martes, 24 de noviembre de 2009

LXIII - Cielos tormentosos

Rémol - Invierno

La escueta habitación donde he pasado tres semanas tiene ese aroma pesado de los sitios cerrados y los cuerpos enfermizos. Por eso no me importa el aire gélido que se cuela por la ventana abierta mientras me observo en el espejo, soltando una maldición entre dientes.

Estoy furioso. Y la barba desaliñada, el semblante demacrado y el pelo revuelto, aun húmedo del baño, no contribuyen a que mi semblante parezca menos amenazador. Estoy débil, tengo hambre y mi cabeza parece un ovillo de lana deshilachada, pero la ira, oh si, la rabia lo limpia todo. Estoy furioso. La inutilidad me enfurece.

Me aparto del espejo y me visto con las placas directamente sobre la piel. Abrocho los correajes con tirones violentos hasta que se me clavan en la carne y el metal me constriñe con su abrazo frío y sólido. ¿Qué hostias le pasa al mundo, que no puede avanzar por sí solo? Me desespera esa certeza. Abro el armario de un tirón y arrojo al suelo el fardo de las armas, que golpea con estruendo. Con un breve vistazo, con la tormenta hirviendo en mis sienes, escojo a Sul'thraze. Su hambre es la mía ahora, su desdén me viene de maravilla. Al cerrar la mano sobre la empuñadura, noto el hormigueo en las venas de la muñeca, chispeante, intenso.

"Estúpidos inútiles, inútiles todos", me digo, echándome el mandoble a la espalda y saliendo a largas zancadas. Cierro de un portazo y bajo los escalones de cuatro en cuatro.

La planta baja de la taberna de Rémol está desierta a excepción de Kalishta, que se acoda en la balaustrada de madera con las tetas fuera, apenas comprimidas por un corpiño escueto que anuncia a gritos lo calientapollas que es. Cuando se vuelve hacia mi, corto el posible saludo que podía estar pensando en dirigirme con una mirada de advertencia, más elocuente que la voz. Como me hable, le cruzo la cara con el guantelete, aquí y ahora. Otra inútil. Zorra e inútil.

Me dirijo a la salida. Camino deprisa, aplastando el suelo a mi paso, con la contención sujetando mis instintos. Hoy puede ser el peor momento para todo el que se cruce en mi camino, y una parte de mi espera que nadie lo haga. La lluvia cae sobre la pequeña aldea, repiqueteando en mi armadura cuando alcanzo la puerta del Concejo y la abro con rudeza, empujando con ambas manos. El ruido sordo de la madera contra la pared de piedra al golpear las hojas contra ella reverbera en el recibidor, y la alfombra recibe la imprimación de una de mis huellas embarradas cuando entro en la sala amplia a la izquierda.

Lemgedith, sentado frente a una montaña de pliegos de pergamino, se gira hacia mi con su rostro impenetrable, indiferente.

- Veo que os encontráis mejor - dice, mirándome de arriba a abajo.
- Déjate de mierdas, muerto. ¿Qué pasa, sois incapaces de hacer nada sin mi?

Parpadea cuando golpeo el suelo de madera con el arma y arrastro una silla, encaramándome a ella de un salto, con el respaldo hacia adelante. Creo que mi voz está bramando. No me importa.

- Mantén la corrección entre estos muros o sal de ellos - replica con fría gravedad. Su ojo destella.
- Me han informado de que la Ciudadela ya no está. Naxxramas ha desaparecido.
- Así es - vuelve a sus papeles. - Hace dos días. Al parecer, se ha trasladado.
- Al parecer, teníamos una incursión pendiente que no ha tenido lugar. ¿Alguien puede explicarme por qué coño se nos ha escapado de las manos?
- Estabas... enfermo, creo. Nadie fue demasiado explícito acerca de tu estado.
- Lo que yo creo es que todos sois un hatajo de cobardes y de inútiles, con todos mis respetos, Arconte.
- Eres libre de pensar como gustes. Por otra parte, ahora que la Ciudadela ha desaparecido, supongo que tú y tu gente ya no tenéis ningún motivo para permanecer en estas tierras.

Levanta la mirada y sonríe con un gesto fugaz, ficticio. Respondo de la misma manera, aunque mi sonrisa no es tal cosa. Muestro los dientes rechinantes y le destrozo con la mirada, inmóvil sobre mi asiento.

- Te conservas muy bien por fuera, pero me temo que tu cerebro está podrido. ¿No eres capaz de deducir una mierda, no?
- Te pido respeto por última vez, o sal de aquí. No tengo por qué escucharte.
- Deberías hacerlo, si en algo valoras estas tierras, a tu Reina o a lo que sea - espeto, levantándome. Me acerco en dos zancadas y dejo caer la mano abierta sobre los montones de pergamino. - Mírame y escucha, Arconte.

Lentamente, su rostro se vuelve hacia el mío. Rezuma desdén y cierta avidez, quizá un punto de satisfacción o algo más concupiscente que todo eso, a lo que no quiero prestar atención ahora. Lemgedith me impresionaba, en su día. Ahora sólo tengo ganas de arrastrarle por el fango y desollar esa apariencia engañosa de falsa autoridad, destrozar su envoltura y mostrarle tal y como es realmente. Un saco de mierda, tan inteligente como tal y con el mismo interés.

- Durante años, Naxxramas ha permanecido estática - anuncio con sequedad, como si tratara de explicarle a un crío que uno mas uno son dos. - La situación en las tierras de la plaga estaba en punto muerto, apenas había movimiento de posiciones. Años, ¡años! así. Y ahora Naxxramas se mueve, se la llevan de aquí. ¿Y te parece tan normal?

- Me lo parece. La han trasladado al Norte, lo cual resulta de lo más natural, dado que la Plaga se está fortaleciendo allí, junto a su Rey.

- Lleva fortaleciéndose allí, junto a su Rey desde hace mucho tiempo. Y jamás, nunca, habían tocado sus posiciones en las tierras del Este. Está disponiendo piezas, y eres un necio si eres incapaz de ver y permanecer alerta. Se disponen piezas para una puta guerra. Va a atacar.

Suspira y se levanta, encarándome con gélida templanza, midiéndonos una vez mas. Mi tormenta se agita dentro de mi, se enreda y golpea en las paredes del pecho.

- ¿Qué estás queriendo decir? Muéstrame tu gran sabiduría, paladín.
- Hemos perdido la oportunidad de hacer caer la Ciudadela. Y ha sido una cagada. Podíamos haberle mordido los talones como perros rabiosos antes de que situara su juego, pero nadie ha hecho nada.Y ha sido culpa vuestra.
- ¿Nuestra?
- Tuya y del resto de retrasados a los que consideré suficientemente buenos para la incursión, solo porque tenían la suficiente coordinación manual como para empuñar un arma. Suerte que esta ineptitud se ha demostrado en la ausencia de combate y no en medio de él. Aun así, creía que eras un líder.

Se inclina hacia adelante y de nuevo brilla su ojo azulado, una densa sombra se arremolina en torno a su cuerpo. La percibo, claramente hostil. Nuestras posturas también lo son. Nos estamos enfrentando, y lo hacemos directamente. Y yo me aguanto las ganas de tirarle del pelo y darle un rodillazo en los dientes. Me recreo pensando en el movimiento, sería fluido y rápido, apenas reaccionaría, sólo cuando fuera demasiado tarde.

- ¿Estás poniendo en duda mi autoridad, Albagrana?
- Tú mismo has renunciado a ella, cuando en mi ausencia no has sido capaz de continuar con esto.
- En ningún momento se me escogió como segundo al mando.
- Cosa que nunca has necesitado para considerarte cacique en ninguna parte. ¿Por qué no lo has hecho en este caso, cuando hubiera sido beneficioso? ¿Por qué nadie lo ha hecho?
- Quizá porque no ... he querido. Quizá porque nadie ha querido.
-  No valéis para nada. Y tú, eres un vago y un patán. No me llegas ni a las suelas de las botas, niñato reanimado.
- Fuera de este edificio, Albagrana - señala la puerta con el dedo, horadándome con su mirada vibrante, ahora sí, de odio. "El hijo de puta mariconazo tiene sentimientos, al fin y al cabo"- Fuera de aquí.
- ¿Con qué autoridad me echas? - replico, desafiante. - ¿Con la que no te atreviste a empuñar para liderar un ataque, o con la que esgrimes para jugar a las casitas en este feudo? La segunda se te da bien, para la primera no sirves, está claro.
- Fuera. Fuera, ahora.
- Me acabas de coronar, guapín.

Cuando le palmeo la mejilla con condescendencia paternal, sé que un paso más convertirá esta batalla dialéctica en un cruce de aceros. No es que no me sienta tentado a hacerlo, pero prefiero darle la puntilla desde la puerta, mientras me marcho con mi tempestad a cuestas, a largas zancadas.

-  Pudiste demostrar que eras un líder de verdad cuando yo falté. Tu pasividad ha enviado claramente el mensaje, ha dejado claro cual es el lugar de cada uno. No olvides nunca que tú me lo has cedido con tus actos.

Cierro de un portazo y salgo al exterior. La lluvia cae con fuerza. Un trueno quiebra el firmamento, y levanto la mirada, rechinando los dientes. En alguna parte, un rey muerto dispone el tablero a su antojo. Yo no soy un rey, pero estoy vivo, y no me gusta jugar al juego de otros. Veremos cómo se desarrolla la partida, pero no me cogerá desprevenido.

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