domingo, 12 de junio de 2011

CX.- El rastro

En los bosques marchitos, los osos están enfermos. Las llagas se abren en su piel como cráteres de pus. Sus ojos, antaño brillantes y sabios, están amarillos.

Los osos se pudren en las tierras del este, ulcerados, enfermos, moribundos. Aun así, resisten. Aguantan más que los ciervos o los lobos. Son un poder superlativo entre las criaturas de la tierra, supervivientes natos más por resistencia que por fiereza, pero con una furia aterradora cuando se despierta. Y no se despierta con frecuencia. Por eso, a la Plaga le cuesta corroerles. Ellos plantan cara a la infección y, cuando al fin se derrumban, devorados por la peste, tienen los huesos agujereados y hace tiempo que sus órganos se arrugaron en su interior.

Los osos no son fáciles de matar, ni siquiera para la Plaga.

Ten cuidado con el oso, dicen los viejos cazadores. No te engañes. Puede parecer tranquilo, pero siempre está alerta. Puede parecer torpe porque es grande, pero puede correr largas distancias, veloz, sin cansarse, puede pelear durante horas contra muchos enemigos, fiero, sin extenuarse. Sus zarpas son armas asesinas. Sus dientes, peores que los cepos de acero. Puede trepar y nadar, correr y hacerse el muerto, golpear, arañar, rasgar, destrozar, arrancar y amputar. Ten cuidado con el oso, porque es imprevisible.

Los osos duermen. Duermen largamente, hibernan en sus cuevas. Pero el sueño de los osos no es un sueño pesado, no. Aunque el oso esté hibernando en su madriguera, si pisas cerca, se despertará. Y no hay nada más peligroso que entrar en el territorio de uno de ellos. Los machos son implacables con aquellos que entran en sus dominios. Son territoriales, posesivos y agresivos si se amenaza lo que es suyo.

Así hibernaba yo, durmiendo dentro de mí. Duermo durante días, durante meses y a veces años. Y mientras duermo, sueño el sueño del Gran Espíritu. Sueño que soy un elfo y la Luz me guarda, sueño que busco desesperadamente algo que nunca encuentro, sueño que soy grande y poderoso, pero que no soy lo suficientemente grande ni poderoso para proteger a los míos, para hacer lo correcto, para estar orgulloso de mí mismo. Es un sueño hermoso pero triste también.

Ahora estoy despierto. Algunas cosas a veces me hacen despertar: cuando el sueño hermoso y triste se convierte en pesadilla, cuando deja de tener sentido y se vuelve doloroso y terrible, despierto y soy quien soy. Hace ya varios días de eso, no sé cuantos han pasado. He cazado la carne sana y la he comido. He cruzado los bosques y he trepado a los árboles. No tengo el cuerpo de un oso, pero lo soy. Eso tiene ventajas. Puedo trepar más que los demás.

Soy un oso, y puedo escuchar el viento, puedo seguir los olores y los sonidos, percibo las canciones más antiguas de la piedra. En este lugar las cosas no están bien, porque alguien rompió el ciclo. La Plaga hiede con el aroma dulzón de la putrefacción congelada; es un perfume distinto a todo lo demás, pero hoy, esta madrugada, hay un olor diferente. Llega de repente. Estoy despierto y escucho el rastro, olfateo el rastro.

También siento la Luz. Es como una vibración en el aire, como un tintineo de campanillas en las hojas marchitas. Casi puedo verla ahora, ahora que estoy despierto y no sueño. Es ella la que me trae el rastro, a través de un hilo de oro y plata trenzando, un hilo precioso, ornamentado y límpido, que se extiende hasta la lejanía. Ese cable sutil se estremece y canta. Me canta un sollozo y me trae el olor de la sangre. Y la sangre no tiene el olor de los míos, no tiene la impronta de mi manada, de mi clan ni de mi rebaño, no tiene la marca invisible que señala a los que son míos: míos porque los llevo en mi alma, míos porque cuanto les toca, me toca a mí también, cuanto les hiere me hiere. Carne de mi carne, alma de mi alma, sangre de mi sangre, huesos de mis huesos. Míos porque soy suyo y somos todos parte de una misma cosa. Esos son los míos, y aunque su señal no está en ese perfume de sangre, sí que está en las lágrimas.

Su marca está en las lágrimas, su voz está en el llanto.

Algo ha pasado. Algo grave ha pasado. Tengo que seguir el rastro.

Y lo sigo, echándome la espada a la espalda - porque soy un oso sin el cuerpo de un oso, y mis armas son mis garras - , lanzándome a la carrera a través de los árboles ajados y parduzcos, rastreando esa huella invisible que grita. Sigo el rastro, durante horas, cruzando las leguas a toda velocidad, sin cansarme. Cada vez más intenso, cada vez más punzante, el reclamo llega a hacerme daño: es como un aullido desgarrador en mis oídos cuando estoy ya cerca.

Al entrar en la ciudad, los guardias me miran con extrañeza. Si tuviera el cuerpo de un oso, a nadie le resultaría raro que estuviera manchado de barro y de tierra, que tuviera arañados los brazos y el rostro y hojas secas entre el pelo revuelto. Como no tengo el cuerpo de un oso, me miran como si fueran a echarme por las puertas en cualquier momento, pero por suerte tienen otras cosas más importantes que hacer. Por suerte para mí, pero también para ellos. Podría convertir su jornada en un día inolvidable solo de una dentellada.

Cuando llego a la puerta, está cerrada. Empujo con el hombro hasta que consigo hacerla ceder. Eso me lleva un rato, pero nadie allí adentro ha parecido ser capaz de reaccionar a mis golpes. Y desencajar una puerta de los goznes hace ruido, os lo puedo asegurar.

Al entrar en la casa, las cortinas están echadas y todo está en penumbra. El olor de la sangre es intenso y metálico, casi chirriante. También huele a otra cosa: de fondo, como un telón difuso, el aroma picante y especiado del vil. Confundido, miro alrededor, buscando el origen de esta sensación de alarma. Y los encuentro, en el rincón. Las tres figuras, componiendo una suerte de escultura de carne y lágrimas.

Seidre - que es Elive, la hija del elfo que sueño cuando él sueña - está llorando. Me mira cuando me ve entrar, jadeante y tenso, dispuesto a despedazar a cualquiera que sea la causa de esta amargura. Al verme, su llanto se vuelve más desconsolado. Está despeinada y sostiene algo entre los brazos; la sangre mancha sus manos. Lo que yace en su regazo es Theron, el brujo. Tiene la cabeza apoyada en los muslos de Seidre, que le mantiene sujeto, peinándole los cabellos. Él no parece dormido ni despierto. Mira hacia adelante con dos ojos inexpresivos, sin brillo, el rostro blanco de porcelana carente de emoción alguna. Es como una estatua congelada, como un cascarón sin alma. Sólo las lágrimas caen, rodando, lentas e inagotables, por sus mejillas. Sus brazos están extendidos hacia adelante. Sus manos son rojas. Están completamente embadurnadas de sangre espesa y reluciente, tiene los dedos cerrados en torno a la empuñadura de una daga. Su mirada vacía está fija en un bulto alargado cubierto con una sábana. Bajo la sábana asoma una mano blanca, femenina, delicada. En el dedo anular de esa mano, brilla el anillo de bodas de Eliannor.

Me acerco a Seidre, que sorbe la nariz y parece calmarse con mi presencia. Me siento en el suelo, a su lado, y ocupo su lugar, sosteniendo a Theron en un brazo y rodeándola a ella con el otro. Durante un rato los mantengo así, estrechándolos contra mí. El brujo respira, llora, y nada más, con la cabeza colgando sobre mi hombro. Seidre se consuela, hundiendo el rostro en mi pecho y aferrándose con fuerza a mí hasta que se calma.

- Elive - escucho mi propia voz. Es una voz de elfo, no de oso. Una voz de elfo cansado - Elive, ve al río. Descansa un poco, luego trae agua. Hay que limpiar todo esto.

Cuando la chica sale por la puerta, me quedo mirando la mano de Eliannor durante minutos enteros. Escucho al otro lado, pero no oigo nada en la mente de Theron. No hay nada ahí ahora mismo. Despacio, uno a uno, abro sus dedos crispados hasta que suelta el arma.

La daga tintinea al caer sobre el suelo. Theron se estremece y solloza en silencio, lejano y frío, colgando en el abismo al que se asoma. Sus manos se crispan y cierro los dedos sobre ellas.

Esto va a ser jodido.

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