lunes, 12 de abril de 2010

XCIV - Deber sagrado (V)

- ¡Ya basta!¡Serenaos!

Farnell lo intenta, pero es tarde. El Cruzado que escapó acaba de ser interceptado por los necrófagos, que se arrojan sobre él. Su aullido nos llega hasta aquí, mientras los gritos resuenan, los rostros se desencajan y escucho el desenvainar de los aceros.

- ¿Qué demonios haces? - detengo por el brazo a una enana que jadea. Probablemente presa de un ataque de ansiedad. Intenta huir.
- ¡ESO ES MEJOR QUE ESTO! - me grita, mirando hacia su compañero despedazado - ¡ESA VOZ, LAS ALMAS, QUIERO QUE PARE!
- ¡Maldita sea, cálmate! - La sostengo por ambos brazos, zarandeándola. Mi corazón golpea con violencia, me concentro en el escozor de la herida, compartimentando, como Seltarian me enseñó, para que la voz de mi cabeza siga soltando su propaganda plagosa sin prestarle atención, sin darle un ápice de ella. - Respira. No hagas caso a la voz. Si perdemos la calma, no...
- ¡YAAAARGH!

Grita y se convulsiona entre mis manos, con los ojos desencajados. Por la Luz, se va a tragar la lengua. A mi alrededor, reina el caos. Los soldados se enfrentan entre sí, los que intentan huir con los que quieren detenerlos, que apenas son tres. Seltarian corre a ayudar a Farnell, y antes de que llegue, me mira con triste gravedad.

Como si supiera que yo lo sé.

Como si supiera lo que estoy pensando.

Como si supiera que, por mucho que trate de evitarlo, es lo que hay que hacer, ahora que todo se desmorona.

Sujeto a la enana contra mí, mientras los muertos vivientes terminan de dar cuenta del cruzado caído. Cuando acaben con él, se nos acercarán. Sólo somos quince, catorce ahora. La única posibilidad de escape es la loma que hay detrás nuestra, mas allá del muro. Es accesible para un soldado solitario, quizá dos o tres. Es imposible para una unidad de catorce combatientes enloquecidos a causa de un ataque de pánico. Los devorarán, morirán y les alzarán, así será, o atraparán sus almas...

Sobrevive. Haz lo que puedas por ellos, y sobrevive, Ahti

Me lo repito una y otra vez, mientras desenvaino la espada y siego la garganta de la Cruzado de Dun Morogh que tengo atrapada firmemente con el brazo. Creo que se llamaba Brunilthe, pero no estoy seguro. La sangre caliente corre por mi mano, pero no me entretengo en pensar demasiado, suelto el cuerpo y miro a Seltarian. Uno de los soldados ha herido a Farnell en una pierna, el capitán ha caído al suelo. Antes de que su atacante consiga huir, salto sobre él, le intercepto y le atravieso el ojo con el filo de Aurelinde, cuya hoja canta a cada movimiento, acompañada de un suave tintineo que quizá solo yo puedo oír.

Una muerte rápida. ¿Se llamaba Garren, o era Gareth?

Tengo que darme prisa. Los necrófagos están terminando de comerse al muerto. Sé que Farnell me está mirando, y la elfa de la noche que tengo delante también lo hace. Su crisis de terror parece haberse detenido al ver la espada chorreando sangre roja y los dos cadáveres tras de mí. "No me mires", pienso. "No lo hagas".

- Lo siento.
- ¡No! ¡No!

Se tapa la cara con los dedos. Su cabeza cae al suelo, las manos cercenadas se desprenden de su rostro y chocan contra la tierra negra, como dos palomas blancas. Ahora sí. Ahora sí tenéis una razón para tener miedo, una razón real para correr, porque se hará lo que debe ser hecho. Una pátina roja se extiende sobre mi mirada, me dejo llevar por el mecánico fluir de la danza del acero. No debo dejar que escapen, que alimenten los ejércitos del Exánime, que sus almas queden presas de la peor maldición, y el último atisbo de duda se disipa cuando desvío la mirada entre la matanza y observo a los necrófagos, que están terminando su festín, a los fantasmas encadenados que corren para unirse a las filas de los malditos.

Soy consciente. Quiero serlo. Les estoy matando. Intento mirarles a los ojos uno a uno mientras lo hago, mientras el oso ruge y dosifico mi ira para hacerlo bien, para hacer lo correcto de la mejor manera posible. Están tan asustados que ninguno planta cara, se encogen o me miran con resignación, con incredulidad. En parte, les estoy odiando. Por haberlo echado todo a perder, por ser débiles, por obligarme a hacer esto, por llevarme a esto, por... dioses, qué claro lo veo. Qué sencillo es dejar que otro cargue con una responsabilidad así. Qué fácil es dejar que sea otro quien tome la decisión por ti.

Qué sencillo es dar un paso atrás.

Cuando me acerco a Farnell, que yace en el suelo, incapaz de levantarse, estoy cubierto de sangre. Seltarian ya no está.

No pretendo que lo entiendan.

Me mira, sin entender. Luego deja escapar el aire, resignado, y me tiende una botellita de cristal que extrae de su faltriquera, en cuyo interior danza un líquido rojo, brillante, ígneo. Aceite de fuego. Le tiembla la mano cuando recojo el objeto.

¿Tu lo entiendes? Creo que sí.

- Ayúdame a... levantarme - dice Lord Farnell, tendiéndome la mano.

Tardo dos segundos en sopesarlo. Apilar los cadáveres, hacerlos arder y luego ascender hasta la loma transportando un herido. Los necrófagos rebañan ya los huesos del hombre que hemos perdido, unos cuantos más se acercan y escucho dar una orden al Vargul. Le miro, y levanto la espada. No habrá tiempo.

- No... ¡NO! ¡Ayúdame! Los dos podem...

Un chorro caliente, el borboteo y el suelo que se bebe la vida de un gran paladín.

Hay que hacer lo que hay que hacer.

Tengo que amontonarlos a toda velocidad. Algunos de ellos, a patadas, mientras transporto a otros sobre mis hombros. Ya oigo venir a esos hijos de puta, no hay rastro de Seltarian y estoy resollando como un animal, sudando y casi amoratado de frío. Mientras lo hago, voy murmurando las palabras rituales, las que se usan en los enterramientos, en los funerales, para liberar las almas.

¿Has visto lo que has hecho? No es tan distinto, ¿no?

- Cállate.

Derramo el aceite de fuego sobre la montaña de cadáveres. Los necrófagos han echado a correr hacia la grieta, escucho sus gruñidos. Dioses, por favor, que les cubra a todos. Arrojo el destello de Luz y consagro alrededor de la zona, para ponérselo difícil a esos cabrones hambrientos cuando lleguen. La pira prende, se enciende y el fuego se eleva.

No eres tan distinto. A veces hay que tener el coraje para hacer lo que se debe hacer, ¿no es verdad?

- Que te calles

Echo a correr, aún empuñando la espada. Asciendo la loma, agazapado, mientras el humo asciende y el fuego brilla a mi espalda, rojo, intenso. Huele a sangre. Intento borrar mis huellas, y no me detengo, trepando. La nieve gélida me hiere las manos cuando las hundo en su lecho blanco, me corto con aristas de hielo. Busco los recovecos, los pasos, sin mirar atrás.

Tenía que hacerlo. Tengo que volver. No puedo morir... tengo que volver. Te dije que volvería en un par de semanas


Vas a faltar a tu promesa

- ¡NO ESTOY HABLANDO CONTIGO!

Jadeando, apoyo la espalda en una roca, en lo alto de la cumbre. Corona de Hielo me acecha desde sus afiladas almenas, y doy gracias al trueno que ha estallado en el cielo, mitigando mi grito iracundo y rabioso. Me parece escuchar una risilla insidiosa, mientras me abro la coraza a tirones, desato la camisa y hundo los dedos en la herida del pecho, arañándola. El dolor me ayuda a mantener la respiración, me recuerda cuál es mi lugar, dónde estoy y por qué.

No tengo tu voz, pero tengo esto.

Dejo que mi vista se pierda y los recuerdos se encadenen en mi pensamiento, medio hundido en la nieve, agotado y ensangrentado. Soy un asesino. No es ninguna novedad. Y mientras la consciencia me abandona, recuerdo las palabras de Seltarian.

- No podemos saber lo que es correcto sin tener en cuenta las circunstancias. A veces, son ellas quienes lo definen todo. Perdonar puede ser una crueldad, castigar una liberación. Salvar una vida, puede ser una condena. Matar, un acto de compasión.


Era una tarde soleada, en un bosque, cuando sus ojos eran de color rojizo y su armadura dorada y brillante.

Dorada y brillante

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