miércoles, 30 de diciembre de 2009

LXXIII - Luces del Norte (I)

El vasto vergel se extendía, elevando las hojas y las ramas hacia el firmamento bajo la luz tenue de un amanecer salvaje. Desde La Avalancha, una pendiente de nieve reblandecida que se dejaba caer como una lengua insidiosa sobre las rocas y los prados, los necrófagos deambulaban a su antojo, mirando con recelo y ojos llameantes hacia la silvestre explosión de vida más allá. Las abominaciones hacían temblar el suelo con los pesados pasos, los copos saltaban. Inquietas, las criaturas de la plaga olisqueaban el aire y se empujaban unas a otras, gruñendo como presas atrapadas.

Tenían hambre. Estaban famélicas y furiosas. El dominio del Exánime se extendía hasta ese punto, pero no había acceso más allá. La cuenca selvática que se mostraba ante ellos, como un enorme plato bien servido donde la vida en ebullición tentaba con la promesa de alimento infinito, parecía resistirse cual baluarte a las garras ávidas de su apetito. El poder de los Titanes, su invisible huella, convertía aquellas tierras salvajes en una poderosa tentación inaccesible.

Pero, de cuando en cuando, los incautos se aventuraban en el glaciar. El olor de dos cuerpos vivos, palpitantes de sangre y de carne, estaba enloqueciendo a los hijos del Exánime con la promesa de alimento. Una enorme abominación gruñó y arrojó la cadena engarfiada, volviendo la grotesca cabeza hacia los dos jinetes que atravesaban el lugar. La yegua de ojos incandescentes relinchó y zigzagueó para evitar el arma, haciéndose a un lado, seguida por el corcel de cascos llameantes.

- Cabrones - espetó el paladín, girándose a medias cuando el gancho oxidado cayó al suelo a pocos metros de su montura, haciéndola encabritarse un instante. - A la selva, a la selva.

- Tiene que haber un paso - exclamó el brujo.

Envueltos en sendas capas, embozados, cabalgaban al galope con un ejército de necrófagos rugientes tras ellos, extendiendo las garras para rozar las crines de la pesadilla, intentando morder las patas de las monturas en su desesperado avance. El jinete de la armadura sujetaba la espada en la mano y el escudo colgaba a su espalda. Algunas piezas de malla destrozada pendían de los correajes, tintineando al ritmo del paso de la yegua, y la sangre reseca se pegaba a las placas de metal. En el rostro ceñudo y tiznado de suciedad, los ojos dorados relumbraban intensamente, ardiendo como llamas de determinación, y el cabello apelmazado y sucio asomaba bajo la capucha, le caía sobre la frente. El jinete de la toga empujaba a los perseguidores cercanos con el bastón de resplandor oscuro, sujetaba las riendas con decisión y dirigía miradas de odio profundo a las criaturas de la Plaga. Un jirón de tela rasgada se enredaba en sus tobillos, y un fino hilo rojizo, ligeramente verdeante, descendía por la sien.

No se detuvieron. Corrieron hacia la espesura, observando las montañas.

- Hay un paso, en alguna parte - replicó el paladín, resollando - Tiene que haberlo.

Se apretaron entre los árboles altos y aflojaron el paso cuando los muertos vivientes volvieron atrás, repelidos de nuevo por la marca de la divinidad que impregnaba el lugar. El paladín escupió a un lado, mirando alrededor, buscando algo. El brujo le miró de reojo, respirando afanosamente.

- Quizá tengamos que retroceder. Esas montañas parecen infranqueables.

El paladín asintió levemente y señaló una oquedad salpicada de nieve al pie de las cumbres rocosas, lejos del glaciar y fuera del alcance de las fieras salvajes de la Cuenca. Se dirigieron al paso, entre el perfume tropical de las flores imposibles y el vapor húmedo de la selva, revisando el estado de su equipo. Al llegar al recoveco, desmontaron con cierto gesto pesado. Se descubrieron el cabello, echando las capuchas hacia atrás y se dejaron caer, con la espalda pegada a la pared y las armas prestas, suspirando con cansancio casi al unísono.

Las dos figuras miraban hacia el horizonte, perdían la vista entre la vegetación explosiva, las copas de los manglares y las palmeras, y el firmamento azul. Un par de ojos verde jade, brillantes y relucientes entre la cabellera negra como ala de cuervo. Un par de ojos ambarinos, turbios y felinos, brillando entre los mechones de pelo trigueño, oro blanco y platino. Se miraron un instante.

- Que pinta tienes - dijo el paladín, con un destello de buen humor en la voz grave.
- Tu no estás mucho mejor - replicó el brujo, arrebujándose en la mullida capa de piel blanca y suave.
- Dos días de viaje no es tanto. Aún estamos vivos. Pronto encontraremos el paso.

El brujo chasqueó la lengua y extrajo un par de piedras de salud para sanarse las heridas abiertas.

- Al fin y al cabo - repuso - sólo nos han mordido los lobos, pateado los magnatauros, abofeteado los osos, escupido los tigres, aplastado los raptores...
- Nimiedades.
- Tonterías.

Rieron entre dientes y se dispusieron a sanar las heridas y recuperar parte de sus fuerzas. La Avanzada Argenta aguardaba, y no importaba cuán dura fuera la travesía, cuánto tiempo les llevara, qué precio se cobrara. Iban a llegar.

Minutos después, los dos jinetes solitarios volvían a montar y volvían una vez más, a buscar un acceso por el glaciar de la Plaga o las montañas circundantes. No parecían tener miedo a las garras de los muertos, tampoco a las fauces de los raptores y los protodracos que asomaban en ocasiones de entre el espeso follaje para perseguirles. De cuando en cuando, mientras escapaban de las alimañas o trataban de hacerles frente, intercambiaban algún comentario jocoso. Y aunque el cansancio pintaba sus rostros y las heridas volvían a sangrar una y otra vez, a lo largo de su camino, rara vez dejaba de escucharse, de cuando en cuando, el eco resonante de una carcajada grave y franca y el coro sutil de una risa tenue y resbaladiza.

En Rasganorte, en lugares donde la risa probablemente nunca había existido, Ahti y Theron viajaban en busca de la fortificación de los Cruzados. Y lo hacían a su manera. Sin dejar de brillar.

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