viernes, 17 de diciembre de 2010

CII.- Aina. Avathael.

¿De qué sirve una vela a la luz del día?

Es lo que piensa, mientras está sentado contemplando toda su vida. En la mesa, frente a sí, está extendido el tabardo del Alba Argenta. La espada, limpia, al lado. Y los fragmentos de un cilindro de cristal roto, donde los ojos de color del mar se detienen.

La luz se ve con más claridad en la oscuridad. ¿De qué sirve una vela a la luz del día?

En la penumbra de la posada en la que reposa el guerrero, cuando la batalla le da tregua y sus fuerzas se ven mermadas, cuando algo más urgente que el combate continuo para la exterminación de la plaga le aparta del gélido norte, Rodrith observa su vida con ojos diferentes. Tiene los pies grandes, para caminar mucho. Un carácter dominante e impositivo, que le lleva siempre hacia adelante. Tiene el tesón que a veces, muchas veces, se transforma en tozudez, tiene el empuje y la fuerza que le proyectan lejos, en un viaje que llega hasta sí mismo y más allá.

Durante años, ha sido dueño de su destino. Ha tomado sus decisiones y ha cargado con sus consecuencias, enorgulleciéndose de algunas, clavándose las espinas de otras. Ser libre no es fácil. Ser líder, tampoco. Pero le enseñaron, y aprendió, que empuñar un arma es una responsabilidad, y la Luz que arde en su corazón no le deja lugar donde esconderse. Sólo puede verse tal como es, con toda su violencia y su furia, con su paz y su ternura, con sus errores y sus triunfos, su vergüenza y su reconocimiento. Se mira, y mira su vida sobre esa mesa. La batalla, la Luz, la interminable lucha por purgar un mal que no muere, el egoísmo y el altruísmo, la superación y la búsqueda.

Una búsqueda tan larga como es el camino que lleva hasta su propia alma.

Nunca se ha preguntado cuál es su lugar. Siempre lo ha elegido, siempre se ha colocado donde le ha parecido oportuno, y ha encajado con mayor o menor esfuerzo. Pero aún hay algo que llama, como el canto de una sirena de voces ambiguas y ancianas, una canción que llueve desde el mar y los firmamentos tormentosos, que se escurre como el viento entre las ramas y le roza los cabellos, tentándole a encontrar el origen de esas palabras y esos versos, de esas armonías infinitas que se repiten a lo largo de las eras.

Observa los fragmentos de cristal, recordando la visión del Templo de Azshara, a las dos jóvenes gemelas, elfas blancas y exactas. Sus palabras resuenan en su mente. ¿Maldición o bendición?

¿De qué sirve una vela a la luz del día?

No hay luz sin oscuridad, y no hay oscuridad sin luz. Sabe que eso es verdad, y de alguna manera lo entiende. Le pesa, con el peso de una cadena que no ha elegido y que siempre le provoca magulladuras en las muñecas cuando intenta arrancársela. Pero esa cadena forma parte de él, igual que sus manos, sus ojos o su misma alma.

Es lo que se le ha dado. Don y maldición, bálsamo y veneno. Que sea una cosa u otra no depende de nadie, sólo de él. No puede arrancarse los grilletes, que están cosidos a su corazón, navegan en la sangre de sus venas. Es lo que es, no puede cambiar eso. Sólo puede elegir qué hacer con ello. Y eso no le parece poco.

Roza el cristal con los dedos. Le arranca una vibración y sonrie a medias, murmurando a media voz.

- Aina

La Luz destella entre sus manos y brilla sobre el cristal, ilumina el cuarto oscuro, arranca un reflejo irisado del vidrio y se mantiene, suave, perpetua y dorada, entre las tinieblas.

Contempla toda su vida y a dónde le ha llevado. Este nuevo escenario, este nuevo ángulo desde el que mirar le resulta demasiado grande y demasiado intenso, y hace palidecer otras cosas que siempre le habían parecido importantes y ahora comprende que no lo son tanto. Nunca se ha preguntado cuál es su lugar, pero ahora empieza a vislumbrarlo y suspira, con un matiz cansado. Jamás habría esperado algo así. Pero no importa.

Caminará, siempre lo ha hecho. Hacia adelante, para abrir senderos y descubrir verdades, para hacer que todo tenga sentido y poder encontrar, quizá, una plenitud más ancha que el océano e infinita como las eras.

No hay camino más largo que buscarse a uno mismo. Pero tampoco hay viaje más apasionante.

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¿Qué soy? ¿Cuál es mi destino?

Él siempre se ha preguntado eso. A cada paso de sus terribles vivencias, esas preguntas han golpeado su mente una y otra vez. Ha superado cuanto se le ha puesto por delante, ha luchado y ha prevalecido ante lo más destructivo y salvaje. Como un lobo solitario, ha combatido noche y día con sus fantasmas, ha sabido, también, dejarse llevar por la corriente cuando nadar era inútil, aprender a vadearla, a moverse en ella como una serpiente, flexible, adaptándose, sobreviviendo, siempre.

Ahora, cerca del mar de Azshara, contemplando las estrellas luminosas en el firmamento negro, sus ojos verdes y fosfóricos se pierden en la inmensidad. Tiene las runas encendidas y levanta los dedos hacia las motas de luz azulada que aún se enredan en el aire. Han pasado siglos desde la explosión del Pozo, pero sus vestigios aún danzan entre las ruinas.

Ahora, sabe quien es. Sabe lo que es, y cuál es su destino. Sabe, también, que no está solo, y esos conocimientos le hacen mirar hacia adelante de otra manera.

Él no desvía la mirada hacia el pasado. Lo conoce demasiado bien, y lo tiene siempre presente. Ha aceptado cuanto ha caído sobre él y ha llegado hasta aquí para encontrar su lugar en los mundos. Ya sabía cual era antes de contemplar la magia del cristal en el Templo de Azshara, antes de escuchar las voces de otro tiempo. ¿Bendición o maldición?

Sólo son confirmaciones. Confirmaciones y una dirección, como una brújula, que le señala hacia dónde debe dar el siguiente paso. Su lugar, lo conoce bien hace meses. Es el sitio que quiere, el que necesita y el que no abandonará nunca. Su lealtad se ha fraguado con sangre y con acero, con dolor, sí, mucho dolor, pero también con esperanza.

¿Qué soy? ¿Cuál es mi destino? ¿Qué estoy llamado a realizar?

Vio una vez una imagen en un espejo. Una imagen grandiosa que le hizo estremecer, de terror y de admiración: Un demonio poderoso, consumiéndolo todo a su alrededor con fuego y dominio, reinando entre las llamas como un emperador de la destrucción. Entonces, ese reflejo tenía sentido. Allí y entonces, lo tenía, pero ahora no está completo.

Observa las luciérnagas azules, escuchando el rumor del mar que canta, entrecerrando los ojos y permitiendo que la brisa le bese los cabellos. No es solo eso. Es mucho más que eso, algo más grande, más completo y más real. Es dueño de sí mismo. Maldición o bendición, puede elegir. No está solo. Nunca volverá a estarlo, y lo que es más importante...

... todo tiene sentido ahora.

Todo el sufrimiento, el camino de piedras afiladas que ha recorrido desde el aciago día en que la Plaga asoló Quel'thalas, los bandazos por los que la fortuna le ha conducido a lo largo de tantos años y los golpes que con tanto peso han caído sobre él. Siempre se aferró al destino. Aprendió a creer en el, y no en la suerte, con la necesidad instintiva de buscar un motivo para cuanto le sucedía. Era la única manera de sobrevivir a ello y seguir hacia adelante, la fe en que al final, de alguna manera, todo cobrase sentido.

Sonríe a medias. Al fin y al cabo, siempre ha tenido fe. Ahora, puede creer en muchas cosas. Cosas que antes le resultaban impensables, ahora puede creer en ellas. Un extraño sosiego le envuelve y le acuna mientras intenta comprender las palabras del océano, que se balancea, lame la orilla con espuma y refleja la luna pálida, los astros lejanos.

Se mira los dedos y los frota, dejando surgir un destello púrpura de sombra entre sus dedos.

- Avathael - murmura en un susurro quedo

La energía condensada se disipa y se queda flotando como un rastro de humo rasgado. Desde el principio, aceptó el regalo del vínculo. Jamás lo maldijo ni lo rechazó, siempre lo aceptó con agrado. Nunca le ha resultado una carga. Ahora, que conoce los misterios que encierra su existencia y esa curiosa ligadura, seguirá caminando.

Caminará, siempre lo ha hecho. Hacia adelante, para descubrir senderos y deshacer mentiras, para buscar significados y arrojarse en brazos de una plenitud más ancha que el océano, infinita como las eras.

No hay camino más largo que buscarse a uno mismo. Pero tampoco hay viaje más apasionante.

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