miércoles, 30 de diciembre de 2009

LXXV - Ella

Los claros de Tirisfal siguen siendo húmedos. Siguen siendo oscuros. Siguen siendo melancólicos. Los Claros de Tirisfal, que en los últimos tiempos han sido testigos de tanto, de ese peculiar collar de cuentas que sólo son momentos, instantes rescatados y arrebatados al tiempo para conformar un rosario que envuelve mi alma, son una constante entre el ir y venir, el combate y la búsqueda. Lugar de reposo de los muertos, donde está mal visto romper la quietud, han llenado mis días de instantes intensos. Unos hermosos, otros terribles. Todos valiosos. Estoy pensando esto mientras contemplo el zepelín, que ayer nos trajo de regreso al Viejo Mundo cuando la Cruzada nos despachó hasta nuevo aviso. Las luces claras, preparadas para evitar la niebla en el camino, son haces blanquecinos que se alejan en la distancia. Los observo, arqueando la ceja, y palmeo el cuello de Elazel, que cabecea como advirtiéndome de que me estoy poniendo demasiado reflexivo.

- Pues sí, bonita. Pienso demasiado, ¿eh?

Sonrío a medias y me giro, guiándola de las riendas, dispuesto a llevarla hacia la entrada del mesón La Horca, cuando algo me hace detenerme en seco. Una figura me observa, sobre un corcel reanimado.

Si, en los últimos tiempos, desde la liberación de los Caballeros de Darion, que ahora son así conocidos y lucen el tabardo de la Espada de Ébano proclamando su incesante lucha contra el Rey que los esclavizó, abundan los viejos héroes reanimados. Pululan por las ciudades, cabalgan entre las sombras, unos más atrevidos que otros. Algunos me inquietan. Me inquietan porque dudo de sus verdaderas lealtades, y creo que conozco lo bastante a mi enemigo como para pensar que aprovecharía muy bien esta ficticia naturalidad con la que se sobrelleva la situación para colar espías y traidores en las ciudades. Y me inquietan especialmente cuando, en una noche oscura, en la melancolía perpetua de los Claros, una figura esbelta y claramente femenina me observa desde su corcel muerto con ojos de hielo que apenas puedo entrever debajo del enorme yelmo.

No me gusta. Tiro de las riendas de Elazel y me echo el cabello hacia atrás, la miro con una mezcla de ansiedad y curiosidad, atenuadas por el cansancio de los viajes y el extraño estado de languidez en el que hoy me está sumiendo este lugar conocido.

Inmóvil, sobre la pequeña loma, me contempla. Un regusto amargo se me pega al paladar cuando una impresión desconocida, como el vago recuerdo de un sueño lejano imposible de recordar, se diluye en mi pecho. Esa figura solitaria que me mira constantemente... sospechosa, sí, y algo más. ¿Por qué demonios me asalta esa familiaridad? La complexión, la postura de su cuerpo, algo que no puedo ver detrás del yelmo... la intensidad con la que la mirada lejana me atraviesa. Es casi como estar presa de un hechizo desconocido, meneo la cabeza y tiro de las riendas, encaminándome hacia el otro lado de la torre de zepelines. Quizá huyendo del peso abrumador de esos ojos invisibles. Al rodear la estructura, vuelvo a mirar la loma, y ya no está. La Luna clara brilla en el firmamento, las estrellas se desgajan a miríadas.

Suspiro y trato de arrancarme los jirones de esa sensación pesada. Rebusco en los pliegues de la capa, el bolsillo oculto. Aquí está, la petaca. Bebo un largo trago y tiro de las riendas, Elazel camina hacia la taberna.

Cuando desmonto y entro, me doy cuenta de que estaba lloviendo afuera. Debo estar muy gilipollas últimamente para no haberme dado cuenta, sí, reconozco que el periplo por Rasganorte me ha sentado como veinte horas seguidas de abdominales. Chasqueo la lengua y me escurro el cabello, entrando con un par de zancadas, y al levantar la mirada, veo de nuevo la figura. Allí dentro, con su armadura negra.

Ladeo la cabeza. Bajo la luz de las velas, ya no parece un espectro fantasmal, solo un caballero alzado más, lo cual me tranquiliza en cierto modo. Así que levanto la voz y saludo a los renegados, a la tabernera y el viejo alquimista que se dirige a la salida, inclinándome levemente.

- Buenas noches.

La mujer de la armadura se gira, como si algo la sorprendiera. Y me mira de nuevo. Mierda, ¿qué coño está pasando? De nuevo un golpe violento, la sensación de familiaridad. Un nerviosismo que me alerta y me tensa los músculos alrededor de la nuca. Bien, no sé quien narices eres o qué quieres de mi... qué quiero yo de ti. Pero algo está pasando. La miro a mi vez, tratando de distinguir algún rasgo debajo de ese yelmo.

Ella sigue en pie. Inmóvil. No respira, parece una estatua, pero sé que está animada. Avanzo dos pasos, luego otro más, sin apartar la vista. Ahora, bajo las sombras del casco, veo un atisbo de piel tan blanca como la nieve, la curva de una nariz pequeña y redondeada, fina. Al acercarme, el olor de la putrefacción es leve, liviano, similar al de Elhian. Flores muertas y rocas cubiertas de escarcha... y algo mas. Un aroma mucho más familiar, casi cotidiano, como el olor de una madre desconocida o de un abrazo de la infancia, que me asalta de repente y me hace temblar por dentro. ¿Que demonios? ¿Qué demonios? Debo parecer un loco, pero no me importa.

- ¿Quién eres? - pregunto a media voz, con un tono casi íntimo y algo rasposo a causa de la incertidumbre.

Ella da un paso. Solo uno, breve y algo inseguro. Dioses, esos ojos me atraviesan, ahora puedo verlos con algo más de claridad, un resplandor azul intenso, gélidos... pero algo más. Algo más, al fondo. Una llama gélida.

- Él no me dio un nombre - responde el susurro. Thalassiano. Es elfa.
- ¿Te conozco?

La conozco. Lo sé, mi alma lo sabe, mi corazón lo sabe. Renée ha debido desaparecer en algún momento, porque, de repente, la taberna está desierta. Sólo la mortecina luz de los cirios, la mujer muerta y yo. Yo y todos los estímulos que no puedo reconocer ni etiquetar, que me hacen tensarme delante de su esbelta figura, menuda, demasiado menuda para un sin'dorei. Los brazos blancos se ven entre las placas de la coraza y los guantes, níveos y con un rastro azul donde la sangre se ha helado en las venas. La armadura, polvorienta y quebrada en algunas partes, no parece pesarle. Los ojos horadan los míos, como si quisieran excavar en ellos, encontrar algo ahí dentro, entrar en mi y... dioses. ¿Qué es esto?

- Te... conozco

La voz bien templada. Ligeramente grave. Ahora rota por la garra fría de la muerte. Una punzada de angustia, y los fantasmas braman, se alzan, las bestias aúllan y las garras se fijan en mi corazón cuando comienza a hacerse una claridad imposible, una certeza...

No puede ser

- ¿Me conoces? - su voz que era canción nunca compuesta, su acento rudo. No me preguntes eso.

Me he olvidado de respirar. Cierro los ojos con fuerza. Me estoy muriendo. No, es peor que la muerte. Es el dolor, el miedo más antiguo, el terror y un sufrimiento atroz que comienza a caer sobre mi, una vez, otra, otra, lanzas que se ensartan en mi corazón, certeras. Me estoy muriendo. Ojalá estuviera muerto.

Pero tengo que saberlo. Y tengo que verlo. Aunque me arrase.

Levanto la mano y le arranco el yelmo en un solo movimiento, casi agresivo, abalanzándome sobre ella. Y ya no importa. No importa si estoy vivo o no, el mundo empieza a temblar bajo mis pies en el preludio al terremoto, y el desgarro en mi interior, que me desgaja el alma y tironea, destrozándome, me corta hasta el pálpito de la sangre en las venas.

Sus ojos están helados. Su expresión es extraña, ausente... encerrada en un muro de escarcha y de ira. Y al fondo, ese incendio congelado. Sólo su pelo, que cae en suaves mechones irregulares cuando la descubro, y desordenado se enreda tras las orejas redondeadas, sobre la frente de pálida piel inerte, sigue siendo rojo.

El velo me cubre la mirada, húmedo, ardiente. "Aparta este cáliz, apártalo, apártalo, esto no, esto no, Luz Sagrada, no, no, no". Esto no. Por favor. Ivaine. Ivaine.

- Ivaine - y pronuncio su nombre, mientras me rompo en pedazos, una neblina rojiza embota mi mente y todo se convierte en cenizas, derrumbándose a mi alrededor.

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