lunes, 12 de abril de 2010

XCIV - Deber sagrado (V)

- ¡Ya basta!¡Serenaos!

Farnell lo intenta, pero es tarde. El Cruzado que escapó acaba de ser interceptado por los necrófagos, que se arrojan sobre él. Su aullido nos llega hasta aquí, mientras los gritos resuenan, los rostros se desencajan y escucho el desenvainar de los aceros.

- ¿Qué demonios haces? - detengo por el brazo a una enana que jadea. Probablemente presa de un ataque de ansiedad. Intenta huir.
- ¡ESO ES MEJOR QUE ESTO! - me grita, mirando hacia su compañero despedazado - ¡ESA VOZ, LAS ALMAS, QUIERO QUE PARE!
- ¡Maldita sea, cálmate! - La sostengo por ambos brazos, zarandeándola. Mi corazón golpea con violencia, me concentro en el escozor de la herida, compartimentando, como Seltarian me enseñó, para que la voz de mi cabeza siga soltando su propaganda plagosa sin prestarle atención, sin darle un ápice de ella. - Respira. No hagas caso a la voz. Si perdemos la calma, no...
- ¡YAAAARGH!

Grita y se convulsiona entre mis manos, con los ojos desencajados. Por la Luz, se va a tragar la lengua. A mi alrededor, reina el caos. Los soldados se enfrentan entre sí, los que intentan huir con los que quieren detenerlos, que apenas son tres. Seltarian corre a ayudar a Farnell, y antes de que llegue, me mira con triste gravedad.

Como si supiera que yo lo sé.

Como si supiera lo que estoy pensando.

Como si supiera que, por mucho que trate de evitarlo, es lo que hay que hacer, ahora que todo se desmorona.

Sujeto a la enana contra mí, mientras los muertos vivientes terminan de dar cuenta del cruzado caído. Cuando acaben con él, se nos acercarán. Sólo somos quince, catorce ahora. La única posibilidad de escape es la loma que hay detrás nuestra, mas allá del muro. Es accesible para un soldado solitario, quizá dos o tres. Es imposible para una unidad de catorce combatientes enloquecidos a causa de un ataque de pánico. Los devorarán, morirán y les alzarán, así será, o atraparán sus almas...

Sobrevive. Haz lo que puedas por ellos, y sobrevive, Ahti

Me lo repito una y otra vez, mientras desenvaino la espada y siego la garganta de la Cruzado de Dun Morogh que tengo atrapada firmemente con el brazo. Creo que se llamaba Brunilthe, pero no estoy seguro. La sangre caliente corre por mi mano, pero no me entretengo en pensar demasiado, suelto el cuerpo y miro a Seltarian. Uno de los soldados ha herido a Farnell en una pierna, el capitán ha caído al suelo. Antes de que su atacante consiga huir, salto sobre él, le intercepto y le atravieso el ojo con el filo de Aurelinde, cuya hoja canta a cada movimiento, acompañada de un suave tintineo que quizá solo yo puedo oír.

Una muerte rápida. ¿Se llamaba Garren, o era Gareth?

Tengo que darme prisa. Los necrófagos están terminando de comerse al muerto. Sé que Farnell me está mirando, y la elfa de la noche que tengo delante también lo hace. Su crisis de terror parece haberse detenido al ver la espada chorreando sangre roja y los dos cadáveres tras de mí. "No me mires", pienso. "No lo hagas".

- Lo siento.
- ¡No! ¡No!

Se tapa la cara con los dedos. Su cabeza cae al suelo, las manos cercenadas se desprenden de su rostro y chocan contra la tierra negra, como dos palomas blancas. Ahora sí. Ahora sí tenéis una razón para tener miedo, una razón real para correr, porque se hará lo que debe ser hecho. Una pátina roja se extiende sobre mi mirada, me dejo llevar por el mecánico fluir de la danza del acero. No debo dejar que escapen, que alimenten los ejércitos del Exánime, que sus almas queden presas de la peor maldición, y el último atisbo de duda se disipa cuando desvío la mirada entre la matanza y observo a los necrófagos, que están terminando su festín, a los fantasmas encadenados que corren para unirse a las filas de los malditos.

Soy consciente. Quiero serlo. Les estoy matando. Intento mirarles a los ojos uno a uno mientras lo hago, mientras el oso ruge y dosifico mi ira para hacerlo bien, para hacer lo correcto de la mejor manera posible. Están tan asustados que ninguno planta cara, se encogen o me miran con resignación, con incredulidad. En parte, les estoy odiando. Por haberlo echado todo a perder, por ser débiles, por obligarme a hacer esto, por llevarme a esto, por... dioses, qué claro lo veo. Qué sencillo es dejar que otro cargue con una responsabilidad así. Qué fácil es dejar que sea otro quien tome la decisión por ti.

Qué sencillo es dar un paso atrás.

Cuando me acerco a Farnell, que yace en el suelo, incapaz de levantarse, estoy cubierto de sangre. Seltarian ya no está.

No pretendo que lo entiendan.

Me mira, sin entender. Luego deja escapar el aire, resignado, y me tiende una botellita de cristal que extrae de su faltriquera, en cuyo interior danza un líquido rojo, brillante, ígneo. Aceite de fuego. Le tiembla la mano cuando recojo el objeto.

¿Tu lo entiendes? Creo que sí.

- Ayúdame a... levantarme - dice Lord Farnell, tendiéndome la mano.

Tardo dos segundos en sopesarlo. Apilar los cadáveres, hacerlos arder y luego ascender hasta la loma transportando un herido. Los necrófagos rebañan ya los huesos del hombre que hemos perdido, unos cuantos más se acercan y escucho dar una orden al Vargul. Le miro, y levanto la espada. No habrá tiempo.

- No... ¡NO! ¡Ayúdame! Los dos podem...

Un chorro caliente, el borboteo y el suelo que se bebe la vida de un gran paladín.

Hay que hacer lo que hay que hacer.

Tengo que amontonarlos a toda velocidad. Algunos de ellos, a patadas, mientras transporto a otros sobre mis hombros. Ya oigo venir a esos hijos de puta, no hay rastro de Seltarian y estoy resollando como un animal, sudando y casi amoratado de frío. Mientras lo hago, voy murmurando las palabras rituales, las que se usan en los enterramientos, en los funerales, para liberar las almas.

¿Has visto lo que has hecho? No es tan distinto, ¿no?

- Cállate.

Derramo el aceite de fuego sobre la montaña de cadáveres. Los necrófagos han echado a correr hacia la grieta, escucho sus gruñidos. Dioses, por favor, que les cubra a todos. Arrojo el destello de Luz y consagro alrededor de la zona, para ponérselo difícil a esos cabrones hambrientos cuando lleguen. La pira prende, se enciende y el fuego se eleva.

No eres tan distinto. A veces hay que tener el coraje para hacer lo que se debe hacer, ¿no es verdad?

- Que te calles

Echo a correr, aún empuñando la espada. Asciendo la loma, agazapado, mientras el humo asciende y el fuego brilla a mi espalda, rojo, intenso. Huele a sangre. Intento borrar mis huellas, y no me detengo, trepando. La nieve gélida me hiere las manos cuando las hundo en su lecho blanco, me corto con aristas de hielo. Busco los recovecos, los pasos, sin mirar atrás.

Tenía que hacerlo. Tengo que volver. No puedo morir... tengo que volver. Te dije que volvería en un par de semanas


Vas a faltar a tu promesa

- ¡NO ESTOY HABLANDO CONTIGO!

Jadeando, apoyo la espalda en una roca, en lo alto de la cumbre. Corona de Hielo me acecha desde sus afiladas almenas, y doy gracias al trueno que ha estallado en el cielo, mitigando mi grito iracundo y rabioso. Me parece escuchar una risilla insidiosa, mientras me abro la coraza a tirones, desato la camisa y hundo los dedos en la herida del pecho, arañándola. El dolor me ayuda a mantener la respiración, me recuerda cuál es mi lugar, dónde estoy y por qué.

No tengo tu voz, pero tengo esto.

Dejo que mi vista se pierda y los recuerdos se encadenen en mi pensamiento, medio hundido en la nieve, agotado y ensangrentado. Soy un asesino. No es ninguna novedad. Y mientras la consciencia me abandona, recuerdo las palabras de Seltarian.

- No podemos saber lo que es correcto sin tener en cuenta las circunstancias. A veces, son ellas quienes lo definen todo. Perdonar puede ser una crueldad, castigar una liberación. Salvar una vida, puede ser una condena. Matar, un acto de compasión.


Era una tarde soleada, en un bosque, cuando sus ojos eran de color rojizo y su armadura dorada y brillante.

Dorada y brillante

XCIII - Deber sagrado (IV)

- ¿Qué demonios haces aquí?

La pregunta más estúpida que podía hacer, pero qué mas da. Creo que me alegro de verle. Seltarian ladea la cabeza y parece reflexionar, como si le hubiera cuestionado sobre el sentido de la vida.

- Caí combatiendo con el Alba Argenta, y fui alzado. Desperté con la Luz del Alba y sirvo a la venganza del Bastión de Ébano.
- Fui a buscarte cuando...

¿Cuanto tiempo ha pasado? ¿Siete años, ocho? ¿Seis? Me cuesta contar ahora. Sólo recuerdo el momento en que mi maestro se marchó y me quedé solo, sin saber qué hacer ni dónde ir.

- Lo sé. División octava.
- Si... entré en la octava del Alba - afirmo, ajustando la última correa y contemplándole con extrañeza.
- Lamento lo que sucedió.

Asiento de nuevo. Joder. Menudo lugar para reencontrarnos. Menuda situación, quién lo iba a decir.

- Fui al Alba Argenta buscándote a ti, encontré otras muchas cosas... está bien. Las cosas que ya han pasado no se pueden cambiar.
- ¿Eres paladín?
- Soy un aliado de la Luz.

Seltarian sonríe sesgadamente. No se parece a otros caballeros resucitados que he visto antes. Su comportamiento, su actitud, es exacta a como era en vida. Su cuerpo tiene las marcas de la no muerte, y no percibo Luz en él, sin embargo no da la impresión de haber cambiado demasiado. Siempre fue un maestro de la mente, un sabio, dijeran lo que dijesen los demás. Algo me dice que ha sabido administrar y compartimentar incluso una circunstancia tan extrema como ésta: servir al Exánime y convertirse en lo que ahora es. Por eso debe notarse la admiración en mi mirada, así que no me sorprende que arquee las cejas con gesto burlón.

- Tendrás que llevar mi legado tú solo. Como ves, me resulta complicado mantenerlo, al menos de manera activa. Cuando trato de invocar una bendición, levanto un necrófago.
- ¿Estás... haciendo un chiste?
- Una tentativa.
- No creo que sea el momento ni el lugar más adecuado para bromear sobre la no muerte.

Estoy perplejo. Hay que joderse con el honorable maestro. Seltarian me mira, muy serio ahora.

- Te equivocas. Es el mejor momento, y el lugar donde más necesario resulta. Aquí hay que explotar todos los recursos que mantendrán alta la moral, hay que desplegar toda habilidad para nadar contra corriente con entereza. De lo contrario, todos estamos perdidos. Este río tiene un caudal poderoso, un torrente que ha sido capaz de arrastrar hasta los espíritus más firmes. Lo sabes, por eso te cortabas. Usaste un recurso, tú mismo lo dijiste.

Me señala el pecho levemente. Su voz es suave, firme, como el arrullo de un monje, y como siempre fue habitual en él, suele tener razón.

- Pero el chiste era muy malo - admite al fin.

Voy a decir algo, preguntarle sobre lo que ha sido de él hasta ahora, cuando nos sorprende la agitación en el improvisado campamento. Me giro repentinamente y me incorporo sobre la piedra, intercambiando una mirada con mi antiguo mentor, y avanzamos hacia el grupo.

- ¿Qué sucede?

Los cruzados están en pie. Hablan entre ellos en voz demasiado alta, sus semblantes muestran expresiones de tristeza y de pavor, uno de ellos se tapa el rostro con las manos. Farnell invoca la calma, intentando no levantar la voz.

- Dioses... tenéis que verlo... - dice uno de los jóvenes humanos que se encargaba de la vigilancia. Respira con dificultad y se limpia las lágrimas con el puño. - Es terrible. Están... lo que están haciendo...
- Formad - la voz de Lord Farnell resuena con firmeza, a pesar del tono bajo que emplea - Vamos a ver qué es lo que ocurre. En silencio y con sigilo. Quiero a todo el mundo sereno, ¿queda claro?

El grupo asiente, escucho sus alientos que intentan regularse. El jefe intercambia una mirada con Seltarian y conmigo, que imitamos su gesto grave y decidido al instante.

- Tranquilizaos. Recordad que Tirion confía en nosotros - añado, apoyando las palabras de Lord Farnell.

Entre los tres, repartimos algunas frases en el tono adecuado, buscando pulsar los resortes que hagan recuperarse la moral de los soldados, pero ya están manidas y usadas y cada vez tienen menos efecto sobre ellos. Aun así, conseguimos que se mantengan más o menos estables, y cuando partimos tras el vigilante, rodeando un montículo y bordeando el linde de una muralla, los pasos del grupo son coordinados y reina el silencio.

En esta zona, hay una evidencia aún más densa de sombra. Intento mantenerme ajeno a las presencias de poderoso contraste, que zumban en mis sentidos como un radar saturado, igual que lleva sucediendo desde que entré aquí. Y de alguna manera, cuando franqueamos la rotura en el afilado muro, ese detector parece volverse loco y casi me mareo. Los soldados se detienen, y hasta Farnell deja escapar un jadeo de pura incredulidad.

La vasta llanura negra está guardada, al oeste, por grupos de vargul errabundos que patrullan, tambaleándose lentamente y de manera grotesca, con las cabezas ladeadas, las largas barbas colgando como hiedras muertas y la motricidad torpe característica de las criaturas manipuladas tras la muerte. Nada que ver con lo que debieron ser antaño, los gigantescos vrykul vigorosos y de voluntades poderosas se ven como aberrantes sombras de sí mismos tras la irónica bendición de la plaga. Patrullan, guiando a los necrófagos hambrientos, guardando la porción de tierra en la que los Estandartes y los nigromantes hacen su abominable labor. Y las pálidas sombras de los fantasmas errantes se dibujan, vagando en la soledad de las almas perdidas que no tienen descanso, mirando a su alrededor y caminando en pasos lentos, dejando una estela lechosa.

Todas las razas. Orcos, humanos, elfos de la noche, elfos nobles, enanos, tauren. Sus espíritus no parecen ver, no parecen darse cuenta de nada, atrapados en la soledad, la pesadilla y la nula esperanza, entre runas rojizas que se encienden de cuando en cuando a pocos centímetros del suelo y que parecen cercarles de alguna manera.

Y entonces lo veo. Veo a uno de los nigromantes esqueléticos, que se acerca al fantasma de una elfa, que solloza, arrodillada. Extiende sus huesudas manos y arroja el hechizo sobre ella. La elfa se contorsiona, se escucha el sonido de un aliento ficticio que pugna por romperse, y su resplandor se oscurece cuando las cadenas mágicas se cierran a su alrededor. Gruñendo, empuñando la espada fantasmagórica que aún lleva entre las manos, ella se levanta, con el semblante desprovisto de toda emoción. Ha dejado de llorar cuando corre hacia los Estandartes, los viejos barbudos que controlan y dirigen a las almas dominadas, haciéndolas formar, marchar, patrullar y presentar armas bajo la bandera oscura de las fuerzas del Exánime.

Vuestro camino acaba aquí. Nadie escapa al poder de la Plaga, ni en la vida ni en la muerte. Todos vosotros lo sabéis, lo habéis sentido desde que entrásteis a este lugar.

Nos miramos entre nosotros. La mano de Seltarian se posa sobre mi hombro.

- Han visto lo que nunca debieron ver - me susurra, con un tono levemente alarmado - Es el Valle de la Esperanza Perdida. Esto es lo peor que podía pasar.

Os han enviado a vuestro fin, pero no temáis. Os hubiera alcanzado igualmente en el Pináculo.

- Vámonos de aquí - murmura un soldado.

Su mano tiembla, crispada. Le miro de reojo, volviendo la vista una última vez hacia los espíritus, y entonces dejo de prestar atención a los muertos. Son los vivos los que me preocupan ahora.

Quien entra en Corona de Hielo lo hace para servir al Rey, quiera o no. Es el destino que a todos aguarda, a los héroes y a los escuderos, a los soldados y a los sacerdotes, a los mendigos y a los soberanos. Sabéis que es cierto, porque no necesitáis mas que mirar la magnificencia de nuestro poder, mirarlo ahora, después de haber estado saboreándolo día a día, para convenceros de la única verdad.

- Quiero irme a casa.
- Estamos perdidos...
- Silencio - la voz de Farnell, de nuevo. - Altas las cabezas. No podemos hacer nada por estas pobres almas por ahora, pero informaremos cuando regresem...
- ¡No vamos a volver! ¡Ninguno de nosotros volverá!

No hay esperanza

Aprieto los dientes. Alguien ha gritado. Uno de los Vargul vuelve la cabeza hacia nuestra posición y comienza a avanzar, seguido por los necrófagos gorgoteantes.

- ¡Silencio!¡Formad!

Un cruzado sale corriendo. Es la primera señal de pánico. Las voces se elevan, somos quince, Farnell intenta detener al desertor, y se encuentra con dos hombres más gritándole. Maldita sea. Ahora que estamos perdidos. El miedo ha quebrado los pilares, y si algo sé es que el pánico se propaga más veloz que la plaga.

XCII - Deber sagrado (III)

- Estamos teniendo suerte
- Aham...

Ploc, ploc, ploc. Tres gotas de la cantimplora, caen sobre el suelo seco y negro y dejan tres manchas oscuras que desaparecen enseguida, absorbidas por la tierra muerta.

- Sólo tenemos que llegar a ese edificio y echar un vistazo. Después regresaremos.

La voz de Farnell suena pesada, cansada. Un susurro casi moribundo. Está sentado a mi lado, en el lugar que hemos escogido para acampar y tomar un breve reposo. Se ha apartado la capucha del rostro y permanece con la espalda apoyada en una roca plana, en la hendidura quebrada que separa las montañas de la explanada abierta, donde se mueven las siniestras figuras irreconocibles.

- Creo que tres días - digo, sin que llegue a preguntarme. - Me cuesta mucho medir el tiempo aquí. No hay noche, no hay día, y esas jodidas nubes no permiten ver las estrellas.

Asiente, despacio. Tiene ojeras. Yo también. Nadie ha podido dormir cuando nos detuvimos anteriormente, algunos reclutas lo consiguieron y se despertaron gritando. Tuvimos que taparles la boca para que no delataran nuestra posición, pero ningún miembro del Azote pareció darse cuenta, porque no ha habido ataques. Suspiro de nuevo y cierro el tapón de mis reservas de agua.

- Intenta dormir un poco - me dice, y se arrebuja en su capa.

Si, claro.

Los bultos yacen a nuestro alrededor. Algunos han llegado hasta aquí arrastrándose, ayudados por sus compañeros. Unos cuantos han pasado las últimas horas llorando, sin saber bien por qué. Ni siquiera las arengas en susurros de Farnell y los demás han conseguido levantar la moral del grupo. Quedan tres jóvenes al cargo de la vigilancia, así que podría probar a ver si consigo pegar ojo. Las dos veces que he logrado dar una cabezada, los sueños más aterradores me han asaltado. He visto su cara blanca y los ojos azures resplandeciendo ante mí, su cabello fantasmagórico y la terrible armadura negra. He oído su voz infame, hablándome, diciendo mi nombre completo, y la espada, la hoja de malicioso resplandor, apuntando a mi corazón.

Me rozo la pechera con los dedos, perdiendo la mirada en la oscuridad más allá.

Theron...

Sé que no obtendré respuesta. Los dos sabíamos que aquí dentro, con la densa presencia de la voluntad del Rey flotando como un sudario que envuelve Corona de Hielo, no íbamos a poder escucharnos. Lo sabíamos antes de que me fuera.

Esto es una mierda

Me levanto despacio y me arrastro con los codos sobre el suelo, alejándome un poco del grupo. Busco el parapeto de una piedra plana y me agazapo ahí, soltando los correajes lentamente. Ninguno está dormido aún, pero pronto el cansancio se llevará sus conciencias, y en el sueño volverá el terror a visitarles. No tengo motivos para pensar que vaya a ser de otra manera. Supongo que por alguna razón sé administrar bien el miedo y convertirlo en algo útil, pero la soledad es más pesada que el miedo, y aquí ni la Luz nos abraza. No escucho sus canciones, no percibo más energía que la que anida en nosotros, y tengo la impresión de que las llamas se apagan poco a poco. Dejo la placa de acero a un lado, con cuidado para no hacer ruido y me abro la camisa. Tengo los dedos ateridos de frío, y acabo de darme cuenta, al desenlazar los nudos. Una losa pesada sobre mi pecho. Escurro los dedos sobre mi piel, recorriendo la cicatriz vertical que la surca, acariciándola y apoyando la nuca en la roca helada, con los ojos entrecerrados.

Tu también estás cansado. Tu también sientes deseos de abandonarte. No es por la posibilidad de un ataque, si al menos os atacaran... no, no es eso. Es la certeza de que estás en un lugar sin esperanza, donde sólo hay espacio para el miedo, la soledad y la desesperación.

Quizá. Es posible. Acerco la mano a la bota y extraigo la daga oculta, contemplando el filo. Veo el reflejo de mis ojos en él.

Theron

El recuerdo de Elive se ha ido desdibujando poco a poco. El de Ivaine sólo me trae una mirada helada y un dolor agudo, violento. Luonnotar... apenas una imitación de su risa resonando en mi memoria. Si, estoy cansado, y el combustible que alimenta mi llama está siendo robado por esta atmósfera opresiva, triste. Este lugar es el infierno: pesadillas, olvido y abandono. Si mi espíritu flaquea, mi cuerpo dejará de funcionar. Tendrán que arrastrarme como a esos cruzados jóvenes. Hago girar el puñal entre mis manos y dejo el borde afilado de la hoja sobre la cicatriz, evocando imágenes, arrancando momentos de mi memoria deshilachada y espesa para traerlos de nuevo ante mí. Aprieto los dientes cuando el filo se hunde, la sangre despierta y abro la piel. Un destello blanco y su rostro parece casi real, nítido delante de mi. Una cadena de recuerdos al tirar del hilo, mientras el hilo de sangre roja desciende, cálida.

Es real. No importa que no pueda escucharle.

- La desesperación es la perdición de los vivos.

Parpadeo y vuelvo en mí repentinamente. Coño. Le veo delante de mis ojos. ¿Como ha llegado aquí? Armadura oscura y rostro embozado, el enviado de la Espada de Ébano me observa, y la voz con la que habla me resulta familiar. No le he oído llegar. Está acuclillado a pocos pasos y una mirada que no puedo ver me escruta desde el fondo de la caperuza, mientras la sangre corre sobre mi torso y la pesada losa empieza a pesar un poco menos, sin llegar a desaparecer. Abrir la cicatriz surte su efecto, mi mente se aclara al sostenerme en aquello que nunca me abandona y arrugo el entrecejo, observando al caballero.

- No estoy desesperado - respondo en un susurro, lamiendo la daga antes de volver a enfundarla en la bota y cerrándome la camisa, dejando la herida abierta.
- Me pareció que ibas a quitarte la vida.
- Estaba anclándome a ella.

Alargo la mano y recupero el peto metálico, echándomelo sobre el torso y cerrando las correas a tirones, con una media sonrisa. El caballero asiente.

- No me parecía nada propio de ti
- Lo dices como si me conocieras

Cae la capucha hacia atrás y me muestra su rostro. El corazón parece salírseme por la boca, y después golpea en todos los costados de mi cuerpo, como un animal atrapado y desorientado. Se me paralizan los músculos. Me he olvidado de respirar. "No puede ser él", me digo, y sé que es él. Porque esta es su respuesta, y me conoce, como yo le conozco. El elfo me observa. Rostro serio, masculino y anguloso, frente despejada, el hoyuelo en la barbilla, los ojos hundidos que esbozan la misma mirada grave y paternal que recordaba, tiznada con el fantasmagórico azul de los muertos alzados. El cabello negro se mantiene pulcramente recogido en una larga coleta en la nuca, y su semblante escultórico y anciano se revela oscuro y negro. La marca que la muerte ha dejado en él.

Uno más. Otro que cayó.

- Dioses, maestro... - murmuro, pasándome la mano por la cara. Y una risa leve, resignada y agotada se escurre entre mis dientes al percibir la ironía, lo absurdo en todo esto.

Errando en Corona de Hielo, Seltarian regresa a mí desde la muerte. No hay paz ni descanso para nadie mientras exista el Azote. No hay olvido ni recuerdo. Nadie reposa en el sueño de los justos, ni los más grandes ni los más insignificantes.

XCI - Deber sagrado (II)

Corona de Hielo

Susurros a media voz y sombras que se mueven entre las rocas afiladas. Sobre nosotros, un cielo negro cuajado de nubes cargadas, espumosas, que me recuerdan a las tormentas en alta mar. De cuando en cuando, los dedos blanquecinos y retorcidos de los relámpagos destellan.

- Rodearemos la zona por las grietas - me dice Farnell, mirándome de reojo. Asiento y hago una señal al grupo de bultos oscuros embozados en sus capas que aguardan, agazapados, detrás de los salientes.

Avanzamos, silenciosos, a través de la desértica hondonada. Las faldas de la cordillera que sirve de muralla a Corona de Hielo están quebradas aquí y allá por profundos mordiscos, la piedra se despedaza, gélida y frágil, y se abre, proporcionando trincheras naturales y corredores huecos. Y el frío. Es un frío tangible que parece tener ojos, voluntad propia. Se cuela hasta los huesos, muerde y cruje, es tan afilado como una hoja pulida. Es algo más que el frío de las cumbres. Es el frío de la muerte.

Los marinos son supersticiosos, yo intento no serlo. Fingir que esto no me afecta me obliga a convertirlo en algo real. No me afecta, no quiero que lo haga, así que, a medida que avanzamos, lleno mi mente con los recuerdos, las imágenes, vuelco sobre mí todo lo que me hace fuerte, y me basta volver la vista atrás y vislumbrar el semblante serio del cruzado que viene tras de mi para reforzarme en esa convicción. Caminamos a través de las grietas, tan silenciosos como podemos. Aquí y allá, en la oscuridad, se recortan las siluetas. Enormes grupos de necrófagos que vagan, esqueletos enormes, grandes como montañas, que se mueven con mastodóntica lentitud, hundiendo las botas en la tierra oscura bajo el cielo oscuro. Sus imágenes se dejan ver cada vez que cruje un trueno y la luz lechosa parpadea, dejándonos entrever una mirada amarillenta, ávida, un arma oxidada, una mano quebradiza y descarnada medio enterrada en el suelo.

- Escuchad - susurra Farnell; hace un gesto y se detiene, y la pequeña hueste de exploradores se reagrupa, apiñándose, agazapados cerca de él - Es muy importante. Aquí no debemos usar la Luz.

Hay algunos murmullos inquietos y desaprobatorios.

- Será como agitar una chuleta asada en medio de una jauría de lobos - aclara el humano, con el ceño fruncido - nos delatará inmediatamente y esta expedición no habrá servido de nada. Así que no uséis la luz a menos que dé la orden. ¿Entendido?

Entiendo lo que dice. Asiento, todos lo hacemos, y los semblantes se ensombrecen aún más. Luego Farnell vuelve a echarse el embozo sobre el rostro y vuelve el silencio, de nuevo marchamos como sombras, con los sonidos inquietantes de la llanura muerta a nuestro alrededor. Chasquidos, gorgoteos y el grito lejano de las vermis de escarcha, y la sensación pesada, como una bota sobre el pecho, de esa ineludible presencia que parece estar en todas partes, acecharnos desde todo lugar.

Voy detrás de Lord Farnell. Su capa es gris, de lana tejida, y cuando se vuelve para hablarme y darme breves indicaciones, vislumbro la barba canosa recortada y el bulto rojizo de su nariz prominente. El capitán de la expedición es un paladín veterano, uno de los cruzados más experimentados y un explorador nato. Es el adecuado para guiarnos, no yo. Yo no. Aunque tengo esa sensación pesada sobre el alma, la clara intuición de que este viaje va a ser más que duro para todos, tengo la certeza de que Farnell es el adecuado. Respecto a los demás, no estoy tan seguro. Por parte de la Cruzada, hay muchos voluntarios, muchos jóvenes. Algunos me recuerdan terriblemente a los reclutas que vimos en zul'drak, y cuando se cruzan nuestras miradas vislumbro el miedo oculto al fondo de sus ojos, mientras caminamos sin apenas compartir una palabra. La Espada de Ébano ha enviado un solo voluntario, encapuchado y críptico, que camina con nosotros al frente y sólo habla con el cabecilla en susurros inaudibles. Somos quince en total.

Odio ese número.

Bordeamos las vastas colinas sin problemas, ninguna gárgola, ningún avistamiento cercano. Somos sombras entre la sombra, escurriéndonos a través del suelo mordido, y las horas transcurren mientras nuestros pies se cansan, las almas se cargan con el peso de los continuos lamentos de los muertos alzados, la música grotesca y siniestra de las mandíbulas babeantes y el olor a carne podrida y congelada. Arriba, la negrura se enrosca, y al mirar hacia adelante, los picos afilados y la silueta de los imponentes edificios dentados de la élite de la Plaga nos aguardan.

Tomo aire y suspiro. Hace tiempo que me he olvidado de mi cuerpo y también del frío. Pienso en Ivaine, pienso en Elive, pienso en Luonnotar y en Theron. Pero la losa pesada sobre mi pecho, como una bota de acero que presiona, se niega a desaparecer. Creo que tendré que arrastrarla todo el camino.