martes, 6 de octubre de 2009

XLII - Interludio: La Madriguera

Trinquete - Sexto día de verano

La noche es fresca y perfumada. La tierra caliente agradece la caricia de la brisa marina, ahora que tenemos viento del sur, el cual me arranca la capucha y la hace volar hacia atrás, obligándome a ajustarla constantemente para cubrirme los cabellos y parte del rostro. Elazel cabalga lentamente, vamos tranquilos, no tenemos prisa. Al entrar en la ciudad portuaria, desmonto y le guiño un ojo a la yegua, que desaparece en una nube de luciérnagas de color ámbar y rojo. Nadie tiene por qué saber que soy un paladín, nadie tiene por qué saber quien soy en absoluto.

Recorro las callejuelas, haciendo caso omiso de las prostitutas que me susurran desde los rincones, a los mercaderes de productos de contrabando que surgen de cualquier esquina dispuestos a ofrecerme el mejor polvo arcano de todo Kalimdor, o setas recién traídas de Esporaggar.

- ¡Son todo un viaje, colega! - Exclama el vendedor trol, tratando de convencerme. Prácticamente me mete las setas en la cara.

Suspiro y las observo, arqueando la ceja. No tienen mal aspecto, son amanitas fosfóricas, y sí, estoy seguro de que serán todo un viaje, de modo que sonrío y saco unas monedas, aprovechando al abrirme la capa para mostrar la espada que llevo al cinto. Es un proceder usual en este lugar, que disuade a muchos de los ladronzuelos y asaltantes que pululan por la zona.

- De acuerdo, me llevo cinco. Hasta los guerreros incansables tenemos derecho a disfrutar un poco entre matanza y matanza, ¿verdad?

Esbozo una sonrisa con los labios, mostrando los dientes, mientras mantengo una mirada fría. Tres siluetas que se habían apostado junto al porche de una puerta cercana acaban de desaparecer a través de un pasaje oscuro y sombrío entre dos cabañas, y un par de mirones vuelven a sus actividades, sin prestarme más atención. El trol termina el intercambio y se marcha, inclinándose levemente.

Guardo las setas en la bolsa, no es momento ahora. Tengo que estar despejado. Al torcer una esquina, un aroma envolvente a plátano y flores tropicales me golpea casi con violencia, mezclado con el olor dulzón de los afeites y algo más, difícil de identificar. Los locales de esta zona son tabernas en su mayoría, y en todas hay al menos una dama en la puerta. Orcas, gnomas, incluso los goblins tienen una puta a su medida, verde y con las orejas de punta. Cuelgan farolillos de papel multicolor sobre los dinteles, hay carteles vistosos, pancartas de tela, puestos de licores y cangrejos asados que se establecen bajo las palmeras. Atravieso la calle, cubierto por la capa, y rodeo una de las tabernas hasta la parte de atrás. Una vez allí, delante de una puerta vieja y que parece sellada de no ser por el ventanuco enrejado que se abre a modo de mirilla, me saco los guantes y hundo los dedos en el cuenco de resina negra que se esconde tras un ladrillo suelto.

Paso los dedos sobre mi rostro, marcando unas cuantas franjas que apenas significan nada, no soy más irreconocible ahora que antes, pero es una tradición. Y las tradiciones se cumplen. Sobre todo en este lugar.

Me limpio las manos en un trapo que extraigo de la faltriquera y tiro del cordel, volviendo a ceñirme la caperuza. La mirilla se abre y dos ojos enormes, rasgados, perfilados con el mismo color negro que ahora embadurna mi rostro, me escrutan.

- Disfrutar de ciertos placeres es insensato ... desconocido - dice la voz exótica y melodiosa de la mujer.
- Evitarlos es insensible ... Alyenna.

Se escucha una risita queda y la puerta se abre con el chasquido de un pestillo, girando sobre sus goznes en absoluto silencio. La iluminación casi sepulcral de La Madriguera me da la bienvenida una vez mas cuando entro, sonriendo a medias y mirando de reojo a la humana semidesnuda, sin osar tocarla. Sus pechos están comprimidos tras una banda de cuero tan apretada que dudo que pueda respirar, y las largas piernas están enfundadas en unas botas del mismo material. Se cubre entre las piernas con un encaje demasiado escueto. Alyenna siempre viste de rojo, y la resina negra se extiende en brillantes franjas por todo su cuerpo. Su postura es altiva, y me sonríe como a su igual, que es lo que soy.

- Reconocería esa voz en cualquier parte, Oso. Mucho tiempo sin vernos. - Me hace una señal para que entre, caminando a mi lado a través del pasillo de roca viva, donde los candelabros brillan amarillentos, desvaídos.
- Unos años.
- Cierto... han pasado años - responde, arreglándose el cabello cobrizo, lustroso, que cae por su espalda como una cascada de bronce fundido. - Pensaba que habrías encontrado a quien atar.
- No, lamentablemente.
- ¿Nada duradero?
- Nada. Ni duradero ni fugaz.
- Siempre tan contenido.
- Ya me conoces, soy así.

Nuestras voces suenan frías, impersonales, pero nada más lejos de la realidad. Es el tono neutro del alivio, de la paz de no tener nada que ocultar entre estas paredes de piedra. Descendemos juntos las escaleras, en silencio, y los sonidos de algún grito amortiguado o una orden tajante, del chasquear de un látigo o el giro de una rueda de cadenas, comienzan a alcanzar mis oídos con un regusto familiar.

- Tenemos gente nueva. ¿Qué vas a querer hoy? - pregunta suavemente, poniéndose de puntillas y deslizando los dedos para despojarme de la caperuza. Llegamos al amplio pasillo de las mazmorras, un túnel de techo abovedado salpicado de puertas cerradas de madera oscura.

Respiro profundamente. Es embriagador, como dejarse llevar, flotando, por las olas del mar en calma o yacer en un prado de hierba mullida. Los quejidos que se escuchan de cuando en cuando... ah sí.

- Ante todo, renovar mi pertenencia - respondo, entregándole un saquillo de monedas bien cerrado. Alyenna parpadea y sonrie de nuevo, sin abrirlo para mirar en su interior. Es más de lo que vale formar parte de La Madriguera, pero creo que todos aquí se merecen un extra. - Y para esta noche, alguien con aguante.

Los ojos rasgados me observan un instante, frunciendo levemente el ceño.

- Años sin ejercer. ¿Podrás con ello?

Respondo con una única mirada, que hasta a la experimentada Alyenna hace arquear las cejas y alzarse erguida en un desafío. Sin embargo no nos enfrentaremos, los dos somos de la misma clase, y nos respetamos.

- Valerie sigue estando - responde al final, desenganchando el manojo de llaves que le cuelga de la miniaturizada ropa interior y pasando varias hasta tenderme una. - ha pasado mucho tiempo y aunque me fío de ti, preferiría que empezaras por lo conocido. Recuerdas cual es la suya, ¿verdad?

Asiento, mostrándome de acuerdo. Valerie es perfecta, sí, la recuerdo rebelde y escandalosa. Es bastante resistente para mí, y una vieja confianza nos une. La señora de La Madriguera tiene razón, es mejor volver al arte poco a poco. Nunca me perdonaría perder la cabeza, y desde luego, ellos tampoco lo perdonarían. Este lugar tiene sus propias normas, y la principal es un respeto inconmensurable hacia todos y cada uno de los que lo habitan, especialmente hacia los que ocupan las mazmorras. Nosotros somos los artistas, ellos el barro que moldearemos, nosotros somos los responsables, ellos los recipientes de nuestra inspiración.

- La última a la izquierda. Y sí, me parece lo más adecuado, sin duda - asiento, cogiendo la llave con movimientos calmados. La profunda relajación que me inunda es casi un sopor brumoso, que podría estar cercano al sueño.
- Perfecto. - Alyenna sonríe y se da la vuelta para volver a sus aposentos - Trátala como se merece.
- Ni más ni menos

Avanzo en soledad a lo largo del corredor, hasta llegar a la gruesa puerta con remaches de metal. Giro la llave en la cerradura y empujo la hoja de roble con una sola mano. La luz procedente de los candelabros, de un dorado sucio y turbio, se cuela al interior de la celda, haciendo entrecerrar los ojos a la mujer encadenada que aguarda en el interior. El cabello negro le cuelga hasta las caderas desnudas, y las manos sujetas a la pared con grilletes se crispan cuando su mirada oscura me observa.

Esboza una sonrisa fugaz y sus ojos destellan al reconocerme con un rayo de simpatía y entusiasmo, para mostrar una expresión hostil al instante.

- ¿Cual es la palabra hoy, cerdo cabrón? - me escupe con descaro, cargadas sus palabras de un convincente desprecio. Valerie es excepcional, sin duda. Sonrío sesgadamente, y mi voz suena grave y peligrosa cuando cierro a mi espalda y dejo la llave puesta por dentro, tirando la capa a un lado y arrojando los guantes al suelo, mientras me remango.
- La palabra de hoy es "Bienvenido"

La oscuridad me ampara mientras me entrego a las actividades que la noche me depara, con la devoción de un artesano del dolor, entre los gritos y lamentos que, amortiguados por las paredes de piedra, jamás saldrán a escandalizar al mundo civilizado, donde el sufrimiento es siempre malo, donde quien lo causa es siempre odiado, donde las cosas son blancas o negras y el gris no tiene cabida en las mentes decentes.





*** Bienvenidos a La Madriguera ***

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