lunes, 21 de septiembre de 2009

XX - El brujo

Ciudad de Lunargenta - último día de verano

Cruzo la Puerta del Pastor al galope, con la mente despejada, a mi regreso de la lejana Terrallende. Buen momento para llegar. Sonrío y me paso la lengua por los labios. Hay un ataque. Los guardianes arcanos se mueven aquí y allá, rápidos y grotescos, acortando la distancia que les separa del hogar del Regente. Les sigo sin pensar, hasta la alfombra roja.

Los cadáveres amigos y enemigos se extienden alrededor, varios heridos recuperan la conciencia poco a poco, mientras algunos atacantes intentan escapar. El ataque ha sido repelido, es la hora de las represalias, pero algunos Aliados aún venden caro su pellejo.

Me preparo para canalizar algunas curas cerca de los heridos, cuando una nueva oleada de incansables se acerca hacia nosotros desde la plaza, perseguidos por algunos Guardias.

- ¡Ahí vuelven! – exclama alguien. El acero vuelve a desenvainarse y el zumbido de las energías mágicas se entremezcla con las graves invocaciones de los brujos en su oscuro lenguaje y las brillantes palabras de los paladines y los sacerdotes.

Miro un instante a los kaldorei, a los humanos que se acercan. Empiezo a canalizar Luz mecánicamente.

Me gusta esto, para qué mentir. Soy un engranaje. Mi eje es la batalla. Ver un enemigo, desatar los sellos, golpear, contener, azotar… localizar un aliado, invocar una bendición, sanar con un destello, proteger con un hechizo. El universo desaparece y todo queda reducido a objetivos, a las veloces decisiones de la batalla que apenas pasan por el filtro de la mente, que proceden de un lugar más antiguo, el instinto combinado con la costumbre, la cuna de la supervivencia. A veces es casi como una danza bien sincronizada, otras un baile frenético de sangre y acero. Pero siempre es el lugar donde todo parece correcto, medible y exacto, siempre es un lugar reconfortante.

En algún momento del combate, me encuentro a pocos pasos de un brujo enmascarado que desata sombras incansable, con una mano extendida, drenando la vida de un paladín que se esfuerza en golpearle mientras el pánico le atenaza. Salgo un instante de mi ensueño y le observo por unos segundos.

 "Togas de tela", pienso, chasqueando la lengua. Antes de que la espada del paladín caiga sobre él de nuevo, le arrojo un par de potentes curas. El tipo se estremece y dice algo entre dientes en tono seco, se gira un instante a mirarme desde detrás de su máscara - debería ser aterradora, a mi me recuerda a un peluche de sombras - y continua combatiendo.

Me quedo a su lado, sin plantearme por qué lo hago. Los tíos con togas no saben cuidar de sí mismos, aunque sean buenos matando. Al menos, este lo es. Los enemigos caen a su alrededor, algunos contorsionándose de dolor, otros destrozados por la sombra que arroja contra ellos. No deja de escupir palabras en ese extraño idioma que he oído lo suficiente como para reconocer…y no querer saber más de él. El Eredun me da urticaria en el espíritu. Aun así, me quedo cerca suya, quitando de enmedio a algún incauto que corre a atravesarle. Reviento la cabeza de un gnomo con el hacha cuando trata de escurrirse entre mis piernas para conjurar una nova de escarcha o alguna mierda parecida, y cuando alguien llega a golpear al hechicero de la máscara, le sano. Estoy acostumbrado a luchar con brujos. Hibrys y yo hemos combatido durante mucho tiempo el uno junto al otro desde que Sean desapareció, así que sé lo que tengo que hacer.

Y así, como sucede en todas las batallas, y como todo lo bueno termina, llega el momento en el que ya no hay más enemigos a batir. Hemos ganado. Bien, no está mal.

Jadeo levemente y arrastro el hacha tras de mí, para sentarme en la alfombra roja, junto a los demás combatientes, levantando la vista hacia las altas torres de la capital. “Una vez más te hemos salvado el culo, puta. Si te pringo la alfombra de barro y sangre, ya la limpiarán tus escobas mágicas. No tienes derecho a quejarte”.

El murmullo de las energías arcanas de Lunargenta me responde con una risita lúbrica y acaramelada, y chasqueo la lengua, rebuscando la petaca. Los guerreros ríen, festejan la victoria, se felicitan, algunos heridos gimen y otros se palmean las espaldas. 

- Seguro que esto es un sueño, Dagpit. Tiene que serlo.

            No presto mucha atención a las palabras que escucho a mi derecha, aunque las haya oído. Alguien está balbuceando tonterías, pero yo estoy más preocupado en este momento de un trozo de brazal que está a punto de caerse. Hago cálculos mentales sobre cuánto me costará repararlo y cómo cojones me las voy a arreglar para sangrarle un préstamo a alguien más.

- No importa. Con algo de suerte me emborracharé lo bastante como para despertar.

            Emborracharse. Esta vez sí pongo atención y me giro a mirar al tipo. Es el de la toga. Está sentado a mi lado, bebiendo una jarra, con el yelmo a un lado. Parpadeo un instante, arrugando la nariz mientras le observo, con la sensación extraña de quien te resulta familiar sin saber por qué.

Es un tipo normal, de rostro juvenil, un elfo joven de rasgos algo andróginos y con marcas verdes en la cara, runas demoníacas sin duda. Cosas de brujos. Nada nuevo. Tiene el pelo negro, como hebras de brea que se escurren sobre sus hombros, un ridículo flequillo y una cinta... dioses. Es la cinta más horrible que he visto en mi vida. No sé como puede llevar eso en la frente. ¿De qué le conozco? No consigo recordarlo. Y en cualquier caso, dudo que hubiera podido olvidar esa cinta, aunque hubiera olvidado a su dueño.

A juzgar por su expresión, los ojos entrecerrados, la voz pastosa y las notas agrias de su aliento, que me llegan a pesar de la distancia que nos separa, está ebrio como una cuba y habla con su esbirro, un diablillo que me mira mal en cuanto se percata de mi atención.

- No vas a despertar

            El elfo me mira con los ojos brillantes, nublados por el resplandor verde del vil. 

- Claro que si. – repite él. Tiene la voz suave, delicada, extraña. - Estoy soñando, no me cabe duda.

- Si estuvieras soñando, esto no te dolería – respondo, dándole un codazo en las costillas no demasiado fuerte.

            El elfo se encoge y suelta una exclamación indignada, mirándome con gesto de sorpresa. No lo puedo evitar. Me río y le ofrezco la petaca.

Tengo la mano a medio camino cuando me doy cuenta de que me observa con los ojos entrecerrados, con extrañeza. Arqueo la ceja. Él también, como en un espejo. La sensación de familiaridad sigue ahí, y empieza a inquietarme no saber a qué se debe. Quizá le conozco y no le recuerdo.

- ¿Iradiel? - dice al fin.

- ¿Iradiel? No, no soy Iradiel. Soy Ahti.

            Me mira con prudencia al principio, y finalmente algo se relaja en sus ojos.

Esos ojos... hay algo en ellos. Como una tristeza oculta o una cierta desesperanza. Es la clase de mirada de alguien a quien pocas cosas le importan ya y cuyas pupilas han sido testigo de demasiado, una mirada hastiada, cansada. Perdida tal vez. Solitaria. Terriblemente familiar. "Demasiado joven", me digo. "Demasiado joven para estar tan resignado"

- Theron

- ¿Qué?

- Es mi nombre. Theron. Theron Solámbar - Coge la petaca y bebe un trago, devolviéndomela luego. - Pero que mas da, cuando me despierte no me voy a acordar de ti.

- Probablemente, y menos con esa cogorza. Pero esto no es ningún sueño. ¿Por que dices eso?

- Las cortinas son azules.

 Le miro como si fuera un imbécil. ¿Qué demonios dice de las cortinas?

- Pues claro que son azules. Siempre han sido azules.

- No, esas cortinas son rojas. Y ahí estaba la casa de Suzanne, pero ya no está. No hay nadie de los que conozco, ni uno solo. Es un sueño, estoy seguro.

- Las cortinas siempre han sido azules – insisto tajante, mientras me pongo en pie. - Vamos a beber. Una buena batalla se celebra con unas jarras, eso es así hasta en los sueños.

El tio tiene pinta de tener dinero y estar un poco chalado. Con suerte me invitará. Vale, no. Ese no es el motivo de que quiera llevármelo a la taberna, no es el único, al menos. Tengo demasiada curiosidad, y no se por qué, una simpatía instintiva se ha despertado en mi interior. Quizá me de pena.

            Theron - he memorizado bien su nombre - se encoge de hombros y se levanta, sacudiéndose la toga, tambaleante. Cuando lo hace me doy cuenta de lo pequeño que es en comparación conmigo. No es un crío, aunque tenga cierto aire adolescente, pero está escuálido y su cabeza me llega a la altura de la barbilla, con cuernos y todo. Le observo un instante, pensativo, mientras trata de adecentarse y mira alrededor con aspecto de niño perdido.

Es cierto. Me recuerda vagamente a Derlen... pero hay algo más. Como parezco incapaz de descubrirlo, me dedico a charlar con el togas, dándole conversación.

Sólo cuando llegamos a la taberna, enfrascados en un debate demasiado absurdo pero agradable, me doy cuenta, o soy plenamente consciente, del sutil detalle que no me había alarmado antes, y que tampoco lo hace ahora. 

El brujo tiene cuernos. Debería sorprenderme, pero no me sorprende. Realmente, es que no me importa un carajo, así que no pregunto y sigo hablando con él como si nada. He visto toda clase de cosas a lo largo de los años, y sé que el miedo hiere más que cualquier arma. Durante mucho tiempo no he tenido dónde ocultarme de las cosas que me aterraban, así que he aprendido a no temerlas.

Con cuernos o sin ellos, hoy me emborracharé con el brujo.

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