martes, 13 de julio de 2010

XCV- Interludio: Heridas

Claros de Tirisfal, cinco días antes de la Llamada de la Cruzada

Voy recitando hacia mí mismo todos los tacos que aprendí en puertos lejanos y cercanos, mientras salgo de la taberna y cierro de un portazo a la espalda. Detrás queda Oladian con el resto de los parroquianos del Mesón la Horca y su puta bocaza condenatoria, se queda atrás con la expresión herida. Ahora mismo no me importa demasiado. ¿Por qué narices ha tenido que hablar y soltarlo? ¿Es que nadie conoce las maravillosas virtudes del silencio en este maldito mundo? Parece que no. Bueno, yo tampoco. Pero Oladian no debería haber dicho eso.

Afuera empieza a lloviznar. La hierba se viste con perlas de agua, que brillan con un resplandor glauco cuando la luz de la luna atraviesa las nubes verdosas que siempre cubren los Claros. Se me da bien seguir huellas, pero a Theron no tengo que rastrearle. No me cuesta demasiado adivinar la dirección que ha tomado a pesar de la manera hermética en la que bloquea el vínculo. Me aparto el cabello del rostro y exhalo un suspiro de resignación, ajustándome el cinto y echando a andar tras sus pasos sin demasiada inquietud.

No, es mentira. Sí que estoy algo inquieto pero no por mí. Sé apechugar con mis propias mierdas.

Rodeo la herrería, tragando saliva y me recojo la capa hacia atrás, meneando la cabeza. Atravieso las tétricas praderas a paso lento, tras la pista del brujo. Me pregunto si debería disculparme de nuevo. ¿Puede arreglarse todo con una disculpa? No lo creo. A Theod no le sirvió con una disculpa, yo no aceptaría las suyas. Rashe tampoco me perdona, ni Aricia. Me cuesta recordar a alguien que me haya perdonado algo alguna vez. Retractarme de mis actos o mis palabras no es algo demasiado habitual, aunque no me cuesta hacerlo cuando es lo correcto. A pesar de todo, casi nunca ha servido absolutamente para nada. Las heridas que infligimos rara vez se curan con contrición y arrepentimiento, y el brujo no es precisamente un elfo compasivo en ciertos sentidos.

Da igual, voy de todas maneras. Es lo que hay que hacer.

A pesar de todo, cuando llego al lugar donde de sobra sé que está, un frío mordiente se me enreda en la nuca y contemplo la entrada de la gruta torciendo el gesto.

¿Tenías que venir precisamente aquí?

No puedo evitar el reproche. La respuesta es como el filo de una navaja en un callejón. Helada, cortante, manchada de sangre ácida.

Jódete. Jódete. Que te jodan. Déjame en paz.

Tio, ¿no vas a salir?

Jódete.

No sé si me está castigando, si está escondiéndose, o las dos cosas. Suspiro de nuevo, me ajusto los guantes y me escurro al interior de la caverna. Las arañas hacen un ruido asqueroso al moverse por los rincones. Crujiente, viscoso, el borboteo del icor venenoso que se escurre por sus mandíbulas es como una cazuela derramando agua hirviendo. Sus siluetas se recortan en los contraluces de la vieja mina, negras y rojas, y yo me cago en todo porque sé que voy a entrar cuando ya estoy dentro, y no las miro mientras camino, con los dientes apretados y la sangre algo agitada por la alarma inconsciente de mi instinto. Odio las arañas y los espacios cerrados. No me internaría aquí por nada del mundo, pero mira, aquí estoy.

Mientras avanzo, siento sus miradas de fuego sobre mí. Aparto las telas y descargo golpes con el mandoble a un lado y a otro cada vez que percibo que alguna se me acerca. Sé que él se está dando cuenta de cómo me siento desde su lado, y no le culpo ni le reprocho si percibo algun placer vengativo en su espíritu mientras cruzo las galerías muerto de asco, vigilando a los malditos bichos que acechan desde arriba, a los lados, y corretean detrás de mí. Las pequeñas me trepan por las piernas, haciéndome tensar aún más los músculos, y cuando llego al fondo de la mina, al despejado claro iluminado por viejas lámparas de aceite que nadie se molestó en retirar y que a saber quién alimenta, el mandoble chorrea sangre negra y veneno verdoso y a mí me cuesta un poco respirar.

Apoyo el filo sobre el suelo, mirándole. Está junto a la pared, pegado a las afiladas rocas, lívido y con los puños apretados. No me recibe una espiral de la muerte ni una bola de sombras. No me recibe uno de sus demonios ni una puñalada trapera en el costado. Es una figura oscura de rostro blanco y cuernos retorcidos en la frente, que me mira con una expresión que alguien podría confundir con odio abrasador. Y si fuera odio abrasador lo que arde en sus ojos verde jade no me sentiría peor de lo que me siento ahora.

Su mirada es dolor. Es rabia y decepción, pero sobre todo, dolor. El dolor de un niño que descubre que su padre le dejó caer, que su madre intentó abandonarle. Es el dolor de la traición, del desamparo cuando lo infalible te ha fallado. Y sí. A mí me duele tanto como a él.

Le observo entre los cabellos húmedos, alzando la vista.

- Lo siento.

Aunque no sirva de nada, es lo que hay que hacer. Aunque no valga de mucho, no son dos palabras al azar. Nunca son solo palabras. Es cierto que lo siento. Por un instante, sólo hay silencio. Luego su voz afilada, amarga, se desliza en la penumbra de la gruta.

- ¿Cómo has podido? - me espeta. Me parece ver sangrar la herida, la estoy viendo. - ¿Cómo has podido hacerme algo así? Estaba enfermo. Estaba inconsciente.

No voy a esconderme. No estoy disfrutando con esto, pero no voy a esconderme.

- Quizá precisamente por eso. No lo sé - admito. - Quizá podía haberlo evitado.
- Eres un cabrón. Has escupido sobre todo lo que somos.

Le oigo resollar, apretando los dientes, desde el fondo de la maldita cueva plagada de arañas que me ponen nervioso.

- Es cierto. Soy un monstruo.
- Vete a la mierda - exclama, señalándome con el dedo, la voz teñida de desdén y amargura. - Vete a la mierda, Ahti. No es tuyo, ¿entiendes? Es nuestro. Nuestro.

Asiento con la cabeza. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Explicar lo inexplicable, razonar lo inevitable, decirle cosas que ya sabe.

- Lo sé. Lo siento - repito - Si pudiera borrarlo lo haría. Pero no puedo.
- ¿Cómo pudiste? Yo nunca... jamás podría...

Hay demasiados motivos, no sé cómo decírselos todos, no sé si va a servir de algo. Pienso en esos motivos y le abro mis pensamientos. Soy un monstruo, como mi padre. Él estaba enfermo e indefenso. También, sin embargo, estaba lejos. No sabía cómo llegar hasta él, no le encontraba dentro ni fuera de sí. En aquella época, él pasaba los días y las noches entre el sueño confuso y los delirios de la vigilia, y no podía encontrarle, así como él no podía encontrarse. Podía haber evitado todo lo demás. Lo único que no podía soportar era su ausencia.

Aunque no sirva de nada, se merece una explicación. Al menos eso.

- Tú nunca harías algo así - termino su frase, abriendo y cerrando los dedos.

Por algún motivo me cuesta tragar saliva y la voz me sale quebrada, extraña. Se rompe mi serenidad. Al desviar la mirada, veo la capa de piel de oso o lo que queda de ella, humeante, hecha jirones, quemada, en un rincón. Aprieto los puños para que no me tiemblen las manos. Mi mirada se queda prendida en ese bulto humeante y sucio de piel ennegrecida, que un día fue blanca.

- No estoy aquí para eso - me escucho decir en un susurro - sólo quiero protegerte. No tengo excusa. Lamento haberte fallado.

Ya casi no puedo hablar. Me pesa algo sobre el pecho y se me anuda en la garganta. He fallado otra vez, coño. Siempre ocurre con quienes más me necesitan, y por un momento tengo la sensación de haber fallado a todo el jodido mundo. Padre y madre, Ilmar, Luonnotar, la Octava, Theod, Ivaine, Elive, Seltarian, y ahora Theron. No escucho mis propias palabras, sólo el restallido de la hoja de metal cuando suelto el arma y golpea la roca del suelo. Me paso una mano temblorosa por el rostro.

Padre y madre, Ilmar, Luonnotar, la Octava, Theod, Ivaine, Elive, Seltarian, y ahora Theron.

- Nunca más. Lo siento.
- No volveremos a hablar de esto. Vamos a olvidarlo todo.
- No puedo hacer eso.

¿Qué? ¿Olvidarlo? Y una mierda. Él no lo podrá olvidar, yo tampoco, o eso me parece al principio. Pero ha salido del jodido rincón y se acerca a mí. Sí que he podido olvidar a las arañas de los cojones, porque no pienso en ellas cuando nos abrazamos casi con furia.

- Pues hazlo - insiste, con la voz quebrada. - Es nuestro, joder. No es tuyo.
- Sí.

Entiendo algo con esas palabras. Estaba equivocado en muchas cosas. Sólo he sido un monstruo esa vez, aquella vez, en la jodida isla de Quel'danas, cuando convertí algo nuestro en un expolio de humo y cenizas. El resto es raro y difícil, pero jamás, nunca me ha reprochado nada. Es nuestro y nadie puede entenderlo. Le limpio las lágrimas cuando nos separamos, con el aire trémulo en las gargantas condensándose en la fría oscuridad de la caverna. Las mías se ahogan dentro de mí, negándose a romper en los ojos y las mejillas. No me siento con derecho a llorar ni me siento con derecho al perdón de lo imperdonable, que sé que ya se me ha otorgado.

Pero yo no me perdonaré nunca.

Salimos juntos de la cueva, mantengo la mirada baja. Es irónico. Me siento pequeño y sucio a su lado, conmovido por su lealtad y su capacidad de comprender, de comprenderme. De perdonar. No entiendo cómo puede, alguien como él, mostrarse así hacia mí, ser un ejemplo.

Le miro de reojo cuando el aire fresco y fétido de los Claros nos saluda de nuevo. Le he inflingido una herida irreparable, y no entiendo qué hace aquí, a mi lado. Será que nos une un vínculo indisoluble a pesar de todo. Será que realmente me aprecia como a un hermano, o algo así.

Sí. Algo así.

2 comentarios:

  1. Jolin... no me acordaba con tanto detalle, casi me saltan las lágrimas otra vez. A mi también me sorprende que nunca se la haya devuelto XDD y que le perdonase DE VERDAD

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  2. Un aplauso. De nuevo.
    Quizá suena como el árbol que cae donde nadie lo escucha: Es un aplauso tan mudo como admirado.

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