miércoles, 25 de agosto de 2010

XCVII - Juego de niños

- Ese bigote está mal.

Miro a Elive, frunciendo el ceño, y observo mi obra de arte.

- Está perfecto. Un auténtico bigote enano.
- Que no. Que es así.

Ella me roba el lápiz y hace unos rayajos al final del bigote que he dibujado, alargándolo y convirtiéndolo en una maraña hirsuta. Estamos en la isla del Caminante, en el edificio donde acogen a los refugiados. Como no tengo una jodida casa de verdad donde mantener a salvo a mi familia, Luonnotar y Elive viven aquí. Al menos, la cría puede estar con más gente en lugar de esos niños desgraciados que le hicieron la vida imposible en Shattrath, y mi hermana hace más llevadera la condena que la necesidad nos impone. No puedo cuidar de mi propia hija porque tengo que cuidar del futuro de los hijos de otros. Así que Luonnotar debe sacrificarse. Es injusto, lo sé, pero es lo que hay.

- ¿Ves? Dawolf lo lleva despeinado - me alecciona ella - y huele a cebreza y caca de cabra.
- Vale, vale. Dame el lápiz.
- Toma.
- ¿A quien has pintado tú?
- A tí y a mamá y al tío Theron y a la tía Luon y a la tata Elhian.

Me asomo a mirar su creación. Su dibujo me arranca una media sonrisa. Hay un tio grande con el pelo amarillo pollo, que debo ser yo. También una cosa gris de pelo morado que agarra un palo, una muñeca pelirroja sonriente y un monigote con una sonrisa enorme y cara de buena persona, luciendo dos cuernos descomunales y de distinto tamaño. Por último, una estrella en el cielo. La señalo con la parte de atrás del lápiz.

- ¿Esa es mamá?
- Sí. - dice, convencida. - Es una estrella porque está en la Luz.

Hay que joderse. Ojalá tuviera razón mi niña, y su madre fuera una estrella en la luz en vez de un cadáver alzado, cubierto por una coraza de hielo que no puedo romper sin romper lo que queda de ella.

- Está muy chulo. ¿Me lo regalas?
- No. Este es para Luon.
- Joder, yo quiero uno.

Elive pone cara de pilla y se ríe, apartándose la coleta medio deshecha. Le ha crecido mucho el pelo. Lleva la ropa sucia porque hemos estado jugando a capturar el fuerte.

- A ti te doy otros. He hecho un montón cuando no estabas. Joder.
- No, no, no, no digas esa palabra.
- ¿Por qué?
- Porque es un taco.
- Tú la dices.
- Porque soy mayor.
- ¿La puedo decir de mayor?
- No, tampoco.
- ¡Joder!

Se cruza de brazos y se enfurruña. Me río y la levanto en volandas, mientras patalea y me regaña, pero luego se le pasa, me cubre de besos infantiles y se me agarra del cuello, apoyando la cabeza en mi hombro.

- ¿Mataste muchos malos en la guerra esa? - me pregunta, mientras la llevo al piso superior. Es hora de ir a la cama.
- Algunos, mi vida. Pero eran todos muy grandes.

Ojalá fuera verdad. Ojalá recordara algo mas allá del fragor helado de un combate en el que tuve que sacrificar a mis propios compañeros. Ojalá no hubiera despertado medio muerto enterrado en la nieve y rescatado por un caballero ebanista. Ojalá supiera por qué me sigue pesando una huella helada en el pecho.

- ¿Y cuándo acaba?
- Cuando matemos a su jefe.
- ¿Quién es?
- Uno que se llama Arthas.

Se queda pensativa un momento y me mira con aire inteligente.

- Arthas rima con tartas.

Asiento.

- Sí, es verdad. Pero a él no le gustan las tartas. Las odia.
- ¿Y cómo celebra su cumple? ¿No sopla velas?
- Qué va. Lo celebra tirándoles piedras a los gatitos y robándole los caramelos a los niños.
- ¡Qué malo!

Asiento de nuevo. Ojalá fuera verdad que es eso lo que hace el muy cabrón. Me imagino al Alto Señor dando unos azotes al Exánime y castigándolo sin cuentos antes de dormir por haber sido tan malo durante tanto tiempo. Sin duda la vida sería mucho mas fácil si el mundo que invento para Elive fuera el mundo real.

Al llegar a las habitaciones superiores, mi hija manifiesta una voluntad inquebrantable a la hora de negarse a tomar un baño. Como me hace notar de manera demasiado inteligente para su edad, es ya muy tarde para bañarse, y yo que soy el papá tenía que haberlo pensado antes y haberla bañado antes de cenar. Como no puedo replicar a eso, intento negociar con ella para bañarse mañana por la mañana. Así me encuentro con el primer escollo en la negociación.

- Vale, pero mañana me bañas tú.

Suspiro, abriendo la cama con una mano mientras la sostengo en el otro brazo.

- No puede ser, chiquitaja. Me tengo que ir.
- ¿Otra veeeeeeez? ¡Pero si acabas de llegar!

No puedo con esa mirada. Los grandes ojos castaños me observan, suplicantes. Ella solo quiere a su padre. Sólo quiere que estemos juntos. ¿Qué puede entender mi niña sobre lo que sucede ahí afuera, sobre lo que uno siente que debe hacer, qué puede entender sobre el marchitarse del corazón del guerrero cuando no cumple con el deber que a sí mismo se impone? Y aún sin entenderlo, ¿Qué culpa tiene ella? Es cruel que deba sacrificarse a tan tierna edad, como lo hace mi hermana y como lo hacen muchos de los que me rodean.

- Ya lo sé. Lo siento.

Se queda callada mientras le ayudo a quitarse las botas sucias y la ropa, y se pone el camisón ella solita. Parece pensar en algo. Luego asiente con la cabeza.

- Vale. Pero me cuentas un cuento ahora. Y te quedas a dormir conmigo. ¿Trato?
- Trato.

Es terrible. Es terrible ver cómo su pequeña alma ya se ha acostumbrado al sacrificio y se conforma con un cuento a cambio de la larga ausencia. Pero como siempre que estoy con ella, me esfuerzo en hacer que los escasos instantes que puedo arrancarle al tiempo en su compañía sean los mejores, sirvan de apoyo y protección a su infantil espíritu y la mantengan fuerte y alegre.

- ¿De qué lo quieres?
- De animales locos - responde ella con entusiasmo no fingido, colándose bajo las sábanas.

La luz de la luna se filtra a través de las balconadas, y a nuestro alrededor, las familias buscan su hueco en los camastros y se arremolinan en el edificio que les acoge, con el semblante tranquilo y optimista de quienes han perdido mucho y confían en que las cosas solo pueden mejorar. Yo solo tengo ojos para mi niña, a pesar de las cargas que pesan sobre mí y de la helada huella en mi pecho, que aprieta hasta asfixiarme. Todo se diluye cuando ella me mira, aguardando su cuento. Con la cabeza en la almohada y las manitas cruzadas. El resto del mundo puede esperar ahora.

- Bien. Había una vez una rana modista que siempre llevaba esmoquin...