domingo, 12 de junio de 2011

CX.- El rastro

En los bosques marchitos, los osos están enfermos. Las llagas se abren en su piel como cráteres de pus. Sus ojos, antaño brillantes y sabios, están amarillos.

Los osos se pudren en las tierras del este, ulcerados, enfermos, moribundos. Aun así, resisten. Aguantan más que los ciervos o los lobos. Son un poder superlativo entre las criaturas de la tierra, supervivientes natos más por resistencia que por fiereza, pero con una furia aterradora cuando se despierta. Y no se despierta con frecuencia. Por eso, a la Plaga le cuesta corroerles. Ellos plantan cara a la infección y, cuando al fin se derrumban, devorados por la peste, tienen los huesos agujereados y hace tiempo que sus órganos se arrugaron en su interior.

Los osos no son fáciles de matar, ni siquiera para la Plaga.

Ten cuidado con el oso, dicen los viejos cazadores. No te engañes. Puede parecer tranquilo, pero siempre está alerta. Puede parecer torpe porque es grande, pero puede correr largas distancias, veloz, sin cansarse, puede pelear durante horas contra muchos enemigos, fiero, sin extenuarse. Sus zarpas son armas asesinas. Sus dientes, peores que los cepos de acero. Puede trepar y nadar, correr y hacerse el muerto, golpear, arañar, rasgar, destrozar, arrancar y amputar. Ten cuidado con el oso, porque es imprevisible.

Los osos duermen. Duermen largamente, hibernan en sus cuevas. Pero el sueño de los osos no es un sueño pesado, no. Aunque el oso esté hibernando en su madriguera, si pisas cerca, se despertará. Y no hay nada más peligroso que entrar en el territorio de uno de ellos. Los machos son implacables con aquellos que entran en sus dominios. Son territoriales, posesivos y agresivos si se amenaza lo que es suyo.

Así hibernaba yo, durmiendo dentro de mí. Duermo durante días, durante meses y a veces años. Y mientras duermo, sueño el sueño del Gran Espíritu. Sueño que soy un elfo y la Luz me guarda, sueño que busco desesperadamente algo que nunca encuentro, sueño que soy grande y poderoso, pero que no soy lo suficientemente grande ni poderoso para proteger a los míos, para hacer lo correcto, para estar orgulloso de mí mismo. Es un sueño hermoso pero triste también.

Ahora estoy despierto. Algunas cosas a veces me hacen despertar: cuando el sueño hermoso y triste se convierte en pesadilla, cuando deja de tener sentido y se vuelve doloroso y terrible, despierto y soy quien soy. Hace ya varios días de eso, no sé cuantos han pasado. He cazado la carne sana y la he comido. He cruzado los bosques y he trepado a los árboles. No tengo el cuerpo de un oso, pero lo soy. Eso tiene ventajas. Puedo trepar más que los demás.

Soy un oso, y puedo escuchar el viento, puedo seguir los olores y los sonidos, percibo las canciones más antiguas de la piedra. En este lugar las cosas no están bien, porque alguien rompió el ciclo. La Plaga hiede con el aroma dulzón de la putrefacción congelada; es un perfume distinto a todo lo demás, pero hoy, esta madrugada, hay un olor diferente. Llega de repente. Estoy despierto y escucho el rastro, olfateo el rastro.

También siento la Luz. Es como una vibración en el aire, como un tintineo de campanillas en las hojas marchitas. Casi puedo verla ahora, ahora que estoy despierto y no sueño. Es ella la que me trae el rastro, a través de un hilo de oro y plata trenzando, un hilo precioso, ornamentado y límpido, que se extiende hasta la lejanía. Ese cable sutil se estremece y canta. Me canta un sollozo y me trae el olor de la sangre. Y la sangre no tiene el olor de los míos, no tiene la impronta de mi manada, de mi clan ni de mi rebaño, no tiene la marca invisible que señala a los que son míos: míos porque los llevo en mi alma, míos porque cuanto les toca, me toca a mí también, cuanto les hiere me hiere. Carne de mi carne, alma de mi alma, sangre de mi sangre, huesos de mis huesos. Míos porque soy suyo y somos todos parte de una misma cosa. Esos son los míos, y aunque su señal no está en ese perfume de sangre, sí que está en las lágrimas.

Su marca está en las lágrimas, su voz está en el llanto.

Algo ha pasado. Algo grave ha pasado. Tengo que seguir el rastro.

Y lo sigo, echándome la espada a la espalda - porque soy un oso sin el cuerpo de un oso, y mis armas son mis garras - , lanzándome a la carrera a través de los árboles ajados y parduzcos, rastreando esa huella invisible que grita. Sigo el rastro, durante horas, cruzando las leguas a toda velocidad, sin cansarme. Cada vez más intenso, cada vez más punzante, el reclamo llega a hacerme daño: es como un aullido desgarrador en mis oídos cuando estoy ya cerca.

Al entrar en la ciudad, los guardias me miran con extrañeza. Si tuviera el cuerpo de un oso, a nadie le resultaría raro que estuviera manchado de barro y de tierra, que tuviera arañados los brazos y el rostro y hojas secas entre el pelo revuelto. Como no tengo el cuerpo de un oso, me miran como si fueran a echarme por las puertas en cualquier momento, pero por suerte tienen otras cosas más importantes que hacer. Por suerte para mí, pero también para ellos. Podría convertir su jornada en un día inolvidable solo de una dentellada.

Cuando llego a la puerta, está cerrada. Empujo con el hombro hasta que consigo hacerla ceder. Eso me lleva un rato, pero nadie allí adentro ha parecido ser capaz de reaccionar a mis golpes. Y desencajar una puerta de los goznes hace ruido, os lo puedo asegurar.

Al entrar en la casa, las cortinas están echadas y todo está en penumbra. El olor de la sangre es intenso y metálico, casi chirriante. También huele a otra cosa: de fondo, como un telón difuso, el aroma picante y especiado del vil. Confundido, miro alrededor, buscando el origen de esta sensación de alarma. Y los encuentro, en el rincón. Las tres figuras, componiendo una suerte de escultura de carne y lágrimas.

Seidre - que es Elive, la hija del elfo que sueño cuando él sueña - está llorando. Me mira cuando me ve entrar, jadeante y tenso, dispuesto a despedazar a cualquiera que sea la causa de esta amargura. Al verme, su llanto se vuelve más desconsolado. Está despeinada y sostiene algo entre los brazos; la sangre mancha sus manos. Lo que yace en su regazo es Theron, el brujo. Tiene la cabeza apoyada en los muslos de Seidre, que le mantiene sujeto, peinándole los cabellos. Él no parece dormido ni despierto. Mira hacia adelante con dos ojos inexpresivos, sin brillo, el rostro blanco de porcelana carente de emoción alguna. Es como una estatua congelada, como un cascarón sin alma. Sólo las lágrimas caen, rodando, lentas e inagotables, por sus mejillas. Sus brazos están extendidos hacia adelante. Sus manos son rojas. Están completamente embadurnadas de sangre espesa y reluciente, tiene los dedos cerrados en torno a la empuñadura de una daga. Su mirada vacía está fija en un bulto alargado cubierto con una sábana. Bajo la sábana asoma una mano blanca, femenina, delicada. En el dedo anular de esa mano, brilla el anillo de bodas de Eliannor.

Me acerco a Seidre, que sorbe la nariz y parece calmarse con mi presencia. Me siento en el suelo, a su lado, y ocupo su lugar, sosteniendo a Theron en un brazo y rodeándola a ella con el otro. Durante un rato los mantengo así, estrechándolos contra mí. El brujo respira, llora, y nada más, con la cabeza colgando sobre mi hombro. Seidre se consuela, hundiendo el rostro en mi pecho y aferrándose con fuerza a mí hasta que se calma.

- Elive - escucho mi propia voz. Es una voz de elfo, no de oso. Una voz de elfo cansado - Elive, ve al río. Descansa un poco, luego trae agua. Hay que limpiar todo esto.

Cuando la chica sale por la puerta, me quedo mirando la mano de Eliannor durante minutos enteros. Escucho al otro lado, pero no oigo nada en la mente de Theron. No hay nada ahí ahora mismo. Despacio, uno a uno, abro sus dedos crispados hasta que suelta el arma.

La daga tintinea al caer sobre el suelo. Theron se estremece y solloza en silencio, lejano y frío, colgando en el abismo al que se asoma. Sus manos se crispan y cierro los dedos sobre ellas.

Esto va a ser jodido.

CIX.- En las ruinas (III)

No sé en qué momento ha empezado a llover. El agua me está mojando la espalda, y ella se agita entre mis brazos, estremeciéndose, temblando de necesidad. Está tendida sobre la piel de pelaje blanco. Está tendida en la capa que estaba curtiendo, agarrándome del pelo, con los dedos enroscados en las hebras doradas de mi cabello. Su sabor me llena la lengua, se escurre por mi garganta y me prende por dentro. Estoy alimentándome de su cuerpo, lamiendo las gotas de lluvia sobre sus pechos púberes, mordiendo los diamantes rosados de su cumbre, dándome un banquete con esa carne tierna y recién hecha que nadie ha probado antes. Me gusta. Me provoca un júbilo espantoso, el de la dominación y la posesividad. Porque soy egoísta, dominante y tirano, porque la quería y ahora la tengo, y ahora que es mía puedo hacer lo que quiera. Y hacer que ella quiera que yo lo haga. La escucho gemir, y eso es aún mejor. Y cuando alzo el rostro, quizá hay algo en él que no es del todo como debería ser, porque su semblante palidece y veo algo cercano a la inquietud en su mirada.

- ¿Me tienes miedo? – le pregunto, en un susurro ahogado.

No importa su respuesta, ya no podría detenerme ni aunque quisiera. No. Espera, sí. Si quisiera, sí, podría detenerme. Pero no voy a querer.

- Tengo miedo de que te alejes - me responde la chica – No lo permitiré.

Eso no me lo esperaba. Pero tampoco me molesta que tire de mí hacia ella, crispando los dedos en mi pelo. Se arquea bajo mis labios, entre mis manos. Se me ofrece, húmeda de lluvia, y yo la tomo a mi manera, a mi ritmo, buscando sus llaves para hacerla despertar como a las flores primaverales. Dije que iba a hacerlo bien, ¿no?.

Me trago la lluvia de la hendidura de su ombligo, de la suave depresión de su vientre, engullo el riachuelo hasta el interior de sus muslos y ella abre sus piernas para mí.

Tengo la garganta seca, apretada con el nudo de la necesidad. Aun así, cuando rozo sus muslos con las mejillas y la beso con suavidad, sigo conteniendo el hambre intensa de devorarla salvajemente, la aprisiono en mi interior con todas las cadenas que tengo para respirar su olor profundamente. Allí abajo es más intenso, allí abajo está todo muy caliente. El hambre me da un latigazo desesperado. No puedo evitar sonreír. Cuando empiezo a probarla, ella casi salta. La garganta de la chica empieza a entonar su sinfonía de sollozos suplicantes, de jadeos entregados, y yo me abandono a la delicia de su intimidad mojada y deliciosa.

Mi necesidad está gritándome al oído, está devorando mi cordura. Cuelo la lengua entre sus pliegues, me precipito hacia el centro de la flor rosada para buscar su sabor más profundo y ella grita, tirándome del pelo, apretándose contra mí. El aroma secreto, el sabor metálico y acaramelado, embotan por completo lo que queda de mis sentidos, hechos jirones por las garras del deseo. Conteniendo el gruñido, abro los labios y me rindo a esta delicia, libando su esencia con voracidad, empapándome de ella. Seidre grita, agitándose con las violentas convulsiones de su orgasmo.

Cuando me aparta de un tirón, estoy cegado y apenas la escucho decir algo. Ella, exigente, con el cabello revuelto, los ojos brillantes y los labios hinchados, me empuja para quitarme de encima y noto sus dedos abriéndome el pantalón. Ni siquiera sé de donde saco los arrestos para aguantar las enloquecedoras caricias de su boca sobre mi sexo, pero lo hago. Al fin, antes de que la cordura me abandone por completo, la aparto de mí y vuelvo a tumbarla, esta vez con cierta rudeza. Ella me agarra entre las piernas y trata de guiarme hacia su interior.

- Por todos los dioses, estate quieta - le ordeno, apretando los dientes.

Ella obedece.

No hay nada más que instinto. Y el ansia. El ansia me está matando. Se calma un poco cuando me llevo su virginidad con una embestida firme. Aguantando los jadeos desbocados, apoyo la frente en su hombro y aguardo unos momentos, dejando que ella se acostumbre, que su cuerpo se distienda lo suficiente para continuar sin destrozarla. Está muy estrecho ahí adentro, ella es menuda y yo soy bastante grande, así que no voy a perder los estribos. No los voy a perder, ¿me oyes, Ahti? Grábatelo bien en la cabeza. Vale.

El sollozo de la muchacha se calma, y alzo el rostro un poco, con el sudor escurriéndose por mi espalda y perlándome la frente. Hundo los codos en la manta de pelaje blanco y me retiro despacio, con la mirada fija en su hombro. Esa cicatriz atrae mi atención. No sé por qué. Vuelvo a empujar, reprimiendo un gemido. Ella no reprime nada. Se aferra a mi espalda y me mira fijamente, con esos ojos enormes que parecen exigir los míos.

Entonces me doy cuenta de que tiene las orejas redondeadas. Seidre es mestiza. Mestiza y rubia.

Vuelvo a retirarme, voy despacio, casi con cuidado. Todo el que puedo tener. Seidre hunde los dedos en mi espalda, se muerde los labios. Observo su rostro.

Y entonces veo la verdad. Ella es... no puede ser. Dioses. Dioses. No puede ser. Me estoy engañando, ¿no es así? No puede ser, es imposible, es tan imposible que no es posible. Escucho romperse mi interior, el desgarro profundo de mi alma y el rugido que me inunda los oídos, destrozándome la razón. Quiero apartarme, dejar de hacer esto. Es horrible. Es horrible. Alejarme y peinarle el cabello, acunarla entre mis brazos... y estoy haciendo todo lo contrario, embestir salvajemente entre sus piernas. Dioses.

Estoy llorando. Llorando y riéndome como un demente. Los recuerdos caen sobre mí como saetas envenenadas, destrozándome. Su risa, su voz infantil, sus manitas agarrándome los dedos. Su expresión concentrada cuando intentaba pronunciar correctamente las palabras. Su vitalidad, sus preciosos ojitos castaños y cálidos, su nariz de botón, sus mejillas suaves, la cicatriz en el hombro, aquella marca en forma de triángulo. No puedo detenerme, y me estoy matando con cada impulso delicioso con el que me hundo entre sus muslos. Pero Seidre me abraza, como si estuviera consolándome. Ella tampoco se ha detenido.

- Estoy bien - me dice al oído - No pares, por favor. No te alejes. Estoy bien, papá. Estoy bien.

Y el mundo se rompe. Dejo caer la cabeza sobre su cuello, intentando contener un clímax que no podré evitar, que estalla y derrama mi semilla en su interior. Amargo como la peor de las ponzoñas, la odio por un momento, maldita niña, demonio de niña, tú lo sabías... lo sabías... quienes éramos.

Pero no soy capaz de reprocharle nada. Me abandono cuando se rasga la tela maltratada de mi cordura, me dejo llevar por la demencia y me da igual. Allí se está bien. Allí solo está el oso.

Y no existe la culpa.

CVIII.- En las ruinas (II)

- ¿Y como sabes lo que puedes hacer con cada una? ¿Todas las pieles sirven para todo?

El sonido del rastrillado acompaña nuestra conversación. Constante, ordenado, seco y áspero. Me gustan los sonidos del trabajo, siempre me han resultado agradables y reales. Seidre me hace preguntas sobre desuello y yo le respondo. Ahora parece que podemos hablar más relajados. Bien, esto quiere decir que soy yo quien está más relajado, por supuesto.

- No, que va. Depende de muchas cosas. Yo no soy peletero de todos modos. Solo sé hacer capas y alfombras, poco más.

- ¿De que animal es esto? – inquiere, palmeando la piel que tiene sobre las rodillas – Es muy suave pero la piel es dura también.

- Mamut. Uno de esos eleks peludos del Norte.

Me mira con desconfianza, entrecerrando los ojos. Hace un mohín graciosísimo con la nariz, así que no puedo evitar una media sonrisa.

- Mentirosooooo – me apunta con el dedo, indignada. – No es mamut. Es de oso.

- ¿Entonces por qué preguntas, si ya lo sabías?

Estoy tranquilo ahora y mi sonrisa se ensancha. Me inclino hacia adelante para alcanzar una espátula, la que está junto a la pierna de Seidre. Repentinamente, me paro en seco porque casi nos chocamos: ella se ha inclinado en la otra dirección y su rostro casi toca el mío. Dejo de respirar.

Sus ojos grandes y tiernos. El aliento confitado que exhalan los labios púberes, el perfume de su cuerpo, ese olor, ese olor... ¿qué es ese olor, por qué lo conozco, qué hambre insensata me despierta, que me nubla la razón y me destroza los sentidos? Sé que ya estoy perdido. Apenas tengo un solo instante, menos de un segundo, para moverme, para hacer algo. Algo que pueda evitarlo. Pero al escucharla suspirar, al notar su aliento sobre mis labios, sé que ese momento ha pasado y que ya es demasiado tarde. Ella rompe la distancia con un solo beso, el beso más terrible y tierno que me han dado nunca. Sólo me ha rozado con su boca, temblando y con los ojos pardos anegados de emoción, como si estuviera a punto de llorar.

Y por mucho que eso me conmueva, ya no hay esperanza. Tengo hambre. Voy a saciarla. "No, no puedes hacer eso, mira qué joven es, al menos adviértela", me grita una voz cada vez más desesperada en mi interior. No sé como voy a advertirla, ahora que no puedo ni moverme... y sin embargo, lo intento. La miro con severidad y trato de poner las manos en sus hombros, pero ella me besa otra vez, con los besos inseguros de la inocencia. Son sus primeros besos, estoy seguro, y eso no me ayuda a controlarme. Claro, Ahti. Como si alguna vez hubieras podido, ¿verdad?. Aprieto los dedos sobre sus hombros y la aparto de mí, apenas un ápice, para intentar poner algo de jodido orden en todo este desastre... y ella no hace nada mejor que gemir. Gemir. Sí. Un gemido suave, un quejido infantil, como si se hubiera pinchado con una aguja, frunciendo el ceño y haciendo fuerza contra mis manos para volver a acercarse.

Es demasiado. No hay quien pueda aguantar esto. La sangre rompe a hervir en mis venas y el hambre me espolea, exigente, imparable.


Aun así, respondo a su beso con toda la delicadeza de la que soy capaz. Maldita sea. Soy una continua decepción para mí mismo, mis instintos me dominan en cuanto me descuido. Al menos, si no puedo resistir este condenado impulso, intentaré hacerlo de la mejor manera posible. Esta criatura no se merece nada malo. Lo haré bien, me repito. Lo haré bien.

Me retengo, conteniéndome a mí mismo para no superarla y arrollarla. Ella bebe despacio de mi boca, al principio tanteando el territorio desconocido, después dejándose llevar por su propio instinto. Una lengua curiosa se escurre entre mis labios y le dejo paso, con una punzada de culpabilidad, probando al fin su sabor. Al hacerlo, mis músculos se crispan de contención. Es mucho mejor de lo que imaginaba, dulce como el néctar más fino. Y la chica ahoga un gemido sorprendido y extasiado, como si ella también hubiera probado algo igual de delicioso. Hago caso omiso de mis ansias y la saboreo lentamente, me deleito en su humedad. Ella responde con avidez, cada vez con más hambre, hasta que termina mordiéndome los labios y apartándose, con las mejillas encendidas. Tiene las manos crispadas sobre mi jubón.

- Tengo sed - dice, con voz suave.

Cierro los ojos y me contengo, me contengo, me contengo. Le rozo la mejilla con los dedos.

- ¿Por qué quieres apagarla en mí?

Sólo quería preguntar, pero después de la pregunta, vuelvo a su boca, desesperado. Joder. Es insoportable. La deseo ya.

- ¿Hay algún motivo para no hacerlo? - jadea ella, cuando ladeo el rostro para apartarme lo suficiente como para recuperar mi propio control.

¿Lo hay, Ahti? ¿Hay algún motivo para no hacerlo? Y no encuentro más respuesta que el fuego que me quema y la placentera tortura de mi propia contención. Mis manos se escurren por su cuello. Ella se rodea con los brazos y se baja la camisa hacia la cintura, en un gesto ofrendoso y delicado, mirándome, mirándome.

Se acabó. La agarro de la muñeca y tiro hacia mí. La deseo y la tendré. Aquí. Ahora. Ya.

CVII.- En las ruinas (I)

El mundo está lleno de gente innecesaria.

Es algo que pienso a veces. Sobre todo cuando estoy aquí, en las ruinas que elegimos para fundar algo así como un santuario. Son ruinas que la Plaga dejó atrás, que estaban demasiado contaminadas para que nadie quisiera pisarlas. Vinimos, las limpiamos, y aquí esperamos a los que tengan que llegar. Mientras esperamos, he cazado uno de los pocos animales sanos que se atrevió a entrar en este paraje y le he sacado la piel. La estoy trabajando y pensando en ello, en que el mundo está lleno de gente innecesaria. Es un pensamiento que flota en mi cabeza como una señal constante, una y otra vez, mientras paso el cuchillo suavemente sobre la piel flexible, cálida, limpiándola de los restos de tejido que aún están prendidos en el cuero blanco.

El amanecer me ha llamado hace poco y me he sumergido en la rutina. Entrenamiento, caza, pieles. Costumbres. La rutina me anestesia, me mantiene ocupado, me apacigua, a falta de una guerra. No pienso en Ivaine desaparecida, en Elive, secuestrada. No pienso en todo lo que he perdido ni en la soledad. Y la frase vuelve.

El mundo está lleno de gente innecesaria. Meto las manos en el balde de agua y me las froto con fuerza, limpiándolas de los restos sanguinolentos del desuello. Lleno de gente innecesaria. Así es. Podríamos limpiarlo igual que el cuero, dejarlo flexible e inmaculado. Podríamos.

La verdad es que este sitio no me gusta. Echo terriblemente de menos la nieve, el frío, los árboles altos. Esos abetos gigantescos de Rasganorte y su aire puro, gélido y cortante, esencial. Perfecto.

El mundo sería perfecto si sólo quedara eso. Lo estoy pensando mientras enjuago el trapo y lo paso sobre la piel vuelta, sobre el cuero que aún hay que secar. Solo un mundo, inhabitado y perfecto. Sería un paraíso, ¿no? Al fin y al cabo, todos los lugares hermosos están sin civilizar, casi despoblados. Como Feralas, o Cuna del Invierno. Salvajes y solitarios, con la belleza fortuita de no haber sido tocados por las manos de nadie. Y es lo que me pregunto: si el mundo es perfecto sin nosotros, si nosotros somos el único virus en este mundo, ¿para qué servimos?

"Quizá deberíamos acabar con todo, atravesarnos con nuestras propias armas y volver a la Playa Serena, donde todo era como tenía que ser". Eso es lo que pienso. Si, joder, ¿qué clase de pensamientos son estos para un paladín? Me río de mis propias conclusiones, alzando la cabeza para recogerme el pelo, que me molesta.

Al hacerlo, mi mirada la encuentra a ella.

Está ahí parada, mirándome fijamente con sus ojos grandes, castaños y brillantes. Demonios. Aprieto los dientes y arrugo el entrecejo.

- ¿Quieres desayunar? –  Me dice. Me ofrece unos frutos secos. Tiene las manos pequeñas y rosadas, apenas es una adolescente.

Es la chica nueva que llegó a las ruinas. Theron me dijo que viniera a conocerla, y es lo que hice. Vine y la conocí. Es rubia como la miel, de ojos castaños, nariz respingona y aspecto juvenil. No es por que sea guapa, que lo es. Es algo en su olor que me atrae de una manera primaria, instintiva e irracional. Y como con todo lo que me atrae de esa manera, con ella mantengo las distancias.

Así que niego con la cabeza y sigo con mi trabajo. Ella se sienta a mi lado y se pone a mirar.

- ¿Dónde has estado? – me pregunta – No te he visto en dos días.

Me descuelgo del cinto el peine de púas de metal y comienzo a pasarlo sobre el pelaje para peinarlo y eliminar la escoria. Claro que no me has visto en dos días, muchacha. Mantengo las distancias, ¿no acabo de decirlo? No lo he dicho, lo he pensado. Pero da igual, tu no lo entenderías. No, ella no lo entenderá, así que le contesto.

- He estado de caza.

La brisa se levanta un poco y me trae una vaharada de su perfume. Huele a tierra fértil, a humedad de lluvia, a bosque salvaje y a pan recién cocido. Su olor me da hambre.

- ¿Por qué no me avisaste? Te estuve buscando.

Levanto la cabeza y la miro. Quiero mirarla con seriedad, pero casi me dan ganas de sonreír. Parece un muchacho, con esos pantalones oscuros y la camisa a medio abotonar. Su rostro, sin embargo, me parece inquietante por algún motivo que no entiendo.

- ¿Y por qué tendría que avisarte?

Sé que es peligrosa. El día que llegué para conocerla, tal y como le había dicho a Theron que haría, se arrojó hacia mí para abrazarme. “Vine aquí a saciar mi sed, siguiendo tu olor”, eso me dijo. No es bueno. Y aquel abrazo intenso me puso los nervios de punta, y no sólo los nervios. Demonios del Torbellino, sé que es peligrosa, no debería mirarla ni siquiera. Y ella, al escuchar mi respuesta seca, pone cara triste. Genial.

- Estaba preocupada. Perdón.

- Pues no te preocupes.

Deja de preocuparte y deja de venir a mí. Deja de mirarme con esa ternura y de abrazarme suavemente, aléjate del lobo porque tú eres una cierva, y los lobos se comen a los ciervos. Eso es lo que tendría que decirle. En lugar de eso, me callo y tiro con fuerza del pelaje, desenredándolo con el rastrillo de metal. Parece que a Seidre se le han quitado las ganas de hablar, y agradezco el silencio, aunque agradecería más que ella dejara de mirarme de una vez. Me mira, fijamente, intensamente. Tengo la sensación de que espera algo de mí, y no sé que es. Me pone tenso.

- ¿Puedo probar?

Ella acerca la mano hacia la piel. Espero que la Luz me dé paciencia, porque yo la estoy perdiendo, y el hambre me agujerea por dentro.



- ¿Lo has hecho alguna vez?

- No, aun no. Pero quiero ser desolladora – responde ella. Alzo la mirada y veo su sonrisa insegura. Inmediatamente, desvía el rostro con un gesto tímido. Se me cierra el estómago con un mordisco violento. El viento me trae su olor.

- Se empieza por un extremo, primero a contrapelo - le digo. No me puedo creer que esté explicándole esto con tanta tranquilidad cuando en mi mente solo pienso en... - Fíjate bien en que no haya parásitos, o restos de bichos, o lo que sea, pegados a la piel. Puedes quitarlos con las uñas o con esa espátula de ahí, pero con cuidado de no rajarlo, ¿correcto?

- Correcto.

- Siempre a contrapelo hasta que se haya limpiado toda. Luego en la otra dirección, y después de nuevo a contrapelo. Y no tires con mucha fuerza, para que no se desprendan mechones. ¿Queda claro?

- Como el agua.

La chica se pone manos a la obra de inmediato. Es decidida y tiene brío. Dentro de ella arde una llama, y eso es bueno. Bueno para ella, y malo para mí. Vuelvo a la tarea, intentando despejar la mente, mientras escucho su respiración y el viento traicionero me mete su olor hasta las entrañas.