lunes, 12 de abril de 2010

XCI - Deber sagrado (II)

Corona de Hielo

Susurros a media voz y sombras que se mueven entre las rocas afiladas. Sobre nosotros, un cielo negro cuajado de nubes cargadas, espumosas, que me recuerdan a las tormentas en alta mar. De cuando en cuando, los dedos blanquecinos y retorcidos de los relámpagos destellan.

- Rodearemos la zona por las grietas - me dice Farnell, mirándome de reojo. Asiento y hago una señal al grupo de bultos oscuros embozados en sus capas que aguardan, agazapados, detrás de los salientes.

Avanzamos, silenciosos, a través de la desértica hondonada. Las faldas de la cordillera que sirve de muralla a Corona de Hielo están quebradas aquí y allá por profundos mordiscos, la piedra se despedaza, gélida y frágil, y se abre, proporcionando trincheras naturales y corredores huecos. Y el frío. Es un frío tangible que parece tener ojos, voluntad propia. Se cuela hasta los huesos, muerde y cruje, es tan afilado como una hoja pulida. Es algo más que el frío de las cumbres. Es el frío de la muerte.

Los marinos son supersticiosos, yo intento no serlo. Fingir que esto no me afecta me obliga a convertirlo en algo real. No me afecta, no quiero que lo haga, así que, a medida que avanzamos, lleno mi mente con los recuerdos, las imágenes, vuelco sobre mí todo lo que me hace fuerte, y me basta volver la vista atrás y vislumbrar el semblante serio del cruzado que viene tras de mi para reforzarme en esa convicción. Caminamos a través de las grietas, tan silenciosos como podemos. Aquí y allá, en la oscuridad, se recortan las siluetas. Enormes grupos de necrófagos que vagan, esqueletos enormes, grandes como montañas, que se mueven con mastodóntica lentitud, hundiendo las botas en la tierra oscura bajo el cielo oscuro. Sus imágenes se dejan ver cada vez que cruje un trueno y la luz lechosa parpadea, dejándonos entrever una mirada amarillenta, ávida, un arma oxidada, una mano quebradiza y descarnada medio enterrada en el suelo.

- Escuchad - susurra Farnell; hace un gesto y se detiene, y la pequeña hueste de exploradores se reagrupa, apiñándose, agazapados cerca de él - Es muy importante. Aquí no debemos usar la Luz.

Hay algunos murmullos inquietos y desaprobatorios.

- Será como agitar una chuleta asada en medio de una jauría de lobos - aclara el humano, con el ceño fruncido - nos delatará inmediatamente y esta expedición no habrá servido de nada. Así que no uséis la luz a menos que dé la orden. ¿Entendido?

Entiendo lo que dice. Asiento, todos lo hacemos, y los semblantes se ensombrecen aún más. Luego Farnell vuelve a echarse el embozo sobre el rostro y vuelve el silencio, de nuevo marchamos como sombras, con los sonidos inquietantes de la llanura muerta a nuestro alrededor. Chasquidos, gorgoteos y el grito lejano de las vermis de escarcha, y la sensación pesada, como una bota sobre el pecho, de esa ineludible presencia que parece estar en todas partes, acecharnos desde todo lugar.

Voy detrás de Lord Farnell. Su capa es gris, de lana tejida, y cuando se vuelve para hablarme y darme breves indicaciones, vislumbro la barba canosa recortada y el bulto rojizo de su nariz prominente. El capitán de la expedición es un paladín veterano, uno de los cruzados más experimentados y un explorador nato. Es el adecuado para guiarnos, no yo. Yo no. Aunque tengo esa sensación pesada sobre el alma, la clara intuición de que este viaje va a ser más que duro para todos, tengo la certeza de que Farnell es el adecuado. Respecto a los demás, no estoy tan seguro. Por parte de la Cruzada, hay muchos voluntarios, muchos jóvenes. Algunos me recuerdan terriblemente a los reclutas que vimos en zul'drak, y cuando se cruzan nuestras miradas vislumbro el miedo oculto al fondo de sus ojos, mientras caminamos sin apenas compartir una palabra. La Espada de Ébano ha enviado un solo voluntario, encapuchado y críptico, que camina con nosotros al frente y sólo habla con el cabecilla en susurros inaudibles. Somos quince en total.

Odio ese número.

Bordeamos las vastas colinas sin problemas, ninguna gárgola, ningún avistamiento cercano. Somos sombras entre la sombra, escurriéndonos a través del suelo mordido, y las horas transcurren mientras nuestros pies se cansan, las almas se cargan con el peso de los continuos lamentos de los muertos alzados, la música grotesca y siniestra de las mandíbulas babeantes y el olor a carne podrida y congelada. Arriba, la negrura se enrosca, y al mirar hacia adelante, los picos afilados y la silueta de los imponentes edificios dentados de la élite de la Plaga nos aguardan.

Tomo aire y suspiro. Hace tiempo que me he olvidado de mi cuerpo y también del frío. Pienso en Ivaine, pienso en Elive, pienso en Luonnotar y en Theron. Pero la losa pesada sobre mi pecho, como una bota de acero que presiona, se niega a desaparecer. Creo que tendré que arrastrarla todo el camino.

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