domingo, 12 de junio de 2011

CVIII.- En las ruinas (II)

- ¿Y como sabes lo que puedes hacer con cada una? ¿Todas las pieles sirven para todo?

El sonido del rastrillado acompaña nuestra conversación. Constante, ordenado, seco y áspero. Me gustan los sonidos del trabajo, siempre me han resultado agradables y reales. Seidre me hace preguntas sobre desuello y yo le respondo. Ahora parece que podemos hablar más relajados. Bien, esto quiere decir que soy yo quien está más relajado, por supuesto.

- No, que va. Depende de muchas cosas. Yo no soy peletero de todos modos. Solo sé hacer capas y alfombras, poco más.

- ¿De que animal es esto? – inquiere, palmeando la piel que tiene sobre las rodillas – Es muy suave pero la piel es dura también.

- Mamut. Uno de esos eleks peludos del Norte.

Me mira con desconfianza, entrecerrando los ojos. Hace un mohín graciosísimo con la nariz, así que no puedo evitar una media sonrisa.

- Mentirosooooo – me apunta con el dedo, indignada. – No es mamut. Es de oso.

- ¿Entonces por qué preguntas, si ya lo sabías?

Estoy tranquilo ahora y mi sonrisa se ensancha. Me inclino hacia adelante para alcanzar una espátula, la que está junto a la pierna de Seidre. Repentinamente, me paro en seco porque casi nos chocamos: ella se ha inclinado en la otra dirección y su rostro casi toca el mío. Dejo de respirar.

Sus ojos grandes y tiernos. El aliento confitado que exhalan los labios púberes, el perfume de su cuerpo, ese olor, ese olor... ¿qué es ese olor, por qué lo conozco, qué hambre insensata me despierta, que me nubla la razón y me destroza los sentidos? Sé que ya estoy perdido. Apenas tengo un solo instante, menos de un segundo, para moverme, para hacer algo. Algo que pueda evitarlo. Pero al escucharla suspirar, al notar su aliento sobre mis labios, sé que ese momento ha pasado y que ya es demasiado tarde. Ella rompe la distancia con un solo beso, el beso más terrible y tierno que me han dado nunca. Sólo me ha rozado con su boca, temblando y con los ojos pardos anegados de emoción, como si estuviera a punto de llorar.

Y por mucho que eso me conmueva, ya no hay esperanza. Tengo hambre. Voy a saciarla. "No, no puedes hacer eso, mira qué joven es, al menos adviértela", me grita una voz cada vez más desesperada en mi interior. No sé como voy a advertirla, ahora que no puedo ni moverme... y sin embargo, lo intento. La miro con severidad y trato de poner las manos en sus hombros, pero ella me besa otra vez, con los besos inseguros de la inocencia. Son sus primeros besos, estoy seguro, y eso no me ayuda a controlarme. Claro, Ahti. Como si alguna vez hubieras podido, ¿verdad?. Aprieto los dedos sobre sus hombros y la aparto de mí, apenas un ápice, para intentar poner algo de jodido orden en todo este desastre... y ella no hace nada mejor que gemir. Gemir. Sí. Un gemido suave, un quejido infantil, como si se hubiera pinchado con una aguja, frunciendo el ceño y haciendo fuerza contra mis manos para volver a acercarse.

Es demasiado. No hay quien pueda aguantar esto. La sangre rompe a hervir en mis venas y el hambre me espolea, exigente, imparable.


Aun así, respondo a su beso con toda la delicadeza de la que soy capaz. Maldita sea. Soy una continua decepción para mí mismo, mis instintos me dominan en cuanto me descuido. Al menos, si no puedo resistir este condenado impulso, intentaré hacerlo de la mejor manera posible. Esta criatura no se merece nada malo. Lo haré bien, me repito. Lo haré bien.

Me retengo, conteniéndome a mí mismo para no superarla y arrollarla. Ella bebe despacio de mi boca, al principio tanteando el territorio desconocido, después dejándose llevar por su propio instinto. Una lengua curiosa se escurre entre mis labios y le dejo paso, con una punzada de culpabilidad, probando al fin su sabor. Al hacerlo, mis músculos se crispan de contención. Es mucho mejor de lo que imaginaba, dulce como el néctar más fino. Y la chica ahoga un gemido sorprendido y extasiado, como si ella también hubiera probado algo igual de delicioso. Hago caso omiso de mis ansias y la saboreo lentamente, me deleito en su humedad. Ella responde con avidez, cada vez con más hambre, hasta que termina mordiéndome los labios y apartándose, con las mejillas encendidas. Tiene las manos crispadas sobre mi jubón.

- Tengo sed - dice, con voz suave.

Cierro los ojos y me contengo, me contengo, me contengo. Le rozo la mejilla con los dedos.

- ¿Por qué quieres apagarla en mí?

Sólo quería preguntar, pero después de la pregunta, vuelvo a su boca, desesperado. Joder. Es insoportable. La deseo ya.

- ¿Hay algún motivo para no hacerlo? - jadea ella, cuando ladeo el rostro para apartarme lo suficiente como para recuperar mi propio control.

¿Lo hay, Ahti? ¿Hay algún motivo para no hacerlo? Y no encuentro más respuesta que el fuego que me quema y la placentera tortura de mi propia contención. Mis manos se escurren por su cuello. Ella se rodea con los brazos y se baja la camisa hacia la cintura, en un gesto ofrendoso y delicado, mirándome, mirándome.

Se acabó. La agarro de la muñeca y tiro hacia mí. La deseo y la tendré. Aquí. Ahora. Ya.

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