lunes, 20 de junio de 2011

CXIV.- Se detuvo cortésmente por mí (IV)

El lago es un espejo y está en calma, hoy el aire no se mueve. Las cercanías de Rémol no suelen estar demasiado transitadas; los guardias de la muerte no se acercan al lago mas que para echar a los curiosos o para abatir a algún murciumbrío particularmente peligroso. Ahora es por la mañana, la luz del sol es casi dorada. Las nubes verdeantes que sobrevuelan eternamente los Claros de Tirisfal parecen haber dado tregua durante unos minutos luminosos.

Y es la luz de ese sol moribundo al destellar sobre la silla de montar de su corcel lo que me advierte de su presencia. La única presencia en este paraje de verde ceniciento, de troncos grises y telas de araña entre las raíces de árboles agonizantes. El lago, gris de plata sucia, susurra una letanía fantasmal. La busco con la mirada, respirando hondo, armándome de valor.

He venido preparado. Nos hemos citado, de hecho… así que he tenido tiempo para hacerme a la idea. Pero nunca es suficiente tiempo, nunca podré estar verdaderamente listo para esto. Jamás. Llevo la armadura impoluta y el tabardo limpio, el corazón temblándome en el pecho. Da un brinco y me golpea las costillas cuando guío a Elazel entre los árboles y descubro al fin la llamarada de su cabello.

Tengo que detenerme a respirar tres veces antes de desmontar y acudir a su encuentro a pie. La hierba cruje bajo las botas. Mis pasos se encadenan uno tras otro, sin preguntas, sin vacilación, ineludibles como el deber, como el destino que ambos hemos escrito.

Ivaine y yo.


Nosotros hemos escrito nuestra historia como hemos querido. Hemos luchado contra todo, contra todos, combatiendo contra el destino y hasta contra la voluntad. Pero todas las historias tienen que acabar, eso dicen.

Esta historia se acaba aquí. Se acaba hoy. Pero no acabará nunca para mí, seguirá perdurando en mi corazón. Será tan eterna como el infinito… siempre viva, para siempre. No dejaré que ninguno de sus recuerdos se marchite y caiga como las hojas de otoño; ella será siempre mi bosque de primavera eterna, mi océano inabarcable. Siempre lo ha sido, mi reina.

La recuerdo de nuevo, con la piedra de afilar cantando sobre la hoja. Su perfil, tan hermoso como el primer amanecer y ella tan ignorante de su belleza, tan jodidamente persistente en su ignorancia. La voz grave, aterciopelada, acariciándome los oídos.

“Porque yo no podía detener la muerte, ella se detuvo cortésmente por mí; en el carruaje cabíamos sólo nosotras … y la inmortalidad”

- Ivaine.

Levanto la vista para esperar a sus ojos. Ella está arrodillada frente al lago, dándome la espalda. El corselete de placas se le ha descascarillado en un lateral, tiene una hombrera rayada y no lleva guantes. Sus manos, blanquísimas, parecen de cristal. Son mas suaves ahora de lo que lo fueron nunca, pero tan frías…

Me gustaban ásperas. Su tacto era vivo. De árbol. De lucha.

“Y su pelo como un tejo incendiado, esos árboles de hojas del color de la sangre, capaces de provocarte alucinaciones… dioses, y tú te embriagaste con ellas, Ahti. Una y otra vez. Una y otra vez, hundido en la rojiza hojarasca de su cabello, entre sus manos de piedra, en los ríos y los valles de su cuerpo, en su fuego imperecedero”.

Se gira lentamente. Los ojos de hielo se fijan en los míos y vuelve a sobrecogerme la sensación terrible y trágica de que me la han arrebatado para siempre. Su mirada atraviesa mi corazón con el hielo azul que la cubre. Es como el filo de una navaja oxidada y cubierta de sal.

¿Cuántas veces voy a matarme con ella? ¿Cuántas veces más?

Me acerco sólo unos pasos, sintiendo con claridad como cada uno de ellos se me hunde en el alma y la desgarra. Oh, Ivaine, joder…no quiero recordarte así, pálida, con los ojos desprendiendo el resplandor insano con el que te han obligado a seguir viviendo después de muerta, con los dedos crispados, mirándome de lejos.

Ella se pone de pie. Una de sus manos gotea: estaba tocando el agua del lago. Las gotas caen sobre las briznas de hierba y se convierten en estrellas de escarcha. De tus manos, que eran pájaros de fuego, ahora se desangra el invierno. Joder, Ivaine. Dioses. ¿Cómo he podido consentir esto tanto tiempo, en qué estaba pensando? ¿Podrás perdonarme algún día?

Ojalá hubieras reído más. Ojalá hubiera sabido hacerte más feliz.

- He estado en Arathi.

Es ella la que rompe el silencio y su voz me marea por inesperada. Ahora está mirando mi atuendo. Llevo la armadura del Alba Argenta; le he sacado brillo hasta dejarla casi nueva. Me he arreglado como si viniera a una cita, y lo es. Triste, pero una cita, al fin y al cabo.

Ella tiene el cabello lleno de polvo y su ropa está medio rota.

- ¿A qué has ido allí?

Mi voz es demasiado suave. No recordaba que esta es mi voz para Ivaine, mi verdadera voz, la que sólo ha escuchado ella… y tal vez, últimamente, alguien más.

- Fui a buscar recuerdos. Pero no queda nada – ella vuelve el rostro hacia el lago con un ademán brusco – veo sus rostros, recuerdo lo que hicieron, lo que dejaron de hacer. Pero no hay nada detrás. No puedo sentir ni siquiera nostalgia.

Dioses, Ivaine. El nudo corredizo se estrecha y me ahoga, la bota me pisa el pecho. Por un momento creo que voy a venirme abajo. No voy a ser capaz de hacerlo. Luz Sagrada, dame fuerzas. Ojalá pudiera simplemente caer de rodillas y romper a llorar; gritar, golpear la tierra con el puño. Gritar. Gritar tu nombre.

Los recuerdos se me enredan como un torbellino; giran también en mi garganta, impidiéndome hablar. Pero me tengo que arrancar las palabras. Lo hago, obligándome a mirarla. Mirar lo que le he hecho soportar durante… durante… dioses, ¿por qué no hice lo que debía?

- ¿Podrás perdonarme, Ivaine?

Alza el rostro de improviso, clavándome esos ojos azules y pálidos con un gesto tan doloroso que pareciera que fuera a romperse en cualquier instante. Le tiemblan los labios y deja caer los hombros, ladeando la cabeza. Parece que fuera a derrumbarse. Me estremezco. Es tan vívida la impresión de fragilidad de mi Carandil, que antes era todo nervio y energía, que, antes de darme cuenta de lo que hago, he recorrido el espacio que nos separa y la tengo entre mis brazos.

- Ivaine, lo siento tanto… lo siento - se me atropellan las palabras - Perdóname por haberte hecho esto.

Su cabello aún conserva un rastro del aroma que le acompañaba en vida, un recuerdo ajado y marchito de su perfume. Sigue teniendo el pelo áspero. El frío que desprende me empaña la armadura, y ella se revuelve con escasa convicción, ahogando una suerte de gemido gutural en la garganta.

- Quería… quería recordarte…Rodrith…

¿Cuándo dejaré de matarme con ella, una y otra vez? Pongo nombres a mis armas, pero la hoja con la que constantemente me atravieso es Ivaine. Y ella no se merece ese papel. El Exánime la condenó una vez, y yo la condené otra al no ser capaz de liberarla. No estoy llorando, y ese llanto que no brota se convierte en cuchillas desfilando por mis venas, por mis nervios, por mi carne. Me palpita en las sienes, me destroza el pecho a dentelladas.

- Te he hecho algo horrible – susurro en su oído. Sus manos se han detenido, crispadas, sobre mi tabardo – Te he hecho algo horrible, Carandil. Pero ahora lo he comprendido y quiero arreglarlo.

Su cuerpo se relaja. Sopla la brisa por primera vez y ella alza el rostro de luna una vez más. Una extraña paz se refleja en su semblante, y una llama vacilante, esforzada, titila por un momento en sus pupilas. Me agarra con fuerza mientras me arrodillo sobre la hierba, con ella entre los brazos. La sostengo así, como la princesa de un cuento. La princesa encantada y su príncipe. No... nosotros nunca hemos sido un jodido cuento de hadas. Cuando habla, su voz es un hilo dulce y grave, vibrando contra mi pecho.

- Aunque no pueda sentirlo, sé cuanto te amo – Sus ojos vuelven a mí, graves, profundos, nostálgicos – Sé cuanto te amo porque sé cuanto me duele.

Aprieto los dientes. Cierro los puños. La sacudida que me producen esas palabras amenaza con echarme abajo; un hormigueo salvaje comienza a morderme las yemas de los dedos, los lagrimales. Dioses misericordiosos, Luz piadosa…yo solo me lo busqué. Este dolor, esta locura.

- Agárrate fuerte, amor… - casi jadeo, incapaz de hablar, atrincherándome en mi determinación, en el valor que siempre ha despertado por ella, para ella. Mi mujer, mi fortaleza, mi reina – Agárrate fuerte. Ya no habrá más dolor.

Ella se aferra con fuerza a mí, el rostro hundido en mi pecho. Sabía que no podría alzar la espada contra ella, así que esta es la única manera de salvarla, de salvarme. Comienzo a invocar y la Luz vibra, enredándose a mi alrededor, lenta, acumulándose, concentrando calor y presión en el aura que me circunda. Ivaine se remueve, inquieta, pero no se suelta.

“Porque yo no podía detener la muerte, ella se detuvo cortésmente por mí; en el carruaje cabíamos sólo nosotras … y la inmortalidad”


No me gustan las despedidas. No se me da bien decir adiós a la gente, y mucho menos a aquellos a los que amo. Con Ivaine, simplemente, nunca he podido. Jamás. Jamás he sido capaz de renunciar a ella. El resplandor dorado se ha vuelto más intenso. Le levanto la barbilla con una mano, amarrándome la desesperación, mientras la energía sagrada gira a nuestro alrededor, tintineante y cálida. Necesito estar seguro de que ella está segura… de que no hay más que decir. Ahí dentro solo hay una mirada de glaciar y el ceño fruncido.

Dioses, Ivaine. Mi amor. Cuánto te he amado… cuánto te amo.

La abrazo de nuevo, estrechándola esta vez como si quisiera partirla en dos. Cierro los ojos, y sin necesidad de una sola palabra, la Luz se desata. Ivaine se tensa entre mis brazos. Aflojo la presa brevemente y la siento arquearse hacia atrás, estremecerse y temblar. La hierba está calcinándose bajo la Consagración, los vocablos divinos salen de mis labios con facilidad. Los haces de luz pasan a través de ella, entonando sus gloriosos himnos y bañándola en el resplandor de Su gracia. Y se escucha el chasquido del metal al quebrarse cuando su hojarruna salta por los aires, partida por la mitad.

Tan pronto como viene, el fogonazo desaparece. Tomo aire en profundidad tras la canalización, sujetando a mi mujer entre los brazos.

Y entonces, me mira.

Mientras su cuerpo se desploma sobre mis rodillas al liberarse de la tensión del espasmo, sus ojos se fijan en los míos. Rojos como sangre coagulada. Rojos… entre las pestañas rojas, la sonrisa suave, las lágrimas rodando sobre sus mejillas, que han recuperado el color. Una mirada tranquila, de alivio y de paz. La vida estalla en ella, repentinamente, como por ensalmo, con todo el calor de su fuego y la energía de su respiración. La sangre brama en sus venas, de nuevo cálida.  Y su corazón está latiendo.

Rodeo su rostro con los dedos, incrédulo. No puedo respirar. Ivaine. Ivaine. Quiero llamarla, pero no me sale la voz del cuerpo, y cuando lo intento, veo que sus párpados se cierran. Y el estallido de vida, igual que vino, se marcha. Porque ahora mi amor está muriendo de verdad, y se marchita tan deprisa como floreció.

No, no. No.

- Ivaine…

Tengo que decírselo. El último aliento de Ivaine Harren se escapa entre sus labios. Me apresuro a atraparlo en un último beso desesperado, recogiéndolo como un tesoro. Sus labios son cálidos otra vez y me responden con un amago sutil y agotado. No quiero perderlo. Nada puede perderse. Joder, Ivaine… ¡Mierda! Tengo que decírselo. Un latido de su corazón, solo uno más…

- ¡Carandil!

Está lloviendo. Llueve… ¿son mis ojos? Mis ojos se derriten, se deshacen, diluvian. El otro latido. ¿Por qué no llega el otro latido? Su corazón se ha callado. Le peino los cabellos, le rozo las mejillas, con los dedos temblándome y el aliento encabritado. No me llega el aire a los pulmones. Su rostro está tibio. Ivaine sigue caliente pero ya está muerta. Está muerta y no se lo he dicho. No se lo he dicho. Mi corazón lo está gritando y no he sido capaz de decirlo.

Cuando empieza a llover de verdad, el mundo hace rato que ha desaparecido. No hay mundo, pero yo me quedo aquí. Me quedo aquí, con mis recuerdos, con mis lágrimas y el "te quiero" que no he conseguido pronunciar pudriéndome el alma. Me quedo aquí, abrazándola, dándole todos los besos que no le di y diciéndole todo lo que ya no puede oír. Me quedo aquí, hasta que venga Theron, y entonces nos llevaremos a Carandil al Norte. Allí donde nace la nieve, mi amor.

Donde fuiste feliz. Donde me hiciste feliz.

CXIII.- Se detuvo cortésmente por mí (III)

El aire está viciado hoy en las ruinas. Trae aroma de lluvia rancia y recuerdos de tierra húmeda. Camino, sacudiéndome la capa, en busca de la presencia esquiva y silenciosa que parece escurrírseme entre los dedos desde hace ya casi dos semanas. Las sombras de los edificios derruidos se recortan en el suelo, con siluetas deformadas y de proporciones absurdas; una culebra enfermiza se arrastra entre dos piedras. ¿En qué estábamos pensando cuando elegimos este lugar? Lo peor es que cada día que pasa, lo encuentro más cercano a mi ánimo.

No soy fácil de deprimir, pero no llevo bien algunas situaciones. En algunos momentos, simplemente es demasiado, hasta para Ahti. La muerte de Eliannor, el asunto del pacto… Seidre. Sobre todo Seidre. Es un nudo que se me estrecha en la garganta como una soga. Cuando pienso en ello tengo verdaderas ganas de hundirme la espada en el pecho y acabar con todo. Si no lo hago es porque… pf, yo que sé por qué.

O sí lo sé.

Ahí está.

Veo su silueta oscura junto al pozo cegado. Es una toga que ondula con el viento suave, una melena enredada y dos ojos vacíos, vueltos hacia la memoria y la nada. Está inclinado hacia delante, como si algo le pesara en los hombros, con los brazos colgándole a los costados. Solo, desamparado, un cuerpo delgado y frágil de pie bajo una tempestad invisible, incapaz de dejarse caer del todo pero esperando ser derribado por el trueno.

Me cruzo de brazos, tragándome la angustia espesa. No le escucho ahí dentro desde hace días, sólo veo el discurrir monótono de sus pensamientos. Está sin estar. Ha dejado un maldito, puto agujero donde antes le tenía a él y…

Respiro hondo y me paso la mano por la cara y me tranquilizo. Es momento de hacer algo. Ya le he dado bastante tiempo: primero le dejé unos días con su duelo y su dolor. Estas cosas son jodidas, y lo entiendo. Más adelante, hemos hablado, o más bien he intentado hablar con él. No ha vuelto a llorar como el primer día. No ha vuelto a… nada en absoluto. Sí, cuando hemos conversado me ha respondido, he podido mantener una conversación con él, pero es como hablar con un muerto que está fingiendo que está vivo. Theron está en el limbo.

Y a estas alturas, yo ya…estoy empezando a asustarme, ¿vale?. No es que tenga miedo exactamente. Es una sensación, casi un recuerdo. Como si a mi alrededor nada fuera real y solo me envolvieran jirones de mi memoria y fantasmas difusos. Es la soledad la que me ha empezado a morder los tobillos, a enredarme en su sudario. Y yo la conozco bien. Me ha acompañado toda mi vida, y a veces hasta la he buscado; somos amantes circunstanciales. Pero ahora…

Hay un agujero donde antes…

Dejo de pensar y avanzo en pasos directos y seguros, envolviéndome en la capa. El viento arrecia y me agita el cabello. Theron vuelve el rostro a medias al escucharme llegar, pero su gesto es desvaído, cansado.

- ¿Cuánto hace que no comes? - le suelto sin más.

Me mira con la expresión de un muchacho extranjero al que de pronto le está hablando una calabaza o algo así. Le paso la mano ante los ojos, exagerando el gesto.

- Vamos, es una pregunta fácil. ¿Tenemos respuesta?

- Sí… sí – sacude la cabeza, negando. Su voz es… dioses, esa no es su voz, es una mala imitación – No… no lo recuerdo. Dos días, creo.

- ¿Tienes viales?

- Ten…- asiente con la cabeza. Luego suspira y vuelve a mirar al suelo – es pronto aún.

Le observo en silencio. Su rostro está afilado, escuálido. El cabello parece haber perdido su brillo. Es como si el jodido muerto fuera él, como si le hubieran robado el alma en vida. Joder. Joder, joder.

Theron

Segundos de silencio que se convierten en minutos. Él, mirando al suelo, yo, desesperando hebra a hebra.

¿Qué?

Ya está bien, tienes que volver.

Vuelve a mirarme, como si no comprendiera lo que le digo. Yo me he ido tensando poco a poco. Estoy con los brazos cruzados, erguido, pero en realidad estoy apretándome el pecho. Ahí dentro algo quiere estallar, y no quiero. No quiero decirle las cosas que… bastaría decírselas, y reaccionaría. O quizá no. No lo sé, pero no me quiero arriesgar. En cualquier caso, él ya las sabe. Debería saberlas. Tiene que estar sintiéndolo. Seguro que está sintiendo cómo me ahogo en ese agujero que se ha abierto en el lugar que él ocupaba, cómo me…

- Estoy aquí – dice con voz débil, sus ojos iluminándose un ápice.

- No, no estás aquí, y una mierda. No estás aquí, Theron. Estás en Lunargenta, en el momento en el que cogiste la daga y mataste a tu mujer. Aún no te has movido de ahí.

Aprieta los dientes y da un paso hacia atrás, como si le hubiera golpeado. Su mirada se vuelve llameante y se le encienden las runas al mirarme. Me muerdo la lengua para no seguir, y él se la muerde para ser moderado.

- ¿Por qué me lo recuerdas? ¿Crees que lo he olvidado? He matado a Eliannor – la voz ahogada, contenida, el gesto sereno, triste, resignado. Resignado. No lo soporto – Lo hice, Ahti. He matado a Eliannor y a nuestro hijo, el que llevaba en su vientre. No sé si puedes comprenderlo… esto no va a sanar nunca.

- Desde luego que no – le espeto, conteniéndome – Esto no se va a acabar, Theron. Tienes que salir tú.

Niega con la cabeza de nuevo y aparta la vista, se le está quebrando la mirada.

- Tú no lo entiendes – murmura.

Es la frase que más odio en este mundo. Cada vez que Theron me dice “tú no lo entiendes” me siento como si me diera una patada en el estómago. Y lo que es peor, con ganas de devolvérsela. Quizá es lo que le hace falta. Incapaz de dejarse caer del todo. Esperando ser derribado por el trueno.

- Yo no lo entiendo. ¿Esa es tu solución para todo? – aprieto los dientes - ¿Qué es lo que no entiendo exactamente, Theron? ¿Que has matado a Eliannor? Eso te aseguro que lo entiendo. ¿Que has matado al hijo de los dos? Bueno, lo que yo vi era un engendro demoníaco medio achicharrado sobre las baldosas de mi casa. ¿Me importa algo todo eso? No. Sólo una cosa. Tú y tu puta cobardía.

Le apunto con el dedo. Me mira y sus ojos destellan, muestra los dientes. Se está sintiendo amenazado. Y yo estoy cabreado. Muy cabreado.

- No estoy huyendo – replica, con poco convencimiento y mucha rabia.

- Sí, lo haces. ¡Deja de esconderte! Vivir es sufrir, ¿no? Te gusta mucho repetirlo ¿Y qué haces ahora? Revolcarte en la autocompasión, con la distancia suficiente para no sanar, y dejarte reducir a una piltrafa sin valor por un jodido revés. Aun estando muerta, la retienes y la envenenas, te niegas a soltarla, reviviendo una y otra vez la fatalidad de vuestro destino, porque como estaba escrito en las putas estrellas y todo el mundo predijo, oh si, la has matado, Theron. – hago una pausa para tomar aire. Sé que estoy alzando la voz. Ya me da exactamente igual  - Entiendo tu dolor. Lo entiendo perfectamente, maldito seas. Lo que no entiendo es que además te hagas ESTO.

Le estoy señalando con el dedo y algún engranaje gira dentro de él. La furia destella en su mirada cuando se abalanza hacia mí, beligerante, apuntándome con el dedo también.

- ¡Mira quién habla de retenerla, de envenenarla, de negarse a soltarla! ¿Y qué pasa con Ivaine?

- ¡No metas a Ivaine aquí! - replico, y esta vez ha sido casi un rugido. Las sienes me martillean.

- ¡Yo la maté, joder! – un par de lágrimas se le escapan. Me está mirando como si… como si… ¿qué? - ¡La maté, Ahti!

Se tira de la toga, repitiéndolo. Yo me he quedado quieto, observándole, con un nudo nuevo apretándose en mi garganta y reteniendo la rabia por la mención a Ivaine. Puede que no sea muy listo, y que muchas veces, Theron y yo no nos hayamos entendido. Pero ahora le estoy comprendiendo con una terrible claridad, y me siento morir al leer sus señales. Me está pidiendo ayuda.

Incapaz de dejarse caer del todo. Esperando ser derribado por el trueno.

Theron quiere que le rompa. Y yo no quiero hacerlo… pero sí. Y precisamente porque en el fondo, muy en el fondo de mi corazón, sí que quiero… precisamente por eso, no quiero. Es horrible querer hacer algo así a alguien a quien quieres.

Pero lo necesita.

- La maté… hundí el puñal en su vientre…

- Basta – he cerrado los ojos. Arrojo una mano hacia delante y le agarro de la pechera, abro los ojos de nuevo. Luz Sagrada, dame fuerzas para hacerlo bien. Para hacerlo por él, sólo por él. Que sea algo puro y sincero, que no sea ... el monstruo – Lo hiciste. Eres un jodido cabrón, lo hiciste. Pero no va a quedar impune.

El primer golpe es como un estallido de adrenalina. Le duele a él, y me duele a mí, solo que a mí también me desgarra por dentro. Ha sido un derechazo potente, que le ha hecho tambalearse hacia atrás cuando le he soltado la ropa. Da unos cuantos traspiés y gime. Se lleva la mano al rostro y escupe sangre, mirándome con los ojos fuera de las órbitas.

Lo estoy haciendo bien, porque no siento el menor deseo de seguir. No quiero hacer esto. No es agradable. No quiero hacerlo.

Pero, seamos sinceros…

¿Qué no haría yo por él?

El resto viene solo. Al principio, Theron opone una resistencia instintiva, pero pronto se limita a quedarse en el suelo y recibir los golpes, uno tras otro.

Es tu culpa, y este es tu castigo, ¿es eso lo que quieres?

No obtengo respuesta. Vienen las patadas, la furia, la rabia y mi propio dolor. Mi mente siempre ha sabido hacer esto: convertir el dolor en violencia, el sufrimiento en rebeldía, la tortura en ira. Lo transformo todo con la violencia, con el fuego de mis venas, los puños, las patadas… y a medida que el castigo se hace patente sobre la carne, mi pregunta se ve contestada. Puedo sentir los nudos deshacerse en su interior, el verdadero dolor rompiendo la superficie, la gruesa epidermis de su anestesia. Ahora puede sufrir por Eliannor porque está siendo castigado, ahora sí es digno de gritar su pérdida como lo está haciendo bajo los golpes, de sollozar y ahogarse con las lágrimas.

Al final, tengo que tirar de mis propias riendas para parar. Caigo sobre él, un bulto sanguinolento que se estremece, convulso, que llora y gime, que casi no puede respirar. Le recojo entre mis brazos como puedo, apartándole el pelo del rostro. Le agarro de las raíces y vuelvo su cara hacia mí. Y entonces yo también grito, con un grito quebrado, desangrándome de angustia.

- ¿Tienes ya suficiente, joder? ¿Es suficiente?

Theron está roto. El dolor agudo, punzante, terrible, cae sobre él también por dentro. Me echa los brazos al cuello y me moja la piel con sus lágrimas y la saliva que se escurre de la comisura de sus labios.

Lo siento tanto… lo siento tanto…

Estoy de rodillas sobre la tierra y le tengo abrazado, pegado a mí. Estoy pálido y mareado por lo que acabo de hacer… pero también aliviado. Ha vuelto. Gracias a la Luz, ha vuelto. La primera gota de lluvia se me antoja una bendición, me hace cerrar los ojos de pura gratitud. Le paso los dedos por los cabellos enredados y dejo fluir la Luz con lentitud sobre él, intentando consolar las heridas que yo mismo le he causado.

Lo siento tanto…

- Tranquilo – se lo digo casi al oído, manteniéndole muy cerca. No quiero que tenga frío. No quiero que se sienta solo. No quiero que le falte dónde agarrarse, dónde refugiarse ni un latido de corazón cercano para consolarse – Tranquilo, Theron. Todo saldrá bien. Te lo prometo.

Aprieto los labios. Siempre acabo haciendo estas cosas: promesas. Promesas de paladín.

- Te lo prometo.





Lo repito una y otra vez. De esta estoy muy, muy seguro.

CXII.- Se detuvo cortésmente por mí (II)

Me pregunto, mientras camino por estos pasillos, cómo debió ser para Theron su llegada aquí. Por lo que recuerdo de sus recuerdos, mucho más agradable que la mía. Sinceramente, no seré yo quien se queje. He jugado mis cartas y esto forma parte de la función. Hay posibilidades de que salga mal, sí, pero soy un superviviente. Siempre he sobrevivido. Y si no tuviera fe en mis capacidades para ello ni estuviera anestesiado del miedo a la muerte, no intentaría ni la mitad de cosas que intento, ni conseguiría la mitad de las que consigo. Llámame valiente. Igual más bien estoy pirado.

Cuando me sueltan de boca sobre la alfombra mullida, admito por primera vez desde que me prendieron que estos cabroncetes me estaban arrastrando. Aún estoy mareado a causa del maldito hechizo que me han tirado encima, pero planto los pies con firmeza en el suelo cuando me levantan y sonrío a medias, lamiéndome la sangre de los labios. Me arrancan la venda de los ojos con un fuerte tirón.

Miro alrededor.

Un lugar precioso: Losas doradas formando un mosaico que imita el sol, piedras viles flotando en la sala de paredes escarlata y una cama con dosel. Divanes, pipas de maná, alfombras, cojines y liras. Cortinajes de seda y gasa.

¿Lo interesante de verdad? Aparte de los invitados, que sólo hay un acceso a esta habitación. Y acabamos de cruzarlo. Cuatro tipos armados están detrás mía, dos de ellos me sujetan. Yo estoy desarmado, soy uno solo y algún guapo me ha regalado una maldición de debilidad. Aun así, me mantengo en pie por mí mismo con obstinación y trato de liberarme de sus manos, sonriéndoles con mi mejor gesto engreído.

- Muy amables, pero no me voy a caer. ¿O es que tenéis miedo de que os dé una paliza, ahora que estamos en igualdad de condiciones?

Uno de los elfos me regala un bofetón, que me duele tanto como si me hubiera golpeado una niña de tres años con distrofia muscular. De todos modos, hago como que lo he notado. A estos tíos duros amiguetes de la Legión les gusta pegar a los paladines. Mejor que estén felices.

- Ya basta. ¿Qué farsa es esta? – dice una voz femenina.

Entonces me digno a mirar a mi anfitriona, que resulta ser una eredar de más de dos metros y vestida con una toga de estilo siniestro y atrevido. Tiene una mano en la cadera y con la otra sujeta un bastón coronado por una piedra oscura y rojiza. Los cabellos, negros y rizados, se enroscan alrededor de sus largos cuernos, y en sus ojos brilla un resplandor de furia contenida. Sus pechos se comprimen dentro de un sujetador de metal que exhibe los montículos rojizos, turgentes, dos buenas tetas de demonio.

Dejo que mis queridos súbditos le expliquen la cuestión a la cabra, mientras mantengo los ojos sobre los suyos. No, no le miro los pechos, por tentadores que sean... o que pudieran ser para alguien con menos asco a los demonios que yo. Cuando tratas con esta clase de gente es fundamental mantener tu posición, demostrar fuerza, control, seguridad y sobre todo, dejar claro que ellos no tienen poder sobre ti. No tengo mucha experiencia con la Legión, pero sí la suficiente como para saber eso. Diría que funciona, porque mientras la cabra presta atención a la explicación pueril de los dos elfos, sus ojos vuelven a mí una y otra vez.

Apesta a demonio. Es un demonio. Odio a los demonios. Desearía exorcizarla y abrirle su corrupta y apestosa piel a base de latigazos de Sagrada Luz, que el fuego purificador deshiciera la máscara de voluptuosidad con la que se envuelven y revelase su verdadera naturaleza: vísceras corroídas, carne humeante y un alma negra y eternamente condenada. Pero en vez de hacer eso, exhibo mi mejor sonrisa y aguardo a que la curiosidad y el interés hagan su efecto, dejando que mi aura se expanda por si queda alguna duda de mi naturaleza.

- Largaos – espeta ella finalmente, haciendo un gesto a los guardias cuando se aburre de escucharles – Todos.

Aquí lo tenemos. Está jugando al juego: va a quedarse a solas conmigo para demostrar que no tiene nada que temer de alguien como yo. ¿Y por qué debería temer nada? Estoy desarmado, con una maldición de debilidad que me tiene mareado y casi no me tengo en pie. Soy una víctima perfecta, llegado el caso, pero por ahora no quiere matarme. Si hay una buena manera de empezar con los demonios, es entrar en su jodida casa diciendo que quieres hacer un trato. No falla. No se pueden resistir.

- Bonita alfombra – le digo, cuando nos quedamos solos. Me paso la mano por los labios y me peino con los dedos para ponerme presentable – pero el recibimiento ha sido un poco frío para mi gusto.

- ¿Qué tienes que ofrecer? - espeta.

La eredar va al grano. No están siendo muy amables, que digamos. ¿Será que a mi no me ven con potencial? ¿Es porque soy rubio y tienen prejuicios sobre mi inteligencia? Qué envidia, con lo bien que trataron a mi brujo aquí dentro, colmándole de atenciones, haciéndole la jodida pelota como si fuera la nueva promesa de la Legión Ardiente… sí, la envidia me corroe.

No espero a que me de permiso. Me acerco a la mesa que hay más cerca de ella con un movimiento estudiadamente repentino, que podría parecer amenazador y desestabilizar su pose. Sonrío al verla amagar un retroceso, apretando el bastón entre los dedos. Ahí está. Ella entrecierra los ojos, que vuelven a relampaguear. ¿Miedo? Vaya vaya, no diré que no me lo esperaba. No necesito mis armas para golpearle con la luz, y ella lo sabe. Así me gusta, las cosas claras. Aparto la silla y me siento.

- Quiero hablar sobre un pacto antiguo. Uno que afecta a dos personas queridas para mí y que fue sellado con Xaar.

Esta vez reprimo la sonrisa al ver cómo casi se le caen los ojos al suelo de la sorpresa. Oh, pero qué tenemos aquí. ¿Tanta puntería tengo? Parece que he dado en el blanco de todos los blancos. La cabra se repone de inmediato, alzando la barbilla. Un aura fría comienza a escocerme en la piel. Ahora la situación se vuelve delicada y peligrosa. No, hasta ahora no me lo parecía, la verdad.

- Con Xaar. Entiendo. – su voz se vuelve suave - ¿Por qué no me hablas de ello?

- Porque no eres Xaar.

La Eredar sonríe y luego deja libre su risa. Es como un cascabeleo, como el agua de las fuentes, pero más metálica. Tan preciosa como falsa. No alberga ni un rastro leve de calidez. La risa de un demonio siempre suena amarga, siempre.

- Tienes ojos de depredador, y la sonrisa de un lobo. Eres audaz, al presentarte aquí del modo que lo has hecho. Sin embargo, también has sido estúpido. – Se acerca a mí, sus pezuñas resuenan sobre las teselas. – Dime, ¿qué me impide ahora mismo arrancarte el alma, infligir a tu cuerpo tanto sufrimiento que pidas muerte y deleitarme con el sabor de tus lágrimas mientras mis artes corrompen todos los dones que la Luz te ha otorgado?

Arqueo la ceja.

- Vaya, esa frase es muy larga. Y lo que me propones no termina de agradarme... pero seguro que si lo piensas bien, encuentras algún motivo para no hacerlo, ¿verdad?

Mi sonrisa es espléndida. Adoro hacerme el tonto, pero esta tía sabe que lo estoy fingiendo.

- Basta de juegos.

- Sí, por favor – vuelvo a ponerme serio – quiero hablar con Xaar.

- Eso no puede ser. Antes tendrás que hablar conmigo. Yo seré su mensajera, y el enlace entre tú y él, si es que la relación se prolonga y duras vivo más de diez minutos aquí.

Su respuesta es tajante, y es demasiado pronto para regatear. Aun así, es un riesgo… creo que sé quien es esta zorra del averno, y si no me equivoco y se trata de Kaleen, entonces tengo que tener cien ojos y otro más de recambio.

- De acuerdo.

Ella sonríe.

- Perfecto. Dime pues, ¿qué venías a tratar con él?

Ha tomado dos copas de la mesa y las está llenando con una jarra. Es una especie de vino espeso y rojo. Se lleva la suya a los labios y deja la mía delante de mis narices. Huele a bayas, y un poco a almizcle y a corrosión, pero muy poco. Ni siquiera la toco.

- Quiero ofrecerme en el lugar de Theron y de Eliannor.

La eredar alza las cejas. Veo el resplandor de la codicia en sus pupilas, el hambre y el ansia. Un alma pura, un alma bendita. Sin duda es toda una delicia para gentuza como ella. Frunce el ceño y se lo piensa.

- No estoy segura de que Xaar…

- Por favor, transmítele el mensaje.

Se me queda mirando por largo rato, como si estuviera tratando de decidir entre escupirme o matarme, y finalmente desaparece por la única puerta de la sala, con un revuelo de faldas. Veo destellar el suelo bajo la puerta cuando cierra: un sello mágico. Claro, no voy a poder salir de aquí sin permiso. Contaba con ello.

Vale, no. No contaba con ello. Pero es tarde para ponerse nerviosos, ¿no? Me pongo la mano en la frente e intento sacarme de encima la jodida maldición, que hace que todo me de vueltas y me haya quedado derrumbado sobre la silla como un despojo. Lo intento una y otra vez, una y otra vez, acordándome de la madre que parió a Theron, a Eliannor, a Iradiel, pero sobre todo a mí mismo. ¿Quién me mandaría abrir la boca? ¿Cuándo aprenderé a mantenerme al margen?
Aún estoy echándome la bronca yo solito cuando ella regresa. Me esfuerzo en enderezarme.

- Hay algo más – golpea el suelo con el bastón. Los cuatro guardias han venido con ella – Xaar considera que das muy poco por mucho, así que añade una cláusula: Tenemos tres meses para probarte. En esos tres meses, vendrás aquí una vez por semana y pasarás tres horas entre estos muros. Aquí, nosotros pondremos a prueba tu voluntad y tu pureza, la veracidad de la Luz que brilla en ti y la calidad de tu alma. Si ésta permanece pura, inmaculada e incorrupta dentro de tres meses, Eliannor y Theron serán libres, y tú serás nuestro.

La sonrisa que se le dibuja al pronunciar la última palabra es casi lasciva. Entrecierro los ojos.

- ¿Y si fallo?

- Si fallas y ganamos tu alma… los tres seréis nuestros – se encoge de hombros – al fin y al cabo, un alma incapaz de resistir a las tentaciones o las torturas no tiene mucho valor, ¿no te parece? Menos aún como pago por pactos incumplidos.

Tengo que aguantarme para no estallar en una carcajada. Joder, esto ha salido mejor de lo que esperaba. Me mantengo serio y finjo que sus palabras me han hecho vacilar. Finalmente, asiento con solemnidad.

- Trato hecho. Os doy mi palabra de que mantendré lo acordado.

Uno de los guardias se acerca, desenvainando un puñal.

- Deja correr pues unas gotas de tu sangre para sellar este pacto.

- No.

El elfo intenta cortarme en la mano con el cuchillo, agarrándome de la muñeca. Pese a la maldición, aún estoy lo bastante ágil para darle un cabezazo en la mandíbula y arrebatarle el arma, sin levantarme apenas de la silla. El resto de los soldados se me echan encima, pero se detienen a una orden de la diablesa.

- No os ofendáis – añado, intentando ser cortés – pero soy un paladín. Si mi palabra no os basta, es que no sabéis lo que eso significa.



Los ojos de Kaleen relampaguean. No sé si por odio, por hambre, o por las dos cosas.

- Escoltadle a la salida.

Minutos más tarde, estoy en el exterior. El sol resplandece en el cielo. Me han devuelto la maza, pero no han eliminado la maldición. Suerte que el Sol Devastado ha acampado cerca. Es hora de buscar a un mago e inventar unas cuantas mentiras.

domingo, 19 de junio de 2011

CXI.- Se detuvo cortésmente por mí (I)

La playa está tranquila. La negra columna de humo se eleva hacia el firmamento azul, un borrón ceniciento sobre el lienzo claro, inmaculado. Estamos solos los dos, Theron y yo. Y por supuesto, las gaviotas. Las gaviotas de mierda, que rompen la armonía, gritan sin mostrar el menor respeto por la pérdida ajena, aletean y se cagan sobre las tumbas derruidas y los pilares tumbados. Son pájaros, solo entienden de comer peces y sacar ojos de náufragos. No se les puede pedir más, pero a mi me parece que están completamente fuera de lugar aquí.

El crepitar de la hoguera, el susurro de las olas, el canto de la brisa y los gritos de las gaviotas son toda la música que tiene Eliannor en su despedida de este mundo. Eso y mi voz. El murmullo quedo de mi plegaria es monótono y grave, sólo son palabras rituales y formulismos que deben impulsar su alma hacia la libertad. Las estoy repitiendo sin demasiado interés porque sé que en este caso no es más que una tradición sin fundamento ni efectividad, esto se hace con los muertos recientes o con los que están a punto de pasar al otro lado. El alma de Eliannor hace ya tiempo que se fue, y no voy a hacerla libre con una letanía.

Theron observa la pira funeraria con los ojos vacíos, lejanos, ausentes. No necesito mirarle para saber que es así: lleva en ese estado más de veinticuatro horas. De vez en cuando, le ruedan lágrimas por las mejillas, pero su expresión no cambia. No me refiero a que esté sufriendo una crisis, no. No es la expresión impasible y rígida de un shock, tampoco la dura y severa de quienes reprimen sus sentimientos y emociones bajo una máscara de fortaleza. No, esa técnica me la conozco yo, y no es eso. Es mucho peor. Su semblante expresa abandono, resignación, fatalidad. Si su rostro se resumiera en palabras, serían estas tres: “Tenía que pasar”. Su estado emocional, desde que le encontramos abrazando a Eliannor muerta y ese… esa cosa medio quemada en el suelo, es “tenía que pasar”. No lo piensa, porque no está pensando en nada, pero sobre él pende la espada tiznada de sangre de su maldición. “Estás maldito, Theron Solámbar”, eso canta la galaxia que gira a su alrededor. “Todos aquellos a los que amas, perecen por tu culpa. Por tu culpa.” Y él lo acepta. Tenía que pasar, tarde o temprano. Por su culpa, por su culpa, y bis.

- …Luz Sagrada que iluminas los caminos, concedes los Dones y disipas la aflicción, guía el alma de Eliannor hacia el descanso eterno, libre de toda carga, hasta su lecho intemporal de eterno reposo…

La leña de la pira cruje y chisporrotea. Ha costado encontrar ramas secas. El aceite sacramental exhala un aroma a incienso que disimula el hedor a carne quemada, y el de la carne que no está quemada aún. Cuando llegamos aquí llevaba muchas horas muerta, pero no se ha marchitado tanto como debiera. Supongo que tiene que ver con ciertos conservantes poco recomendables de color verde tirando a vil.

No estoy frivolizando. Bueno, quizá un poco, de acuerdo, pero yo necesito de ese antídoto, sobre todo ahora mismo. Ni siquiera puedo estar triste o jodido, porque Theron, simplemente, no está. No me contagia su ánimo porque no tiene ánimo, así que lo que me está contagiando es un gran y rebosante plato de nada: un agujero negro, un vacío lleno de vacío que anula cualquier cosa, hasta la compasión. No puedo sufrir por Eliannor, preocuparme por Eliannor, lamentar la pérdida de Eliannor … pero sí estoy preocupado del jodido brujo. En parte, lo prefiero. No me gusta sufrir.

Dicen que lo que no te mata te hace más fuerte. Si, supongo que tienen razón. Pero lo que mata a otros, eso sí que te hace más fuerte. Ves a la gente caer a tu alrededor: a los más queridos, a los que no te importan un bledo, al rico, al pobre, al que se lo merece, al que no, al viejo, al joven. Ves muerte a tu alrededor, y tú sobrevives. Te das cuenta de lo breve y caprichosa que es la vida y dejas de dramatizar respecto a la muerte. Hay quien diría que te acostumbras, pero es mentira. Nunca te acostumbras. Aprendes a aceptarlo, eso sí, pero no te insensibilizas, no dejas de angustiarte con cada llama que se apaga, por mucho que sepas que sus almas van a reposar… y no siempre es el caso..

-   …se desvanecen los dolores, parte con las Bendiciones de la Luz. Descansa y ve en paz, ahora que desaparecen los temores, parte con las Bendiciones de la Luz. Descansa y ve en paz, ahora que se limpian los pecados, parte con las bendiciones de la Luz.

Consagro el suelo y dejo una vela de cera en una lápida cercana.

Este sitio siempre ha sido un cementerio. Es uno de los lugares preferidos del brujo, creo que porque vivió muchos momentos hermosos con ella en esta playa, allí en el mundo del que proviene. Aquí se casaron Eliannor y Theron, hace cuatro meses. Les di las bendiciones, cruzaron el fuego y bebieron el Vino de la Sabiduría. Era un jodido cementerio, joder, era un mal presagio desde el principio. Todo lo era. Esto estaba destinado a ser un desastre desde el mismo día que se conocieron, antes de que ella llegara aquí, antes de que él llegara aquí… y a veces creo que soy el único imbécil que no se da cuenta de estas cosas. Pero pensaba que podría salirles bien, aún creo que podría haberles salido bien si lo hubieran hecho mejor. Los dos.

¿Cuántas veces le dije a Eliannor que no mirase atrás? ¿Por qué me resistí a alarmarme antes de tiempo y me amarré los dientes cuando me hablaron de Xaar? ¿Por qué cerré los ojos y me mordí la lengua ante tantas, tantas cosas?

Ah sí, espera. Sí que sé por qué lo hice. Porque no era asunto mío. ¿Ves, Ahti? Ahí lo tienes, parece que cuando no te entrometes en las vidas de los demás solo les suceden desgracias.

Me alejo tres pasos y me doy la vuelta para contemplar el mar. No quiero mirar más el fuego ni la negra humareda. Me recuerda cosas que no quiero recordar. Creo que, a pesar de la escasa afluencia de público y de mi quizá poco apasionada plegaria, ha sido un funeral digno para la esposa de mi brujo. Sería más completo si hubiera alguien, una voz femenina, recitando ese poema de Arathi. Ivaine se lo sabía entero, lo entonaba como si tal cosa mientras caminaba o afilaba la espada, sin importarle una mierda que fuera de un contenido un tanto macabro. “Porque yo no podía detener la muerte, se detuvo cortésmente por mí; en el carruaje cabíamos sólo nosotras y la inmortalidad”.  Habría sido apropiado.

Theron sigue con la mirada perdida en el horizonte, inmóvil. La brisa le agita los cabellos y la toga. Está pálido y tiene ojeras.

No voy a preguntarle por qué tenía el cuchillo en la mano. No voy a preguntarle por qué la ha matado. Me lo ha dicho, en uno de los pocos momentos en los que me deja oír su voz desde que les encontré en la casa. “He sido yo. Es culpa mía, la he matado”. Me ha costado creerle. Aún no me lo creo del todo, aunque sé que es verdad; al menos técnicamente. Pero no es verdad del todo.

¿Cómo puedo explicarle que Eliannor se suicidó? ¿Cómo voy a hacerle entender que empezó a suicidarse hace años? No voy a poder, y menos ahora. Hay cosas que Theron no quiere escuchar. Hay cosas que no está preparado para oír ni ver. No aún. Quizá nunca. Pero sé que no voy a poder cerrar el pico para siempre.

Entonces sucede un milagro. Está cruzando una gaviota por el azul del cielo y escucho una respiración, un suspiro. Theron mueve los labios. Va a decir algo, y su voz brota como el hilo agónico de una fuente seca, apenas un susurro, casi inaudible. Con los ojos verdes clavados en un horizonte invisible, sus palabras se balancean en la brisa:

- Ahora es libre.

Me quedo mirándole un rato. Aprieto los dientes y ahora es mi turno de suspirar, de desviar la vista, de resignarme. Le hice una promesa a Eliannor: le prometí que todo saldría bien. Le dije que no se preocupara por demonios ni precios. Pensaba cumplir esa promesa en cualquier caso, pero ahora… ahora no hay opción. No me basta con intentarlo.

Si el consuelo de Theron es que Eliannor es libre, si ese ha sido su motivo para hacer lo que ha hecho… joder, entonces por cojones tengo que hacer que así sea, o no seré más paladín que las putas, cochinas e insistentes gaviotas.






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(( N. de la A. : Los versos que cita Ahti son de la escritora Emily Brontë. El poema se titula "Porque yo no podía detener la muerte", y además, hay un relato que se titula igual que esta serie de entradas, aunque no tiene nada que ver con esto ^_^ ))

domingo, 12 de junio de 2011

CX.- El rastro

En los bosques marchitos, los osos están enfermos. Las llagas se abren en su piel como cráteres de pus. Sus ojos, antaño brillantes y sabios, están amarillos.

Los osos se pudren en las tierras del este, ulcerados, enfermos, moribundos. Aun así, resisten. Aguantan más que los ciervos o los lobos. Son un poder superlativo entre las criaturas de la tierra, supervivientes natos más por resistencia que por fiereza, pero con una furia aterradora cuando se despierta. Y no se despierta con frecuencia. Por eso, a la Plaga le cuesta corroerles. Ellos plantan cara a la infección y, cuando al fin se derrumban, devorados por la peste, tienen los huesos agujereados y hace tiempo que sus órganos se arrugaron en su interior.

Los osos no son fáciles de matar, ni siquiera para la Plaga.

Ten cuidado con el oso, dicen los viejos cazadores. No te engañes. Puede parecer tranquilo, pero siempre está alerta. Puede parecer torpe porque es grande, pero puede correr largas distancias, veloz, sin cansarse, puede pelear durante horas contra muchos enemigos, fiero, sin extenuarse. Sus zarpas son armas asesinas. Sus dientes, peores que los cepos de acero. Puede trepar y nadar, correr y hacerse el muerto, golpear, arañar, rasgar, destrozar, arrancar y amputar. Ten cuidado con el oso, porque es imprevisible.

Los osos duermen. Duermen largamente, hibernan en sus cuevas. Pero el sueño de los osos no es un sueño pesado, no. Aunque el oso esté hibernando en su madriguera, si pisas cerca, se despertará. Y no hay nada más peligroso que entrar en el territorio de uno de ellos. Los machos son implacables con aquellos que entran en sus dominios. Son territoriales, posesivos y agresivos si se amenaza lo que es suyo.

Así hibernaba yo, durmiendo dentro de mí. Duermo durante días, durante meses y a veces años. Y mientras duermo, sueño el sueño del Gran Espíritu. Sueño que soy un elfo y la Luz me guarda, sueño que busco desesperadamente algo que nunca encuentro, sueño que soy grande y poderoso, pero que no soy lo suficientemente grande ni poderoso para proteger a los míos, para hacer lo correcto, para estar orgulloso de mí mismo. Es un sueño hermoso pero triste también.

Ahora estoy despierto. Algunas cosas a veces me hacen despertar: cuando el sueño hermoso y triste se convierte en pesadilla, cuando deja de tener sentido y se vuelve doloroso y terrible, despierto y soy quien soy. Hace ya varios días de eso, no sé cuantos han pasado. He cazado la carne sana y la he comido. He cruzado los bosques y he trepado a los árboles. No tengo el cuerpo de un oso, pero lo soy. Eso tiene ventajas. Puedo trepar más que los demás.

Soy un oso, y puedo escuchar el viento, puedo seguir los olores y los sonidos, percibo las canciones más antiguas de la piedra. En este lugar las cosas no están bien, porque alguien rompió el ciclo. La Plaga hiede con el aroma dulzón de la putrefacción congelada; es un perfume distinto a todo lo demás, pero hoy, esta madrugada, hay un olor diferente. Llega de repente. Estoy despierto y escucho el rastro, olfateo el rastro.

También siento la Luz. Es como una vibración en el aire, como un tintineo de campanillas en las hojas marchitas. Casi puedo verla ahora, ahora que estoy despierto y no sueño. Es ella la que me trae el rastro, a través de un hilo de oro y plata trenzando, un hilo precioso, ornamentado y límpido, que se extiende hasta la lejanía. Ese cable sutil se estremece y canta. Me canta un sollozo y me trae el olor de la sangre. Y la sangre no tiene el olor de los míos, no tiene la impronta de mi manada, de mi clan ni de mi rebaño, no tiene la marca invisible que señala a los que son míos: míos porque los llevo en mi alma, míos porque cuanto les toca, me toca a mí también, cuanto les hiere me hiere. Carne de mi carne, alma de mi alma, sangre de mi sangre, huesos de mis huesos. Míos porque soy suyo y somos todos parte de una misma cosa. Esos son los míos, y aunque su señal no está en ese perfume de sangre, sí que está en las lágrimas.

Su marca está en las lágrimas, su voz está en el llanto.

Algo ha pasado. Algo grave ha pasado. Tengo que seguir el rastro.

Y lo sigo, echándome la espada a la espalda - porque soy un oso sin el cuerpo de un oso, y mis armas son mis garras - , lanzándome a la carrera a través de los árboles ajados y parduzcos, rastreando esa huella invisible que grita. Sigo el rastro, durante horas, cruzando las leguas a toda velocidad, sin cansarme. Cada vez más intenso, cada vez más punzante, el reclamo llega a hacerme daño: es como un aullido desgarrador en mis oídos cuando estoy ya cerca.

Al entrar en la ciudad, los guardias me miran con extrañeza. Si tuviera el cuerpo de un oso, a nadie le resultaría raro que estuviera manchado de barro y de tierra, que tuviera arañados los brazos y el rostro y hojas secas entre el pelo revuelto. Como no tengo el cuerpo de un oso, me miran como si fueran a echarme por las puertas en cualquier momento, pero por suerte tienen otras cosas más importantes que hacer. Por suerte para mí, pero también para ellos. Podría convertir su jornada en un día inolvidable solo de una dentellada.

Cuando llego a la puerta, está cerrada. Empujo con el hombro hasta que consigo hacerla ceder. Eso me lleva un rato, pero nadie allí adentro ha parecido ser capaz de reaccionar a mis golpes. Y desencajar una puerta de los goznes hace ruido, os lo puedo asegurar.

Al entrar en la casa, las cortinas están echadas y todo está en penumbra. El olor de la sangre es intenso y metálico, casi chirriante. También huele a otra cosa: de fondo, como un telón difuso, el aroma picante y especiado del vil. Confundido, miro alrededor, buscando el origen de esta sensación de alarma. Y los encuentro, en el rincón. Las tres figuras, componiendo una suerte de escultura de carne y lágrimas.

Seidre - que es Elive, la hija del elfo que sueño cuando él sueña - está llorando. Me mira cuando me ve entrar, jadeante y tenso, dispuesto a despedazar a cualquiera que sea la causa de esta amargura. Al verme, su llanto se vuelve más desconsolado. Está despeinada y sostiene algo entre los brazos; la sangre mancha sus manos. Lo que yace en su regazo es Theron, el brujo. Tiene la cabeza apoyada en los muslos de Seidre, que le mantiene sujeto, peinándole los cabellos. Él no parece dormido ni despierto. Mira hacia adelante con dos ojos inexpresivos, sin brillo, el rostro blanco de porcelana carente de emoción alguna. Es como una estatua congelada, como un cascarón sin alma. Sólo las lágrimas caen, rodando, lentas e inagotables, por sus mejillas. Sus brazos están extendidos hacia adelante. Sus manos son rojas. Están completamente embadurnadas de sangre espesa y reluciente, tiene los dedos cerrados en torno a la empuñadura de una daga. Su mirada vacía está fija en un bulto alargado cubierto con una sábana. Bajo la sábana asoma una mano blanca, femenina, delicada. En el dedo anular de esa mano, brilla el anillo de bodas de Eliannor.

Me acerco a Seidre, que sorbe la nariz y parece calmarse con mi presencia. Me siento en el suelo, a su lado, y ocupo su lugar, sosteniendo a Theron en un brazo y rodeándola a ella con el otro. Durante un rato los mantengo así, estrechándolos contra mí. El brujo respira, llora, y nada más, con la cabeza colgando sobre mi hombro. Seidre se consuela, hundiendo el rostro en mi pecho y aferrándose con fuerza a mí hasta que se calma.

- Elive - escucho mi propia voz. Es una voz de elfo, no de oso. Una voz de elfo cansado - Elive, ve al río. Descansa un poco, luego trae agua. Hay que limpiar todo esto.

Cuando la chica sale por la puerta, me quedo mirando la mano de Eliannor durante minutos enteros. Escucho al otro lado, pero no oigo nada en la mente de Theron. No hay nada ahí ahora mismo. Despacio, uno a uno, abro sus dedos crispados hasta que suelta el arma.

La daga tintinea al caer sobre el suelo. Theron se estremece y solloza en silencio, lejano y frío, colgando en el abismo al que se asoma. Sus manos se crispan y cierro los dedos sobre ellas.

Esto va a ser jodido.

CIX.- En las ruinas (III)

No sé en qué momento ha empezado a llover. El agua me está mojando la espalda, y ella se agita entre mis brazos, estremeciéndose, temblando de necesidad. Está tendida sobre la piel de pelaje blanco. Está tendida en la capa que estaba curtiendo, agarrándome del pelo, con los dedos enroscados en las hebras doradas de mi cabello. Su sabor me llena la lengua, se escurre por mi garganta y me prende por dentro. Estoy alimentándome de su cuerpo, lamiendo las gotas de lluvia sobre sus pechos púberes, mordiendo los diamantes rosados de su cumbre, dándome un banquete con esa carne tierna y recién hecha que nadie ha probado antes. Me gusta. Me provoca un júbilo espantoso, el de la dominación y la posesividad. Porque soy egoísta, dominante y tirano, porque la quería y ahora la tengo, y ahora que es mía puedo hacer lo que quiera. Y hacer que ella quiera que yo lo haga. La escucho gemir, y eso es aún mejor. Y cuando alzo el rostro, quizá hay algo en él que no es del todo como debería ser, porque su semblante palidece y veo algo cercano a la inquietud en su mirada.

- ¿Me tienes miedo? – le pregunto, en un susurro ahogado.

No importa su respuesta, ya no podría detenerme ni aunque quisiera. No. Espera, sí. Si quisiera, sí, podría detenerme. Pero no voy a querer.

- Tengo miedo de que te alejes - me responde la chica – No lo permitiré.

Eso no me lo esperaba. Pero tampoco me molesta que tire de mí hacia ella, crispando los dedos en mi pelo. Se arquea bajo mis labios, entre mis manos. Se me ofrece, húmeda de lluvia, y yo la tomo a mi manera, a mi ritmo, buscando sus llaves para hacerla despertar como a las flores primaverales. Dije que iba a hacerlo bien, ¿no?.

Me trago la lluvia de la hendidura de su ombligo, de la suave depresión de su vientre, engullo el riachuelo hasta el interior de sus muslos y ella abre sus piernas para mí.

Tengo la garganta seca, apretada con el nudo de la necesidad. Aun así, cuando rozo sus muslos con las mejillas y la beso con suavidad, sigo conteniendo el hambre intensa de devorarla salvajemente, la aprisiono en mi interior con todas las cadenas que tengo para respirar su olor profundamente. Allí abajo es más intenso, allí abajo está todo muy caliente. El hambre me da un latigazo desesperado. No puedo evitar sonreír. Cuando empiezo a probarla, ella casi salta. La garganta de la chica empieza a entonar su sinfonía de sollozos suplicantes, de jadeos entregados, y yo me abandono a la delicia de su intimidad mojada y deliciosa.

Mi necesidad está gritándome al oído, está devorando mi cordura. Cuelo la lengua entre sus pliegues, me precipito hacia el centro de la flor rosada para buscar su sabor más profundo y ella grita, tirándome del pelo, apretándose contra mí. El aroma secreto, el sabor metálico y acaramelado, embotan por completo lo que queda de mis sentidos, hechos jirones por las garras del deseo. Conteniendo el gruñido, abro los labios y me rindo a esta delicia, libando su esencia con voracidad, empapándome de ella. Seidre grita, agitándose con las violentas convulsiones de su orgasmo.

Cuando me aparta de un tirón, estoy cegado y apenas la escucho decir algo. Ella, exigente, con el cabello revuelto, los ojos brillantes y los labios hinchados, me empuja para quitarme de encima y noto sus dedos abriéndome el pantalón. Ni siquiera sé de donde saco los arrestos para aguantar las enloquecedoras caricias de su boca sobre mi sexo, pero lo hago. Al fin, antes de que la cordura me abandone por completo, la aparto de mí y vuelvo a tumbarla, esta vez con cierta rudeza. Ella me agarra entre las piernas y trata de guiarme hacia su interior.

- Por todos los dioses, estate quieta - le ordeno, apretando los dientes.

Ella obedece.

No hay nada más que instinto. Y el ansia. El ansia me está matando. Se calma un poco cuando me llevo su virginidad con una embestida firme. Aguantando los jadeos desbocados, apoyo la frente en su hombro y aguardo unos momentos, dejando que ella se acostumbre, que su cuerpo se distienda lo suficiente para continuar sin destrozarla. Está muy estrecho ahí adentro, ella es menuda y yo soy bastante grande, así que no voy a perder los estribos. No los voy a perder, ¿me oyes, Ahti? Grábatelo bien en la cabeza. Vale.

El sollozo de la muchacha se calma, y alzo el rostro un poco, con el sudor escurriéndose por mi espalda y perlándome la frente. Hundo los codos en la manta de pelaje blanco y me retiro despacio, con la mirada fija en su hombro. Esa cicatriz atrae mi atención. No sé por qué. Vuelvo a empujar, reprimiendo un gemido. Ella no reprime nada. Se aferra a mi espalda y me mira fijamente, con esos ojos enormes que parecen exigir los míos.

Entonces me doy cuenta de que tiene las orejas redondeadas. Seidre es mestiza. Mestiza y rubia.

Vuelvo a retirarme, voy despacio, casi con cuidado. Todo el que puedo tener. Seidre hunde los dedos en mi espalda, se muerde los labios. Observo su rostro.

Y entonces veo la verdad. Ella es... no puede ser. Dioses. Dioses. No puede ser. Me estoy engañando, ¿no es así? No puede ser, es imposible, es tan imposible que no es posible. Escucho romperse mi interior, el desgarro profundo de mi alma y el rugido que me inunda los oídos, destrozándome la razón. Quiero apartarme, dejar de hacer esto. Es horrible. Es horrible. Alejarme y peinarle el cabello, acunarla entre mis brazos... y estoy haciendo todo lo contrario, embestir salvajemente entre sus piernas. Dioses.

Estoy llorando. Llorando y riéndome como un demente. Los recuerdos caen sobre mí como saetas envenenadas, destrozándome. Su risa, su voz infantil, sus manitas agarrándome los dedos. Su expresión concentrada cuando intentaba pronunciar correctamente las palabras. Su vitalidad, sus preciosos ojitos castaños y cálidos, su nariz de botón, sus mejillas suaves, la cicatriz en el hombro, aquella marca en forma de triángulo. No puedo detenerme, y me estoy matando con cada impulso delicioso con el que me hundo entre sus muslos. Pero Seidre me abraza, como si estuviera consolándome. Ella tampoco se ha detenido.

- Estoy bien - me dice al oído - No pares, por favor. No te alejes. Estoy bien, papá. Estoy bien.

Y el mundo se rompe. Dejo caer la cabeza sobre su cuello, intentando contener un clímax que no podré evitar, que estalla y derrama mi semilla en su interior. Amargo como la peor de las ponzoñas, la odio por un momento, maldita niña, demonio de niña, tú lo sabías... lo sabías... quienes éramos.

Pero no soy capaz de reprocharle nada. Me abandono cuando se rasga la tela maltratada de mi cordura, me dejo llevar por la demencia y me da igual. Allí se está bien. Allí solo está el oso.

Y no existe la culpa.

CVIII.- En las ruinas (II)

- ¿Y como sabes lo que puedes hacer con cada una? ¿Todas las pieles sirven para todo?

El sonido del rastrillado acompaña nuestra conversación. Constante, ordenado, seco y áspero. Me gustan los sonidos del trabajo, siempre me han resultado agradables y reales. Seidre me hace preguntas sobre desuello y yo le respondo. Ahora parece que podemos hablar más relajados. Bien, esto quiere decir que soy yo quien está más relajado, por supuesto.

- No, que va. Depende de muchas cosas. Yo no soy peletero de todos modos. Solo sé hacer capas y alfombras, poco más.

- ¿De que animal es esto? – inquiere, palmeando la piel que tiene sobre las rodillas – Es muy suave pero la piel es dura también.

- Mamut. Uno de esos eleks peludos del Norte.

Me mira con desconfianza, entrecerrando los ojos. Hace un mohín graciosísimo con la nariz, así que no puedo evitar una media sonrisa.

- Mentirosooooo – me apunta con el dedo, indignada. – No es mamut. Es de oso.

- ¿Entonces por qué preguntas, si ya lo sabías?

Estoy tranquilo ahora y mi sonrisa se ensancha. Me inclino hacia adelante para alcanzar una espátula, la que está junto a la pierna de Seidre. Repentinamente, me paro en seco porque casi nos chocamos: ella se ha inclinado en la otra dirección y su rostro casi toca el mío. Dejo de respirar.

Sus ojos grandes y tiernos. El aliento confitado que exhalan los labios púberes, el perfume de su cuerpo, ese olor, ese olor... ¿qué es ese olor, por qué lo conozco, qué hambre insensata me despierta, que me nubla la razón y me destroza los sentidos? Sé que ya estoy perdido. Apenas tengo un solo instante, menos de un segundo, para moverme, para hacer algo. Algo que pueda evitarlo. Pero al escucharla suspirar, al notar su aliento sobre mis labios, sé que ese momento ha pasado y que ya es demasiado tarde. Ella rompe la distancia con un solo beso, el beso más terrible y tierno que me han dado nunca. Sólo me ha rozado con su boca, temblando y con los ojos pardos anegados de emoción, como si estuviera a punto de llorar.

Y por mucho que eso me conmueva, ya no hay esperanza. Tengo hambre. Voy a saciarla. "No, no puedes hacer eso, mira qué joven es, al menos adviértela", me grita una voz cada vez más desesperada en mi interior. No sé como voy a advertirla, ahora que no puedo ni moverme... y sin embargo, lo intento. La miro con severidad y trato de poner las manos en sus hombros, pero ella me besa otra vez, con los besos inseguros de la inocencia. Son sus primeros besos, estoy seguro, y eso no me ayuda a controlarme. Claro, Ahti. Como si alguna vez hubieras podido, ¿verdad?. Aprieto los dedos sobre sus hombros y la aparto de mí, apenas un ápice, para intentar poner algo de jodido orden en todo este desastre... y ella no hace nada mejor que gemir. Gemir. Sí. Un gemido suave, un quejido infantil, como si se hubiera pinchado con una aguja, frunciendo el ceño y haciendo fuerza contra mis manos para volver a acercarse.

Es demasiado. No hay quien pueda aguantar esto. La sangre rompe a hervir en mis venas y el hambre me espolea, exigente, imparable.


Aun así, respondo a su beso con toda la delicadeza de la que soy capaz. Maldita sea. Soy una continua decepción para mí mismo, mis instintos me dominan en cuanto me descuido. Al menos, si no puedo resistir este condenado impulso, intentaré hacerlo de la mejor manera posible. Esta criatura no se merece nada malo. Lo haré bien, me repito. Lo haré bien.

Me retengo, conteniéndome a mí mismo para no superarla y arrollarla. Ella bebe despacio de mi boca, al principio tanteando el territorio desconocido, después dejándose llevar por su propio instinto. Una lengua curiosa se escurre entre mis labios y le dejo paso, con una punzada de culpabilidad, probando al fin su sabor. Al hacerlo, mis músculos se crispan de contención. Es mucho mejor de lo que imaginaba, dulce como el néctar más fino. Y la chica ahoga un gemido sorprendido y extasiado, como si ella también hubiera probado algo igual de delicioso. Hago caso omiso de mis ansias y la saboreo lentamente, me deleito en su humedad. Ella responde con avidez, cada vez con más hambre, hasta que termina mordiéndome los labios y apartándose, con las mejillas encendidas. Tiene las manos crispadas sobre mi jubón.

- Tengo sed - dice, con voz suave.

Cierro los ojos y me contengo, me contengo, me contengo. Le rozo la mejilla con los dedos.

- ¿Por qué quieres apagarla en mí?

Sólo quería preguntar, pero después de la pregunta, vuelvo a su boca, desesperado. Joder. Es insoportable. La deseo ya.

- ¿Hay algún motivo para no hacerlo? - jadea ella, cuando ladeo el rostro para apartarme lo suficiente como para recuperar mi propio control.

¿Lo hay, Ahti? ¿Hay algún motivo para no hacerlo? Y no encuentro más respuesta que el fuego que me quema y la placentera tortura de mi propia contención. Mis manos se escurren por su cuello. Ella se rodea con los brazos y se baja la camisa hacia la cintura, en un gesto ofrendoso y delicado, mirándome, mirándome.

Se acabó. La agarro de la muñeca y tiro hacia mí. La deseo y la tendré. Aquí. Ahora. Ya.

CVII.- En las ruinas (I)

El mundo está lleno de gente innecesaria.

Es algo que pienso a veces. Sobre todo cuando estoy aquí, en las ruinas que elegimos para fundar algo así como un santuario. Son ruinas que la Plaga dejó atrás, que estaban demasiado contaminadas para que nadie quisiera pisarlas. Vinimos, las limpiamos, y aquí esperamos a los que tengan que llegar. Mientras esperamos, he cazado uno de los pocos animales sanos que se atrevió a entrar en este paraje y le he sacado la piel. La estoy trabajando y pensando en ello, en que el mundo está lleno de gente innecesaria. Es un pensamiento que flota en mi cabeza como una señal constante, una y otra vez, mientras paso el cuchillo suavemente sobre la piel flexible, cálida, limpiándola de los restos de tejido que aún están prendidos en el cuero blanco.

El amanecer me ha llamado hace poco y me he sumergido en la rutina. Entrenamiento, caza, pieles. Costumbres. La rutina me anestesia, me mantiene ocupado, me apacigua, a falta de una guerra. No pienso en Ivaine desaparecida, en Elive, secuestrada. No pienso en todo lo que he perdido ni en la soledad. Y la frase vuelve.

El mundo está lleno de gente innecesaria. Meto las manos en el balde de agua y me las froto con fuerza, limpiándolas de los restos sanguinolentos del desuello. Lleno de gente innecesaria. Así es. Podríamos limpiarlo igual que el cuero, dejarlo flexible e inmaculado. Podríamos.

La verdad es que este sitio no me gusta. Echo terriblemente de menos la nieve, el frío, los árboles altos. Esos abetos gigantescos de Rasganorte y su aire puro, gélido y cortante, esencial. Perfecto.

El mundo sería perfecto si sólo quedara eso. Lo estoy pensando mientras enjuago el trapo y lo paso sobre la piel vuelta, sobre el cuero que aún hay que secar. Solo un mundo, inhabitado y perfecto. Sería un paraíso, ¿no? Al fin y al cabo, todos los lugares hermosos están sin civilizar, casi despoblados. Como Feralas, o Cuna del Invierno. Salvajes y solitarios, con la belleza fortuita de no haber sido tocados por las manos de nadie. Y es lo que me pregunto: si el mundo es perfecto sin nosotros, si nosotros somos el único virus en este mundo, ¿para qué servimos?

"Quizá deberíamos acabar con todo, atravesarnos con nuestras propias armas y volver a la Playa Serena, donde todo era como tenía que ser". Eso es lo que pienso. Si, joder, ¿qué clase de pensamientos son estos para un paladín? Me río de mis propias conclusiones, alzando la cabeza para recogerme el pelo, que me molesta.

Al hacerlo, mi mirada la encuentra a ella.

Está ahí parada, mirándome fijamente con sus ojos grandes, castaños y brillantes. Demonios. Aprieto los dientes y arrugo el entrecejo.

- ¿Quieres desayunar? –  Me dice. Me ofrece unos frutos secos. Tiene las manos pequeñas y rosadas, apenas es una adolescente.

Es la chica nueva que llegó a las ruinas. Theron me dijo que viniera a conocerla, y es lo que hice. Vine y la conocí. Es rubia como la miel, de ojos castaños, nariz respingona y aspecto juvenil. No es por que sea guapa, que lo es. Es algo en su olor que me atrae de una manera primaria, instintiva e irracional. Y como con todo lo que me atrae de esa manera, con ella mantengo las distancias.

Así que niego con la cabeza y sigo con mi trabajo. Ella se sienta a mi lado y se pone a mirar.

- ¿Dónde has estado? – me pregunta – No te he visto en dos días.

Me descuelgo del cinto el peine de púas de metal y comienzo a pasarlo sobre el pelaje para peinarlo y eliminar la escoria. Claro que no me has visto en dos días, muchacha. Mantengo las distancias, ¿no acabo de decirlo? No lo he dicho, lo he pensado. Pero da igual, tu no lo entenderías. No, ella no lo entenderá, así que le contesto.

- He estado de caza.

La brisa se levanta un poco y me trae una vaharada de su perfume. Huele a tierra fértil, a humedad de lluvia, a bosque salvaje y a pan recién cocido. Su olor me da hambre.

- ¿Por qué no me avisaste? Te estuve buscando.

Levanto la cabeza y la miro. Quiero mirarla con seriedad, pero casi me dan ganas de sonreír. Parece un muchacho, con esos pantalones oscuros y la camisa a medio abotonar. Su rostro, sin embargo, me parece inquietante por algún motivo que no entiendo.

- ¿Y por qué tendría que avisarte?

Sé que es peligrosa. El día que llegué para conocerla, tal y como le había dicho a Theron que haría, se arrojó hacia mí para abrazarme. “Vine aquí a saciar mi sed, siguiendo tu olor”, eso me dijo. No es bueno. Y aquel abrazo intenso me puso los nervios de punta, y no sólo los nervios. Demonios del Torbellino, sé que es peligrosa, no debería mirarla ni siquiera. Y ella, al escuchar mi respuesta seca, pone cara triste. Genial.

- Estaba preocupada. Perdón.

- Pues no te preocupes.

Deja de preocuparte y deja de venir a mí. Deja de mirarme con esa ternura y de abrazarme suavemente, aléjate del lobo porque tú eres una cierva, y los lobos se comen a los ciervos. Eso es lo que tendría que decirle. En lugar de eso, me callo y tiro con fuerza del pelaje, desenredándolo con el rastrillo de metal. Parece que a Seidre se le han quitado las ganas de hablar, y agradezco el silencio, aunque agradecería más que ella dejara de mirarme de una vez. Me mira, fijamente, intensamente. Tengo la sensación de que espera algo de mí, y no sé que es. Me pone tenso.

- ¿Puedo probar?

Ella acerca la mano hacia la piel. Espero que la Luz me dé paciencia, porque yo la estoy perdiendo, y el hambre me agujerea por dentro.



- ¿Lo has hecho alguna vez?

- No, aun no. Pero quiero ser desolladora – responde ella. Alzo la mirada y veo su sonrisa insegura. Inmediatamente, desvía el rostro con un gesto tímido. Se me cierra el estómago con un mordisco violento. El viento me trae su olor.

- Se empieza por un extremo, primero a contrapelo - le digo. No me puedo creer que esté explicándole esto con tanta tranquilidad cuando en mi mente solo pienso en... - Fíjate bien en que no haya parásitos, o restos de bichos, o lo que sea, pegados a la piel. Puedes quitarlos con las uñas o con esa espátula de ahí, pero con cuidado de no rajarlo, ¿correcto?

- Correcto.

- Siempre a contrapelo hasta que se haya limpiado toda. Luego en la otra dirección, y después de nuevo a contrapelo. Y no tires con mucha fuerza, para que no se desprendan mechones. ¿Queda claro?

- Como el agua.

La chica se pone manos a la obra de inmediato. Es decidida y tiene brío. Dentro de ella arde una llama, y eso es bueno. Bueno para ella, y malo para mí. Vuelvo a la tarea, intentando despejar la mente, mientras escucho su respiración y el viento traicionero me mete su olor hasta las entrañas.

martes, 7 de junio de 2011

CVI.- La tumba de pensar

El cementerio de Rémol es un lugar oscuro de lápidas desgastadas y con flores marchitas en la valla. Es uno de esos sitios donde, si Rémol fuera un lugar normal, los niños se escabullirían para ir a ver fantasmas, las parejas se reunirían para meterse mano lejos de miradas indiscretas y el resto de las personas rehuirían porque les recuerda que algún día, todos la diñaremos. Un sitio encantador. Sin embargo como Rémol es una ciudad de gente muerta, el cementerio es un lugar bastante tranquilo. Además, es el unico sitio donde los muertos están donde tienen que estar: bajo tierra. Hay un enterrador renegado que se pasea de vez en cuando por la zona y poco más.

Cuando Elazel patea el suelo cerca de la valla, le suelto las riendas y la dejo marchar, desmontando de un salto. Llevo mucho tiempo viajando y aquí hace más calor que en el Norte. Al otro lado, una presencia silenciosa parece esperar. Trepo por la verja y caigo al otro lado, con un tintineo de placas y el estruendo de las pesadas botas al estrellarse contra el suelo. Me sacudo la capa, recomponiéndome, y saludo al brujo, quien me está mirando con expresión nostálgica.

- ¿Como va la noche?

- Ya lo ves. Tengo una fiesta montada aquí.

Asiento con la cabeza. Fiestón. Me acerco a sentarme sobre el montón de arena, observando con desagrado la postura de Theron. Este es uno de los sitios a los que venimos habitualmente cuando tenemos algún problema, queremos hablar en privado o, simplemente, reflexionar. Es un rincón del cementerio donde se apilan unos cuantos ataúdes y hay un agujero abierto en la tierra. Uno que espera, supongo, a su inquilino, aunque parece que la entrada de Rémol y sus habitantes en el fascinante mundo de la no-muerte dejó deshabitado ese hoyo. El brujo tiene la fea costumbre de meterse ahí de cuando en cuando, cosa que me inquieta y molesta a partes iguales. Pero bueno, cada cual tiene sus aficiones.

- ¿Cómo estás? - me pregunta.

Los ojos verdes brillan en la oscuridad, con el resplandor enfermizo y fosfórico del vil. Arrugo el entrecejo y me cruzo de brazos, echándome la capa sobre los hombros. Theron está en ese estado apático y nostálgico en el que le sorprendo a veces, y una parte de sí está esquivándome, cerrada. En este momento, no me importa. Él también tiene derecho a su intimidad.

- Bien, como siempre.

- ¿Donde has estado?

- Fui a Cuna del Invierno. - No quiero hablar de eso. Theron es inteligente y siempre se da cuenta de esos detalles, así que no pregunta y aparta la mirada, reacomodándose en su agujero del suelo como si eso fuera un refugio o algo así. ¿Por qué narices tiene que meterse ahí dentro? Es macabro. - ¿Qué tal las cosas por aquí? ¿Y Eliannor?

- Bien, todo bien... creo. Dice que el bebé le habla.

Cierto, Eliannor está embarazada. Va a tener un bebé de Theron, presuntamente. Después de la pelotera que me montó porque no quería follarme a su novia para darle un crío, y resulta que Eliannor ya tenía uno en la barriga. Aunque eso de que los niños hablen es un poco raro.

- ¿Y qué le dice?

Quizá es una pregunta un poco rara. Bueno, no sé. Cuando alguien te confiesa algo como "ey, tío, mi novia está embarazada y su barriga le dice cosas", quizá es mejor preguntar si ha bebido, si la chica está bien de la cabeza, o declarar que eso no puede ser... pero a mi ya casi nada me sorprende. ¿Que el bebé le habla? Pues le habla.

- Dice que le ha dicho su nombre.

Arqueo las cejas, sacando la petaca para dar un traguito.

- Qué precoz. ¿Y cómo se llama?

Theron alarga la mano por encima del borde de la tumba abierta, reclamando un sorbo. Le presto mi elixir de la felicidad. Se moja el gaznate antes de hablar.

- Xaar.

Abro mucho los ojos. Entiendo que necesitara beber, el muchacho. Empiezo a olerme cosas inquietantes, y no soy lo suficientemente rápido como para ocultarlas en mi subconsciente. Aun así, Theron parece decidido. Ha abrazado su aún no estrenada paternidad con el fervor con el que se abrazan las últimas oportunidades. Quizá porque es muy consciente de que esta última ocasión de hacerlo bien con Eli, consigo mismo, es un regalo, o más que un regalo. Reparar errores del pasado. No todos tienen esa oportunidad.

- Xaar era el nombre del Eredar que te instruyó en la isla, ¿no es cierto? - lo digo, despacio, sílaba a sílaba, mirando al brujo.

Theron asiente.

- Así se llamaba.

Theron...

No sabemos lo que quiere decir, ¿Vale? No te precipites. Podría ser su encarnación o podría no ser nada. Al fin y al cabo, es hijo mío. No creo que sea un niño normal en todo caso... pero que no vaya a ser un niño normal no quiere decir que tenga que ser...

- Vale - admito. Demasiado rápido. Sé que no estoy cediendo en realidad -  Esperaremos. Y vigilaremos. Ya iremos viendo.

Él me mira de reojo. No estoy seguro de si se fía de mis palabras o no, pero el hecho es que al final cabecea un par de veces, suspira profundamente y se hunde un poco más en la tumba de pensar. Le miro con disimulo. No está tranquilo y se teme lo peor, pero cree que puede darle una oportunidad a esto, o que simplemente tiene que ser así.

Theron es experto en tres cosas: en invocar demonios, en irritarme y en creer que las cosas que le suceden tienen que ser así. Me planteo fugazmente tener una conversación con Eli, pero decido que no. Me parece más adecuado pasar del tema y mantenerme un poco al margen. Tengo fama de meterme donde no me llaman, y es bien merecida. Pero en este caso, el asunto es demasiado espinoso y a decir verdad, no quiero saber nada de él. No quiero tener nada que ver con esto. Ni con la mujer de Theron, ni con su hijo de nombre Xaar. Salvo en lo que respecta a estar vigilante y hacer lo que haya que hacer si es necesario.

- Mientras has estado fuera, ha venido alguien a las ruinas. Una chica rubia.

El cambio de tema me resulta casi agradable y le miro con renovado interés.

- ¿A las ruinas? ¿Un buscador?

- Eso creo. Deberías conocerla.

- Claro. Mañana.

De pronto es como si me desinflara. Una parte de tensión se disipa repentinamente al pensar en "mañana". Mañana. Mañana significa que hoy puedo descansar, que ya es hora de descansar. Destejer la pesadumbre de mis hombros lentamente, esas alas que son cadenas, dejarlas arrastrar por el suelo y descansar.

Ivaine se ha ido, y el refugio que fue nuestro hogar y después solo el mío, de nuevo es solo el mío, sin ella, sin lo que de ella quedaba. Debió cansarse de estar presa, porque cuando llegué ya no había nadie, y no volvió a haber nadie. Tal vez nunca estuvo allí y yo estoy loco. No lo sé. No me importa. Los dragones me han robado a Elive. No puedo hacer nada, salvo intentar entrar a esas... a ese lugar imposible, y morir en el intento atravesado por las lanzas de los dragonantes que guardan el Templo.

Seguro que he dejado traslucir algo de todo esto, porque los ojos verdes me observan fijamente. Theron se ha acodado en la boca de la tumba y me mira intensamente.

- Podemos quedarnos aquí esta noche. En la posada.

- Claro.


Le observo, pensativo. No he sido muy amable con él, ¿verdad?. Me fui, y he estado fuera... ¿cuantos días? No lo sé. Le dejé atrás en el Templo de los Dragones, y aunque nunca nos dejemos atrás en realidad a causa de este vínculo que nos mantiene unidos, le he abandonado durante mucho tiempo, ¿no?. Pero no, no creo que eso sea lo que le ha causado tanta melancolía. Es muy presuntuoso por mi parte, y además, él tiene otras cosas importantes, muy importantes, quizá más importantes, cerca y a su lado. Y no le he abandonado. Marcharse unos días y querer intimidad de pensamiento no es abandonar a nadie. Tendrá sus motivos por los que necesitar consuelo, sus problemas y sus afectos, otros motivos, que sin duda no tienen que ver con mi egocéntrica persona.

Le tiendo la mano para ayudarle a salir.

Cuando emerge del agujero infame, los cabellos negros ondean en la brisa y las argollas que lleva en los cuernos tintinean y se mecen. Sonríe, mostrando los colmillos. Le suelto la mano y camino delante, sintiendo su presencia cercana que me sigue como una sombra, como mi sombra.

Ahora puedo descansar.