpean contra la orilla en un susurro constante, melancólico, tenue. Puedo escucharlas. Las escucho más allá de las altas murallas y las poderosas piedras de mi fortaleza, del lugar en el que reino, prevaleciendo, aguantando, resistiendo.

Su murmullo es una cadencia lejana mientras observo la placa del Santuario de Dath'remar, el Caminante del Sol. Llevo la espada al hombro, las ropas harapientas y la armadura de malla tintinea cada vez que me muevo.

He vuelto. Aqui estoy otra vez, en Quel'thalas. Ivaine desplegaba los mapas sobre la alfombra y me hacía señalar dónde se encontraba el reino de los elfos, trazaba líneas desde aquí hasta las tierras de Arathor y luego meneaba la cabeza. "Lejos, lejos, muy lejos". Si, Iv, Quel'thalas está muy lejos de ti.

Paso la mano enguantada sobre la placa dorada, observando cada palabra, exprimiendo su significado. "El que prospera en Quel'thalas lo hace gracias a él". Sonrío a medias y me mantengo en pie, pensativo, mirando las letras. Prosperar.

Ha pasado mucho tiempo desde que pisé estas tierras. Mucho tiempo desde que partí hacia el mar, mucho tiempo desde que regresé anteriormente para encontrar arrasados los bosques, en ruinas la aldea, muerta mi familia a causa del Azote de los no muertos. Mucho tiempo desde que Seltarian me encontró y me instruyó, y algo menos desde que partí hacia el este, para unirme a las filas del Alba Argenta.

Apenas un año desde que fui expulsado. Meses desde que mis sueños se desvanecieron en la noche de invierno. Me llevo la mano al costado de manera involuntaria, suspirando profundamente. Aún me duelen las costillas, a pesar de las curas. Sin embargo, ese dolor no es nada comparado con la brecha abierta, sangrante, en mis cimientos. Es una herida profunda que clama con ira, que requiere venganza, que aúlla en la oscuridad y rechina los dientes.

- Me lo quitaron todo... lo recuperaré todo. - murmuro quedamente, pasando la mano sobre la placa. - Prosperaré y prevaleceré más allá de cualquier puta mierda que el destino me tire a la cara. ¿Me estas oyendo?

Y lo estoy diciendo en serio. No acepto esto. No admito lo que ha sucedido con lo que con tanto esfuerzo construimos. La esperanza no se romperá mientras pueda mantenerla viva, a costa de ira y fuego si es necesario. La esperanza de cumplir con mi voluntad, de combatir a la Plaga con un sol de plata en el pecho, de recuperar a aquellas que son mías, mías.

Ivaine Harren. Nuestra hija Elive. Mi tabardo del Alba Argenta. Mi vida, la que escogí, la que deseo, entre el sonido del metal al desenvainar, los aullidos de los espectros y las cadenas que arrastran las abominaciones que vienen a por nosotros. Al lado de mis hermanos, con las armas dispuestas y el grito de batalla en los labios: Erasus thar no darador. Por la sangre y el honor luchamos.

Prosperar. Prosperar entre las cenizas de bastiones destruidos y el humo de hogueras de cadáveres putrefactos, con la guerra en las venas y el rugido en la garganta, combatiendo hasta el final. Prosperar con la hoja teñida de sangre muerta y las garras manchadas de ceniza y barro, con el sudor tiñéndome la piel y la adrenalina chispeando en los músculos, prosperar y de nuevo caminar hacia el alba.

Rebusco en las bolsas y observo los papeles del registro. Me he gastado el resto de mis ahorros en comprar esos malditos formularios, para establecer un ejército, y entonces empiezo a pensar.

"Un ejército de desheredados. De aquellos que, como yo, fueron rechazados. De los marginales, de los que no son aceptados en las órdenes mayores, de élites pomposas y tabardos fulgurantes. El ejército de los que quieren luchar y no saben cómo, de los que no son perfectos, de los que tienen una pierna de madera o les falta un ojo, de los que beben en las tabernas esperando una oportunidad. De los que nadie más quiere en sus filas, de los que tienen dificultades de orientación, como yo, de los que no saben empuñar correctamente la espada, como Theod, de los que usan los medios que la moral rechaza, como Derlen"

Aliso el formulario sobre la placa, arqueando la ceja, y saco el carboncillo, manoseándolo mientras pienso en el nombre bajo el cual vamos a luchar. Porque sé que encontraré a los que han de lucir los tabardos a mi lado, lo haré, porque es lo que quiero, y les sacaré de debajo de las piedras si es necesario. El nombre de un ejército que sólo tiene ilusión. Guardianes de la esperanza. Guardianes del amanecer...

- La Guardia del Sol Naciente

Y escribo el nombre en los documentos, soplando sobre las virutas de carbón, mientras el ocaso pinta de púrpura el cielo a brochazos, mirándome con una risa burlona y arrancando destellos del monumento de Dath Remar.

- Vete a la mierda - le digo al atardecer. - Tu puedes ocultar el sol, yo lo sacaré de los pelos. ¿Me oyes?

Me dispongo a firmar, cuando recuerdo que mi nombre es un problema. Rodrith Albagrana, expulsado del Alba Argenta. Murmuro una maldición entre dientes. Me cago en la puta. ¿Que nombre voy a usar? Intento hacer memoria, negándome a suplantar la identidad de cualquiera, y me viene a la mente, como extraído de un sueño emborronado, el apodo que me pusieron las cultistas en aquel barco, hace una eternidad, cuando retozábamos cada noche entre las sedas, acunados por el vaivén de las olas.

"El señor de las mareas, el que vive bajo las aguas profundas, rodeado de sus concubinas. Nadie puede llegar hasta él, y pocos son los que se han atrevido a invocarle. Cuando los marinos no arrojan sus tributos a las olas, si no le dan lo que quiere, Ahti se manifiesta y desencadena la tormenta, tomando lo que le corresponde y arrastrando a su paso a los vivos hasta los abismos submarinos. Su semilla es el agua que fertiliza la tierra y hace crecer la vida, su espíritu, torbellinos desatados. Cuando se desencadena, el cataclismo es inevitable. Igual que el agua, crea y destruye..."

Deslizo el carboncillo de nuevo y me alejo un tanto, arqueando la ceja y observando las cuatro letras.

- Ahti. Garra de Oso. Alto Guardián de la Guardia del Sol Naciente.

Paladeo el sonido de las palabras y me rio entre dientes. Suena bien.

Al guardar el documento en la bolsa y darme la vuelta para emprender el camino, los recuerdos se van difuminando, enroscándose en la memoria y recluyéndose en sus alcobas, dispuestos a hibernar como el oso, escondidos en las madrigueras de mi fortaleza, vasta y laberíntica.

Vamos allá. Soy Ahti Albagrana, y mi camino vuelve a empezar.