domingo, 13 de septiembre de 2009

VII - Descenso

Templo Sumergido - Invierno

El frío me muerde las venas.

- ¡Hakkar! ¡Atal'hakkar! ¡Zul'atarion!

Mi conciencia ruge y araña a través de las brumas de la visión enturbiada, apenas capto los retazos de lo que me rodea entre el murmullo de las invocaciones del trol. Los relieves del templo, trepadoras en las paredes, el susurro antinatural de una sombra lejana, los sonidos húmedos de larvas y gusanos.

- ¡Atal'hakkar, zin'rokh!

Parpadeo, el techo da vueltas. El oso ruge dentro de mí, desesperado, mordiendo sus cadenas para liberarse, pero mis manos no responden, sujetas por fuertes ligaduras. Bajo mi espalda desnuda, reconozco una piedra gélida, y cuando expulso el aire en un resuello, un gruñido quedo se impone al gemido de dolor que me sobrecoge desde las sienes.

El trol se mueve a mi alrededor, con la extraña daga entre las manos, mientras prosigue su llamada al oscuro dios al que voy a servir de aperitivo. Más allá de sus ojos transfigurados, una nube oscura de bruma purpúrea se está formando, flotando sobre el altar en el que estoy amarrado.

"Joder", tironeo de las sogas. "Yo sé hacer nudos mejores que estos. ¿Donde está mi armadura?"

- ¡Ai jan Kaz' kah, ai jan Kaz'kah! ¡Hakkar!

La humareda violácea se vuelve más densa, se espesa a pocos metros por encima de mi pecho. Algo tira de mi interior hacia ella y el viento se arremolina. Frunciendo el ceño, suelto una maldición y me revuelvo con desdén. Menuda cagada, Ahti. Ese puto pedo morado tiene hambre, siento su avidez en los tentáculos vaporosos que se van formando. Al menos el imbécil del trol no sabe hacer buenos nudos. He escurrido uno de los tobillos fuera de las ataduras.

- Eh, tú, dientes largos

Eleva las manos hacia arriba, con la daga en el puño cerrado, trémulo por el esfuerzo de su invocación.

- ¡EH!

Cuando vuelve la cara, le miro con fingida lástima y lanzo una patada a su cuerpo azul con la pierna libre. Le golpeo en el costado, con todas las fuerzas de las que soy capaz, alejándole de mí.

- ¡Waaargh! - grita, espumea por la boca y me clava sus ojos de fuego. La bruma púrpura parece rugir en lo alto, mientras utilizo todos mis recursos para soltar lo que sea, una mano, la otra pierna, cualquier extremidad que pueda interponerse entre ese jodido puñal de hueso y mi cuerpo desnudo.

Se precipita hacia mí la hoja sedienta. Vaya forma más mierdosa de morir. Imaginaba que sería en una gran batalla y que me reventarían la cabeza con una maza. Pisar los altos salones de la eternidad antes de haberme dado cuenta, cubierto de sangre y con la espada en la mano, no esta chapuza taumatúrgica.

Estoy resignándome a este final tan cochambroso, cuando se oye un golpe seco y el sacerdote se estremece como si le hubieran empujado, tambaleándose hacia mí un instante. Abre los ojos, parpadeando dos, tres veces. Le miro con curiosidad. Algo ha cambiado en su cara.

Suena otro golpe, y otro más. Ahora veo perfectamente el filo del hacha que acaba de salirle en la frente al trol, en una extraña mutación. Los hilos de sangre comienzan a descender por su rostro incrédulo, cuando medio cráneo se escurre y cae al suelo, llevándose parte de sus sesos enfermos por el camino. Luego se derrumba sin vida, aún aferrándose al borde del altar. Tras él aparece la figura conocida del guerrero de los Lobos Sanguinarios, que trata de arrancar su arma de la cabeza del muerto.

- ¿Que hac'eh aquí, Ahti? No deb'eriah ir tan le'ho a buh'ca setas, colega.

- Hola Norag

Mi amigo el Lanza Negra me mira sin comprender nada. Cuando corta las sogas de un hachazo, casi llevándose mi mano por el camino, de repente me parece el tipo más guapo del mundo.

- Víh'tete, hombre. Vas con to' al aire.

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