lunes, 3 de octubre de 2011

CXVI .- Interludio: Noche de tormenta

Resplandor rojo. El resplandor rojo lame todos los contornos. Es una aguja de luz sucia y penetrante procedente de los rescoldos de la chimenea. Ese fuego mortecino que apura sus últimos estertores es toda la luz que hay en el refugio de cazadores. Las ascuas y algo más. Sí, algo más. También el brillo verdoso. El de las runas, esos trazos fosfóricos que adornan el cuerpo desnudo de mi brujo. El de sus ojos, cuando se asoman entre las pestañas oscuras con una mirada líquida, prendida de deseo.

Es invierno y afuera cae la lluvia, arrullándonos desde el exterior. Sobre el murmullo del agua, puedo oír nuestras respiraciones atropelladas, y el sonido húmedo de los besos al partirse. Las losas del suelo están frías, parecen de escarcha. No es que estén congeladas, es que mi cuerpo arde. Me ha rodeado con las piernas. Yo le tengo atrapado debajo de mí, cercado con mis brazos, encadenado con mis manos, asediado por mi boca. Salté sobre él desde la cama. Le arranqué la ropa, que ahora está dispersa a nuestro alrededor como cadáveres tras una explosión, y su necesidad chocó frontalmente con la mía, ávida y plena como una flor abierta. Es tan fuerte que esta vez no ha opuesto resistencia. Ni siquiera la ha fingido un rato.

- Suéltame…

Es un susurro lento y resbaladizo, sin rebeldía.  Le haría caso, pero estoy demasiado ocupado llenándome la boca con el sabor de su piel, de la carne tierna y blanca. A pesar de esa blancura, no es un manjar insípido: sabe a especias potentes, a almizcle y pimienta. También a magia, y a algo oscuro y atractivo, magnético como la noche estrellada. Y huele igual. Le muerdo el cuello, conteniéndome para no hacerlo de verdad y herirle, aún no. También tengo que controlarme para no devorarle del todo. Lo haría con gusto, arrancar la carne de los huesos, masticar y engullirle…si no supusiera quedarme sin él para siempre.

- Quiero tocarte…

Sus muñecas unidas están sujetas por una de mis manos, contra el suelo. Cuando se arquea bajo el roce de mi boca exigente, remueve los dedos largos y blancos. Forcejea débilmente, con un quejido. Le suelto al fin, mientras hundo los dientes sobre su pecho. Exhala un suspiro y sus manos vuelan hasta mis cabellos. Tira de ellos con fuerza medida, recorre mis hombros con una caricia intensa después y cierra los dedos en ellos, arañándome con un gesto preñado de anhelo.

Ven

Me está llamando. Su cuerpo se arquea otra vez debajo del mío, sus talones me apremian, clavándose en mi espalda.

Ven… ven…

Es el deseo, que nos quema. Se escurre de los poros en forma de sudor fragante, se huele en el aire, con el perfume mezclado de los dos, se siente en la manera en que mi piel parece pegarse a la suya, absorberla, diluirla para ungirse. En la potencia con la que mis mandíbulas se cierran y le hacen sangrar. En la manera en la que él se tensa y ahoga el gemido – siempre hace igual, no me deja oírle… algún día le haré gritar… gritar… - y en el modo en que la sangre se desliza por mis venas como un ejército de caballería, galopando, encendiendo antorchas.

Ven del todo…

Es el deseo, que nos quema. Pero también es algo más. Sé que hace tiempo que lo está adivinando. Ese bramido lejano en mi interior, esa vibración suave, inalcanzable aún, que hoy ha descubierto, que yo no he sabido esconderle. Que no he querido esconderle. Cuando convierto el mordisco en algo serio, su sangre me cosquillea sobre la lengua. Esta vez no la escupo y me abrasa la garganta al tragar, arde al llegar a mi estómago. Alzo el rostro, embriagado de lujuria, lamiéndome los labios. Levanto sus caderas para acceder a él, obedeciendo a su llamada. Al moverme, nuestros cuerpos se han separado un tanto y él estira los brazos y los dedos hacia mi.

Su imagen se me graba en las retinas: Su pelo revuelto, los matices irisados que la luz del fuego le arranca. La expresión de su rostro, semejante a la de un religioso que se acerca al éxtasis divino. El brillo de la saliva sobre sus labios entreabiertos – me golpea el hambre, quiero morderlos ya – y la mirada lánguida y rendida. Está escuchando el fragor lejano, y lo quiere. Está escuchando la tormenta, y la desea.

- Ven…

Ven… lo quiero todo de ti.

¿Le arrasará si se la brindo? ¿Podrá con ella? ¿Se ahogará, le anegará? Tengo miedo de aplastarle con la tempestad, es cierto. Pero hay otra cosa. Sé que es demasiado. Esta tormenta que me ha acompañado toda mi vida, que forma parte de mi, es tan enorme que ni siquiera yo puedo contenerla. Me quiebra, me rompe y a veces se me escapa en forma de violencia… la única forma que sé darle. Es demasiado grande. ¿Quién va a poder aceptar mi tormenta? Y peor aún, ¿Quién va a poder corresponderla?

Y si él no puede… si no puede corresponderme, ¿qué será de nosotros? ¿Me decepcionaré? ¿Qué haré con ella, qué ocurrirá? ¿Me devorará mi propia intensidad y acabaré enloqueciendo por completo? ¿Podré volver a mirar a Theron como ahora, o  nada volverá a ser lo mismo?

Ha cerrado los ojos un instante, pero cuando vuelve a abrirlos, todas mis dudas desaparecen.

Lo quiero todo de ti… hazme digno. Hazme digno de ti.

Me conmueve hasta romperme, me lleva al borde del delirio. ¿Cómo podría no dárselo todo, no demostrarle que lo es? Me inclino para rodearle con los brazos y le levanto del suelo, estrechándole contra mi cuerpo. Él me rodea con los suyos, los cabellos oscuros me cubren el rostro. Le busco y me busca, y cuando nos hemos encontrado, se deja caer, sumergiéndome en su interior.

El incendio estalla. Se eleva y me nubla la razón. El abrazo estrecho tira de mí hacia sus profundidades. Me hundo en esa presa caliente y apretada que se anuda sobre mi sexo hasta enterrarme por completo. Las llamas están danzando a nuestro alrededor y a mí me importa un bledo que me consuman. Ya estoy cansado de tirar de mis propias riendas. Quizá estoy siendo más apasionado de lo normal, porque le he arrancado algunos gemidos, y otra vez él está con la espalda en el suelo. ¿No le había levantado? El rugido de la tormenta me ha taponado los oídos, y detrás el tintineo constante, la música cristalina y armónica que siempre me acompaña.

Mientras nuestros cuerpos se entregan a la liturgia y a la comunión, en el vínculo le siento expandirse, desplegarse como un vórtice silencioso, profundo, oscuro y callado. Es una noche infinita que se abre, sin paredes ni límites. Honda y acogedora, se abre y aguarda.

Ya estoy cansado de tirar de mis propias riendas. Rodamos sobre las baldosas, le sujeto para embestir más profundamente, para llegar más lejos. Él araña el suelo.

Ya estoy cansado. Suelto las correas y me dejo llevar.

Y no sé lo que ocurre, porque no hay control. Sólo puedo sentir el pálpito violento de mi propio corazón, las corrientes eléctricas que viajan a través de mis nervios, las explosiones dentro de mí, vibrantes, estallidos de vida, diminutos cosmos que estallan y se expanden. La tormenta relampaguea y cruje y, al fin, se desata. Llueve a raudales sobre él cuando me vuelco en su interior, abriendo todas las puertas de mi consciencia para entregarle todo lo que soy. Todo lo que siento. Como no lo he hecho nunca.

Veo su rostro, como desde muy lejos, crisparse. Veo saltar las lágrimas y escurrirse por sus mejillas, veo abrirse sus labios. Sus dedos están en mi espalda, clavándome las uñas. Su mirada me observa con adoración, viéndome en todos mis espectros, en todas mis formas, alcanzándome en todos los lugares en los que estoy, alcanzándome en todas partes. Mi cuerpo se agita y convulsiona con el clímax, que no hace sino potenciar la sensación de desahogo y alivio de mi espíritu, que se ha desembarazado de todas las murallas y se muestra tal cual es.

La tormenta es inmensa, porque así es mi manera de sentir. Es eterna y es infinita porque no puedo evitarlo… porque no tengo medida, y no sé odiar un poco ni amar lo justo, no sé creer hasta cierto punto y no sé dolerme a medias. Pero la noche de Theron también es inmensa, es eterna y es infinita. Está recibiéndolo todo. Su cielo sin estrellas se adorna con las gotas de lluvia, con los relámpagos furiosos, con las perlas acuosas de mis recuerdos y los soles ardientes de mis emociones. Y también aquí encajamos como nadie podría hacerlo.

Y cuando todo termina, cuando la lluvia se convierte en gotas de rocío y la tormenta se disipa al haber encontrado donde ir a morir, sólo existe la calma y el silencio. En la habitación, solo somos dos cuerpos enredados sobre las baldosas. Dos elfos cubiertos de sudor, aún unidos y abrazados, intentando respirar, con la mirada perdida y la expresión de quien ha visto un milagro. Pero en otra parte, en algún lugar que sólo existe dentro de nosotros, en ese espacio que comparten nuestras almas… allí somos dioses. Dioses cogidos de la mano, contemplando bajo los restos de esta lluvia un firmamento limpio, en el que la noche es azul y los astros resplandecen, giran, bailan y cambian. Y en la catarsis mística de este momento, le escucho aún, en mi interior, con una voz rendida que resuena directamente dentro de mi alma.

Eres sublime

Y por muy duro que sea, seamos sinceros… cuando tras una experiencia como esta a uno le dicen algo así, ¿qué puede hacer? Sólo puedo claudicar, encogerme sobre mí mismo y abrazar a mi brujo como si no hubiera nada más importante sobre este mundo.

Porque no lo hay.

Porque es él mi mitad.

El único capaz de enfrentarme. El único capaz de sostenerme. El único capaz de abarcarme.

El único que puede corresponderme.