lunes, 12 de abril de 2010

XCII - Deber sagrado (III)

- Estamos teniendo suerte
- Aham...

Ploc, ploc, ploc. Tres gotas de la cantimplora, caen sobre el suelo seco y negro y dejan tres manchas oscuras que desaparecen enseguida, absorbidas por la tierra muerta.

- Sólo tenemos que llegar a ese edificio y echar un vistazo. Después regresaremos.

La voz de Farnell suena pesada, cansada. Un susurro casi moribundo. Está sentado a mi lado, en el lugar que hemos escogido para acampar y tomar un breve reposo. Se ha apartado la capucha del rostro y permanece con la espalda apoyada en una roca plana, en la hendidura quebrada que separa las montañas de la explanada abierta, donde se mueven las siniestras figuras irreconocibles.

- Creo que tres días - digo, sin que llegue a preguntarme. - Me cuesta mucho medir el tiempo aquí. No hay noche, no hay día, y esas jodidas nubes no permiten ver las estrellas.

Asiente, despacio. Tiene ojeras. Yo también. Nadie ha podido dormir cuando nos detuvimos anteriormente, algunos reclutas lo consiguieron y se despertaron gritando. Tuvimos que taparles la boca para que no delataran nuestra posición, pero ningún miembro del Azote pareció darse cuenta, porque no ha habido ataques. Suspiro de nuevo y cierro el tapón de mis reservas de agua.

- Intenta dormir un poco - me dice, y se arrebuja en su capa.

Si, claro.

Los bultos yacen a nuestro alrededor. Algunos han llegado hasta aquí arrastrándose, ayudados por sus compañeros. Unos cuantos han pasado las últimas horas llorando, sin saber bien por qué. Ni siquiera las arengas en susurros de Farnell y los demás han conseguido levantar la moral del grupo. Quedan tres jóvenes al cargo de la vigilancia, así que podría probar a ver si consigo pegar ojo. Las dos veces que he logrado dar una cabezada, los sueños más aterradores me han asaltado. He visto su cara blanca y los ojos azures resplandeciendo ante mí, su cabello fantasmagórico y la terrible armadura negra. He oído su voz infame, hablándome, diciendo mi nombre completo, y la espada, la hoja de malicioso resplandor, apuntando a mi corazón.

Me rozo la pechera con los dedos, perdiendo la mirada en la oscuridad más allá.

Theron...

Sé que no obtendré respuesta. Los dos sabíamos que aquí dentro, con la densa presencia de la voluntad del Rey flotando como un sudario que envuelve Corona de Hielo, no íbamos a poder escucharnos. Lo sabíamos antes de que me fuera.

Esto es una mierda

Me levanto despacio y me arrastro con los codos sobre el suelo, alejándome un poco del grupo. Busco el parapeto de una piedra plana y me agazapo ahí, soltando los correajes lentamente. Ninguno está dormido aún, pero pronto el cansancio se llevará sus conciencias, y en el sueño volverá el terror a visitarles. No tengo motivos para pensar que vaya a ser de otra manera. Supongo que por alguna razón sé administrar bien el miedo y convertirlo en algo útil, pero la soledad es más pesada que el miedo, y aquí ni la Luz nos abraza. No escucho sus canciones, no percibo más energía que la que anida en nosotros, y tengo la impresión de que las llamas se apagan poco a poco. Dejo la placa de acero a un lado, con cuidado para no hacer ruido y me abro la camisa. Tengo los dedos ateridos de frío, y acabo de darme cuenta, al desenlazar los nudos. Una losa pesada sobre mi pecho. Escurro los dedos sobre mi piel, recorriendo la cicatriz vertical que la surca, acariciándola y apoyando la nuca en la roca helada, con los ojos entrecerrados.

Tu también estás cansado. Tu también sientes deseos de abandonarte. No es por la posibilidad de un ataque, si al menos os atacaran... no, no es eso. Es la certeza de que estás en un lugar sin esperanza, donde sólo hay espacio para el miedo, la soledad y la desesperación.

Quizá. Es posible. Acerco la mano a la bota y extraigo la daga oculta, contemplando el filo. Veo el reflejo de mis ojos en él.

Theron

El recuerdo de Elive se ha ido desdibujando poco a poco. El de Ivaine sólo me trae una mirada helada y un dolor agudo, violento. Luonnotar... apenas una imitación de su risa resonando en mi memoria. Si, estoy cansado, y el combustible que alimenta mi llama está siendo robado por esta atmósfera opresiva, triste. Este lugar es el infierno: pesadillas, olvido y abandono. Si mi espíritu flaquea, mi cuerpo dejará de funcionar. Tendrán que arrastrarme como a esos cruzados jóvenes. Hago girar el puñal entre mis manos y dejo el borde afilado de la hoja sobre la cicatriz, evocando imágenes, arrancando momentos de mi memoria deshilachada y espesa para traerlos de nuevo ante mí. Aprieto los dientes cuando el filo se hunde, la sangre despierta y abro la piel. Un destello blanco y su rostro parece casi real, nítido delante de mi. Una cadena de recuerdos al tirar del hilo, mientras el hilo de sangre roja desciende, cálida.

Es real. No importa que no pueda escucharle.

- La desesperación es la perdición de los vivos.

Parpadeo y vuelvo en mí repentinamente. Coño. Le veo delante de mis ojos. ¿Como ha llegado aquí? Armadura oscura y rostro embozado, el enviado de la Espada de Ébano me observa, y la voz con la que habla me resulta familiar. No le he oído llegar. Está acuclillado a pocos pasos y una mirada que no puedo ver me escruta desde el fondo de la caperuza, mientras la sangre corre sobre mi torso y la pesada losa empieza a pesar un poco menos, sin llegar a desaparecer. Abrir la cicatriz surte su efecto, mi mente se aclara al sostenerme en aquello que nunca me abandona y arrugo el entrecejo, observando al caballero.

- No estoy desesperado - respondo en un susurro, lamiendo la daga antes de volver a enfundarla en la bota y cerrándome la camisa, dejando la herida abierta.
- Me pareció que ibas a quitarte la vida.
- Estaba anclándome a ella.

Alargo la mano y recupero el peto metálico, echándomelo sobre el torso y cerrando las correas a tirones, con una media sonrisa. El caballero asiente.

- No me parecía nada propio de ti
- Lo dices como si me conocieras

Cae la capucha hacia atrás y me muestra su rostro. El corazón parece salírseme por la boca, y después golpea en todos los costados de mi cuerpo, como un animal atrapado y desorientado. Se me paralizan los músculos. Me he olvidado de respirar. "No puede ser él", me digo, y sé que es él. Porque esta es su respuesta, y me conoce, como yo le conozco. El elfo me observa. Rostro serio, masculino y anguloso, frente despejada, el hoyuelo en la barbilla, los ojos hundidos que esbozan la misma mirada grave y paternal que recordaba, tiznada con el fantasmagórico azul de los muertos alzados. El cabello negro se mantiene pulcramente recogido en una larga coleta en la nuca, y su semblante escultórico y anciano se revela oscuro y negro. La marca que la muerte ha dejado en él.

Uno más. Otro que cayó.

- Dioses, maestro... - murmuro, pasándome la mano por la cara. Y una risa leve, resignada y agotada se escurre entre mis dientes al percibir la ironía, lo absurdo en todo esto.

Errando en Corona de Hielo, Seltarian regresa a mí desde la muerte. No hay paz ni descanso para nadie mientras exista el Azote. No hay olvido ni recuerdo. Nadie reposa en el sueño de los justos, ni los más grandes ni los más insignificantes.

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