lunes, 20 de junio de 2011

CXIV.- Se detuvo cortésmente por mí (IV)

El lago es un espejo y está en calma, hoy el aire no se mueve. Las cercanías de Rémol no suelen estar demasiado transitadas; los guardias de la muerte no se acercan al lago mas que para echar a los curiosos o para abatir a algún murciumbrío particularmente peligroso. Ahora es por la mañana, la luz del sol es casi dorada. Las nubes verdeantes que sobrevuelan eternamente los Claros de Tirisfal parecen haber dado tregua durante unos minutos luminosos.

Y es la luz de ese sol moribundo al destellar sobre la silla de montar de su corcel lo que me advierte de su presencia. La única presencia en este paraje de verde ceniciento, de troncos grises y telas de araña entre las raíces de árboles agonizantes. El lago, gris de plata sucia, susurra una letanía fantasmal. La busco con la mirada, respirando hondo, armándome de valor.

He venido preparado. Nos hemos citado, de hecho… así que he tenido tiempo para hacerme a la idea. Pero nunca es suficiente tiempo, nunca podré estar verdaderamente listo para esto. Jamás. Llevo la armadura impoluta y el tabardo limpio, el corazón temblándome en el pecho. Da un brinco y me golpea las costillas cuando guío a Elazel entre los árboles y descubro al fin la llamarada de su cabello.

Tengo que detenerme a respirar tres veces antes de desmontar y acudir a su encuentro a pie. La hierba cruje bajo las botas. Mis pasos se encadenan uno tras otro, sin preguntas, sin vacilación, ineludibles como el deber, como el destino que ambos hemos escrito.

Ivaine y yo.


Nosotros hemos escrito nuestra historia como hemos querido. Hemos luchado contra todo, contra todos, combatiendo contra el destino y hasta contra la voluntad. Pero todas las historias tienen que acabar, eso dicen.

Esta historia se acaba aquí. Se acaba hoy. Pero no acabará nunca para mí, seguirá perdurando en mi corazón. Será tan eterna como el infinito… siempre viva, para siempre. No dejaré que ninguno de sus recuerdos se marchite y caiga como las hojas de otoño; ella será siempre mi bosque de primavera eterna, mi océano inabarcable. Siempre lo ha sido, mi reina.

La recuerdo de nuevo, con la piedra de afilar cantando sobre la hoja. Su perfil, tan hermoso como el primer amanecer y ella tan ignorante de su belleza, tan jodidamente persistente en su ignorancia. La voz grave, aterciopelada, acariciándome los oídos.

“Porque yo no podía detener la muerte, ella se detuvo cortésmente por mí; en el carruaje cabíamos sólo nosotras … y la inmortalidad”

- Ivaine.

Levanto la vista para esperar a sus ojos. Ella está arrodillada frente al lago, dándome la espalda. El corselete de placas se le ha descascarillado en un lateral, tiene una hombrera rayada y no lleva guantes. Sus manos, blanquísimas, parecen de cristal. Son mas suaves ahora de lo que lo fueron nunca, pero tan frías…

Me gustaban ásperas. Su tacto era vivo. De árbol. De lucha.

“Y su pelo como un tejo incendiado, esos árboles de hojas del color de la sangre, capaces de provocarte alucinaciones… dioses, y tú te embriagaste con ellas, Ahti. Una y otra vez. Una y otra vez, hundido en la rojiza hojarasca de su cabello, entre sus manos de piedra, en los ríos y los valles de su cuerpo, en su fuego imperecedero”.

Se gira lentamente. Los ojos de hielo se fijan en los míos y vuelve a sobrecogerme la sensación terrible y trágica de que me la han arrebatado para siempre. Su mirada atraviesa mi corazón con el hielo azul que la cubre. Es como el filo de una navaja oxidada y cubierta de sal.

¿Cuántas veces voy a matarme con ella? ¿Cuántas veces más?

Me acerco sólo unos pasos, sintiendo con claridad como cada uno de ellos se me hunde en el alma y la desgarra. Oh, Ivaine, joder…no quiero recordarte así, pálida, con los ojos desprendiendo el resplandor insano con el que te han obligado a seguir viviendo después de muerta, con los dedos crispados, mirándome de lejos.

Ella se pone de pie. Una de sus manos gotea: estaba tocando el agua del lago. Las gotas caen sobre las briznas de hierba y se convierten en estrellas de escarcha. De tus manos, que eran pájaros de fuego, ahora se desangra el invierno. Joder, Ivaine. Dioses. ¿Cómo he podido consentir esto tanto tiempo, en qué estaba pensando? ¿Podrás perdonarme algún día?

Ojalá hubieras reído más. Ojalá hubiera sabido hacerte más feliz.

- He estado en Arathi.

Es ella la que rompe el silencio y su voz me marea por inesperada. Ahora está mirando mi atuendo. Llevo la armadura del Alba Argenta; le he sacado brillo hasta dejarla casi nueva. Me he arreglado como si viniera a una cita, y lo es. Triste, pero una cita, al fin y al cabo.

Ella tiene el cabello lleno de polvo y su ropa está medio rota.

- ¿A qué has ido allí?

Mi voz es demasiado suave. No recordaba que esta es mi voz para Ivaine, mi verdadera voz, la que sólo ha escuchado ella… y tal vez, últimamente, alguien más.

- Fui a buscar recuerdos. Pero no queda nada – ella vuelve el rostro hacia el lago con un ademán brusco – veo sus rostros, recuerdo lo que hicieron, lo que dejaron de hacer. Pero no hay nada detrás. No puedo sentir ni siquiera nostalgia.

Dioses, Ivaine. El nudo corredizo se estrecha y me ahoga, la bota me pisa el pecho. Por un momento creo que voy a venirme abajo. No voy a ser capaz de hacerlo. Luz Sagrada, dame fuerzas. Ojalá pudiera simplemente caer de rodillas y romper a llorar; gritar, golpear la tierra con el puño. Gritar. Gritar tu nombre.

Los recuerdos se me enredan como un torbellino; giran también en mi garganta, impidiéndome hablar. Pero me tengo que arrancar las palabras. Lo hago, obligándome a mirarla. Mirar lo que le he hecho soportar durante… durante… dioses, ¿por qué no hice lo que debía?

- ¿Podrás perdonarme, Ivaine?

Alza el rostro de improviso, clavándome esos ojos azules y pálidos con un gesto tan doloroso que pareciera que fuera a romperse en cualquier instante. Le tiemblan los labios y deja caer los hombros, ladeando la cabeza. Parece que fuera a derrumbarse. Me estremezco. Es tan vívida la impresión de fragilidad de mi Carandil, que antes era todo nervio y energía, que, antes de darme cuenta de lo que hago, he recorrido el espacio que nos separa y la tengo entre mis brazos.

- Ivaine, lo siento tanto… lo siento - se me atropellan las palabras - Perdóname por haberte hecho esto.

Su cabello aún conserva un rastro del aroma que le acompañaba en vida, un recuerdo ajado y marchito de su perfume. Sigue teniendo el pelo áspero. El frío que desprende me empaña la armadura, y ella se revuelve con escasa convicción, ahogando una suerte de gemido gutural en la garganta.

- Quería… quería recordarte…Rodrith…

¿Cuándo dejaré de matarme con ella, una y otra vez? Pongo nombres a mis armas, pero la hoja con la que constantemente me atravieso es Ivaine. Y ella no se merece ese papel. El Exánime la condenó una vez, y yo la condené otra al no ser capaz de liberarla. No estoy llorando, y ese llanto que no brota se convierte en cuchillas desfilando por mis venas, por mis nervios, por mi carne. Me palpita en las sienes, me destroza el pecho a dentelladas.

- Te he hecho algo horrible – susurro en su oído. Sus manos se han detenido, crispadas, sobre mi tabardo – Te he hecho algo horrible, Carandil. Pero ahora lo he comprendido y quiero arreglarlo.

Su cuerpo se relaja. Sopla la brisa por primera vez y ella alza el rostro de luna una vez más. Una extraña paz se refleja en su semblante, y una llama vacilante, esforzada, titila por un momento en sus pupilas. Me agarra con fuerza mientras me arrodillo sobre la hierba, con ella entre los brazos. La sostengo así, como la princesa de un cuento. La princesa encantada y su príncipe. No... nosotros nunca hemos sido un jodido cuento de hadas. Cuando habla, su voz es un hilo dulce y grave, vibrando contra mi pecho.

- Aunque no pueda sentirlo, sé cuanto te amo – Sus ojos vuelven a mí, graves, profundos, nostálgicos – Sé cuanto te amo porque sé cuanto me duele.

Aprieto los dientes. Cierro los puños. La sacudida que me producen esas palabras amenaza con echarme abajo; un hormigueo salvaje comienza a morderme las yemas de los dedos, los lagrimales. Dioses misericordiosos, Luz piadosa…yo solo me lo busqué. Este dolor, esta locura.

- Agárrate fuerte, amor… - casi jadeo, incapaz de hablar, atrincherándome en mi determinación, en el valor que siempre ha despertado por ella, para ella. Mi mujer, mi fortaleza, mi reina – Agárrate fuerte. Ya no habrá más dolor.

Ella se aferra con fuerza a mí, el rostro hundido en mi pecho. Sabía que no podría alzar la espada contra ella, así que esta es la única manera de salvarla, de salvarme. Comienzo a invocar y la Luz vibra, enredándose a mi alrededor, lenta, acumulándose, concentrando calor y presión en el aura que me circunda. Ivaine se remueve, inquieta, pero no se suelta.

“Porque yo no podía detener la muerte, ella se detuvo cortésmente por mí; en el carruaje cabíamos sólo nosotras … y la inmortalidad”


No me gustan las despedidas. No se me da bien decir adiós a la gente, y mucho menos a aquellos a los que amo. Con Ivaine, simplemente, nunca he podido. Jamás. Jamás he sido capaz de renunciar a ella. El resplandor dorado se ha vuelto más intenso. Le levanto la barbilla con una mano, amarrándome la desesperación, mientras la energía sagrada gira a nuestro alrededor, tintineante y cálida. Necesito estar seguro de que ella está segura… de que no hay más que decir. Ahí dentro solo hay una mirada de glaciar y el ceño fruncido.

Dioses, Ivaine. Mi amor. Cuánto te he amado… cuánto te amo.

La abrazo de nuevo, estrechándola esta vez como si quisiera partirla en dos. Cierro los ojos, y sin necesidad de una sola palabra, la Luz se desata. Ivaine se tensa entre mis brazos. Aflojo la presa brevemente y la siento arquearse hacia atrás, estremecerse y temblar. La hierba está calcinándose bajo la Consagración, los vocablos divinos salen de mis labios con facilidad. Los haces de luz pasan a través de ella, entonando sus gloriosos himnos y bañándola en el resplandor de Su gracia. Y se escucha el chasquido del metal al quebrarse cuando su hojarruna salta por los aires, partida por la mitad.

Tan pronto como viene, el fogonazo desaparece. Tomo aire en profundidad tras la canalización, sujetando a mi mujer entre los brazos.

Y entonces, me mira.

Mientras su cuerpo se desploma sobre mis rodillas al liberarse de la tensión del espasmo, sus ojos se fijan en los míos. Rojos como sangre coagulada. Rojos… entre las pestañas rojas, la sonrisa suave, las lágrimas rodando sobre sus mejillas, que han recuperado el color. Una mirada tranquila, de alivio y de paz. La vida estalla en ella, repentinamente, como por ensalmo, con todo el calor de su fuego y la energía de su respiración. La sangre brama en sus venas, de nuevo cálida.  Y su corazón está latiendo.

Rodeo su rostro con los dedos, incrédulo. No puedo respirar. Ivaine. Ivaine. Quiero llamarla, pero no me sale la voz del cuerpo, y cuando lo intento, veo que sus párpados se cierran. Y el estallido de vida, igual que vino, se marcha. Porque ahora mi amor está muriendo de verdad, y se marchita tan deprisa como floreció.

No, no. No.

- Ivaine…

Tengo que decírselo. El último aliento de Ivaine Harren se escapa entre sus labios. Me apresuro a atraparlo en un último beso desesperado, recogiéndolo como un tesoro. Sus labios son cálidos otra vez y me responden con un amago sutil y agotado. No quiero perderlo. Nada puede perderse. Joder, Ivaine… ¡Mierda! Tengo que decírselo. Un latido de su corazón, solo uno más…

- ¡Carandil!

Está lloviendo. Llueve… ¿son mis ojos? Mis ojos se derriten, se deshacen, diluvian. El otro latido. ¿Por qué no llega el otro latido? Su corazón se ha callado. Le peino los cabellos, le rozo las mejillas, con los dedos temblándome y el aliento encabritado. No me llega el aire a los pulmones. Su rostro está tibio. Ivaine sigue caliente pero ya está muerta. Está muerta y no se lo he dicho. No se lo he dicho. Mi corazón lo está gritando y no he sido capaz de decirlo.

Cuando empieza a llover de verdad, el mundo hace rato que ha desaparecido. No hay mundo, pero yo me quedo aquí. Me quedo aquí, con mis recuerdos, con mis lágrimas y el "te quiero" que no he conseguido pronunciar pudriéndome el alma. Me quedo aquí, abrazándola, dándole todos los besos que no le di y diciéndole todo lo que ya no puede oír. Me quedo aquí, hasta que venga Theron, y entonces nos llevaremos a Carandil al Norte. Allí donde nace la nieve, mi amor.

Donde fuiste feliz. Donde me hiciste feliz.

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