domingo, 20 de septiembre de 2009

XII - Pasos atrás - El Oso

Cuna del Invierno - Primavera

Frío. El olor del abeto. Pino y roble, arciano, humedad. Olisquear el aire, aguardar. "Estos bosques te enseñaron sus canciones, los bosques te enseñaron", canta el viento del Norte, y la piel se eriza con la lengua suave del aire gélido y el abrazo punzante de su nueva bienvenida.

No hay que pensar aquí. Solo está el viento, la tierra, el frío y los aromas que se escurren en ellos, punzantes, dejando que los saboree un instante antes de encontrar los rastros, dejándome llevar. Hundo una mano desnuda en la nieve y la froto contra mi rostro, el cabello y las pieles que me cubren, impregnándome del perfume de la tierra, casi sumergido en ella bajo la ventisca persistente.

Todo ha quedado atrás. Lo he dejado todo atrás. Las visiones inquietantes más allá del Portal, el extraño ungüento destinado a apagar la Luz en Stratholme, las órdenes discutidas hasta la saciedad en la Guardia del Sol Naciente, los brazos cálidos de Rashe. El mundo. Ya no está. Se disuelve todo en polvo y ceniza cuando piso esta tierra, empuño la primitiva maza y estoy solo. El miedo, la duda, la extraña sensación de incomodidad que siempre palpita al fondo de mis venas cuando todo parece demasiado complicado y los pliegues de la realidad se doblan una y otra vez para desesperación mía, todo se esfuma en el impulso y la sencillez de la caza. Aquí no existe nada.

Las ramas se agitan. El susurro crece, claro, las palabras antiguas de ancestros que no he conocido, de historias que he vivido en parte o nunca he vivido, de sueños incompletos y visiones de una verdad superlativa. Me canta el viento del Norte, auténtico y directo, se cuela en mis oídos y envuelve mi espíritu. Es auténtico. Es real. No esconde nada.

"Los bosques te enseñaron sus canciones, nosotros te enseñamos. Nuestra voz, nuestra voz."

Esta es la única verdad, yo y el oso. El terreno conocido donde encontrarme conmigo mismo, el refugio más profundo de la fortaleza es un bosque nevado. 

Estamos solos en mi mundo, el bosque, el oso y yo; él está en alguna parte, y le busco. 

Tomo aire profundamente, escucho los pasos leves y el resuello quedo de su garganta en alguna parte del inmenso bosque. Deslizo los dedos sobre la cicatriz un instante, invocando el recuerdo, y ruedo desde detrás de la piedra. 

La maza a la espalda, las manos sobre el suelo. La nieve me cubre, se prende en mis cabellos, y busco con la mirada entre los copos que se enredan, insistentes, bailando en el vendaval. 

Buscar el rastro. Avanzar. No hay que pensar. Saltar la hondonada. Rodar tras el tronco caído. ¿estoy demasiado al este?. Aquí sigue el rastro. Una huella junto a una raíz. Las pieles flexibles, suaves y cálidas no tintinean, me convierten en un cazador silencioso. Mis pies y mis manos parecen volar sobre los montículos lechosos, apenas hacen ruido cuando toman tierra al alcanzar la parte inferior del terraplén. Conozco ese árbol, y aquel de allá. Esa rama quebrada lleva años ahí. 

Espera.

Algo se mueve en la ladera.

Agazapado, en silencio, apenas respiro. Lo observo, a pocos metros de mí.

Es blanco, blanco y enorme. Camina despacio, moviendo la cabeza a un lado y a otro, deteniéndose en ocasiones para abrir las fauces, dejar colgar la lengua rosada y lamer el musgo de una roca viva. Luego escrutan la niebla blanquecina sus ojos claros, destellando. Su respiración es gorgoteante cuando el cuello poderoso se arquea y flexiona los músculos del lomo, haciendo ondular el pelaje albino para incorporarse y aguardar un instante, antes de proseguir su avance con más cautela. Se apoya en la única pata delantera y el muñón de la otra. Parece que ha sanado bien, y sigue vivo. Eso me alegra.

Me arrastro lentamente, en un movimiento fluido. Silencio. Mejor que no me oiga. Asciendo y le rodeo, sin apartar la mirada de su silueta, cada vez más lejana, dejando que la nieve se cuele bajo mi ropa al llevármela por delante, que impregne mi rostro. No importa el frío, solo importa hacerlo bien.

Tengo el viento en contra. Mi olor no le llegará, pero el suyo me alcanza, penetrante, cálido y salvaje. Cuando alcanzo la posición correcta, solo me doy un par de segundos para sonreír, antes de atacar.

Corro hacia él, inclinado hacia adelante, con una mano en la empuñadura. Me oye. Se gira y estalla el rugido. Se elevan sobre las colinas, lo oigo en mi garganta. Sus ojos son hogueras de hielo. Despierta el calor al instante cuando recibo el zarpazo, luego escucho el crujir del hueso.

Salta. Échate a un lado. Evita las zarpas de nuevo. Cuidado con la sangre. Y sobre todo, que no te muerda. Que no te muerda. Le he mordido yo, eso creo. Se tambalea, la maza de piedra le ha golpeado y sangra por un costado. Nada grave. Su sangre se mezcla con la mía. Tengo un brazo herido, pero no importa.

Podría morir hoy. Pero tampoco importa.

Brama el viento y se levanta, agitando las ramas, haciendo caer pegotes de nieve a nuestro alrededor. Jadeando, nos miramos a los ojos. Se extiende una sensación de fortaleza, de entereza en mi espíritu al recibir esa mirada, justo la que vine a buscar. Uno frente al otro, por un momento nos miramos, en guardia.

El silencio se hace rey en mi interior, manteniendo esa mirada, y todo parece de repente mucho más claro, primario y original.

Se aleja unos pasos, reculando. Y cuando se da la vuelta, sin siquiera lamerse la herida, sabe que no le atacaré. Yo sé que no me atacará, porque es mi oso, y ninguno de los dos moriremos hoy.

Se aleja, con los pasos de un rey salvaje, internándose entre los troncos sin correr, sin mirar atrás un solo instante. La nieve incesante cubre sus huellas profundas cuando ya se ha ido, dejando un gruñido como respuesta a mi soledad y un arañazo profundo de cuatro estrías en mi brazo derecho, para recordarme quién soy, para recordarme por qué no necesito motivos para hacer lo que hago. Para recordarme cual es mi lugar.