miércoles, 14 de octubre de 2009

LVII - Pesares

Capilla de la Esperanza de la Luz - Otoño

Agito la cabeza, intentando deshacerme de los jirones de la voz insidiosa mientras desmontamos. Miro hacia atrás, observando los rostros de los demás con cierta culpabilidad; Hibrys está pálida como la muerte y no se aparta del brujo, Oladian no esconde su semblante torturado y Drakoon se muestra entera. Seguramente ella sea la más fuerte de los cinco, pese a su continuo sentimiento de inferioridad que la hace esforzarse más de lo debido, más de lo requerido, para demostrar algo que no es necesario. Sus murmullos cansados y graves me traen sus miedos cuando el viento les agita el cabello, rebuscan las vendas y se encaminan hacia los médicos del Alba Argenta.

El miedo a la vida, el miedo a la muerte, el miedo a la verdad, el miedo a tu verdad. El miedo a no ser suficiente, a la soledad. Un reino de fantasmas ante tus ojos. Están cansados de la realidad.


Aparto la canción de un empujón y camino hacia el interior de la capilla. La arenisca cruje bajo mis pies, y el brujo se queda en la puerta cuando entro al edificio, sus ojos verdes, intensos, reposan sobre mi espalda mientras avanzo por la nave de piedra con las armas casi a rastras y el cabello revuelto. De nuevo Stratholme nos ha golpeado con el peso de su maldición, y ya no son los necrófagos ni los muertos alzados quienes despiertan nuestra inquietud.

Llamo a la puerta de madera y Maxwell Tyrosus me recibe con una leve inclinación de cabeza, a la que respondo con el antiguo saludo grabado en mi instinto ya.

- Lord Maxwell.
- La Luz te guarde, Albagrana - un tono grave en su voz, una mirada intensa. - ¿De nuevo en la brecha?
- Como siempre, Milord.

Mantiene las manos extendidas sobre el escritorio desvencijado, Leonid Bartholomew, con las mejillas descarnadas y la mirada apagada, se encorva junto a él, silencioso y taciturno. Han encendido las velas aunque es por la mañana. Aquí nunca hay luz suficiente, a pesar de que ahora puedo sentir las armonías bajo mis pies, los envolventes tonos palpitantes que brotan desde las profundidades de la cripta. Venganza, cantan. No habrá final hasta el final, parecen corear. Almas enardecidas de caídos en combate que se niegan a abandonarlo, que resisten envueltos por dorado fulgor, dispuestos a prestar su fuerza cuando sea necesario para exterminar el mal que les hizo caer. Los muertos del amanecer de plata.

- Supongo que quieres respuestas a tu petición - me dice el comandante de las fuerzas del Alba. Asiento con la cabeza, serio y sereno. - ¿Tienes ese ejército?
- Casi listo, milord. Quisiera contar con diez o doce brazos más.
- Tendrás nuestro apoyo.
- Necesito más soldados, milord.

Nos miramos un instante y suspira, arqueando la ceja y tamborileando con la mano sobre los papeles extendidos ante sí.

- No puedo prescindir de un solo soldado, Albagrana. A menos que acepten ir contigo voluntariamente.
- Ya sé como funciona esto, milord. Pero no puedo pedir eso a los hombres del Alba, dadas las circunstancias.

Las circunstancias son que, para aquellos que no me conocen, sólo soy un soldado que encabeza una orden militar y ha realizado más asaltos a la ciudad en llamas que cualquiera de ellos en tres años, sin embargo, no soy un Argenta. Y para aquellos que sí me conocen o me han reconocido, soy un Argenta y soy un traidor, el responsable de la muerte de una división. Puede que de dos.

- Y como tú no puedes pedírselo, pretendes que lo haga yo... - chasquea la lengua, meneando la cabeza, y suspira. - estás exprimiendo demasiado esta fruta.
- Señor, mis fines son JUSTOS - reclamo, acercándome un paso. Me hierve la sangre en las venas. - no quiero otra cosa que lo que todos queremos, vos sabéis que he cumplido. He cumplido más que de sobra.
- Has hecho una gran labor que no nos pasa desapercibida - replica secamente, irguiéndose - pero sigues pidiéndome imposibles. No puedo borrar lo que sucedió en el pasado y fingir que eres un soldado más. No puedo hacer eso cuando siempre te rodea la muerte y la pérdida de hombres y mujeres válidos. No puedo darte soldados.

Parpadeo, con una palpitación violenta en el corazón, y doy un paso atrás.

- Le dije que no fuera. - Aprieto los dientes. No me gusta el cariz que está tomando la conversación, mi tono se vuelve hostil. - La última derrota en Naxxramas no es responsabilidad mía.
- No es tu responsabilidad. Pero dime que no tiene nada que ver contigo, Albagrana, y te daré diez soldados.

Me observa. Su rostro es severo pero hay un fondo de melancolía en su mirada cuando se pasa la mano por el cabello y tiende una mano en actitud conciliadora. Sin embargo, no doy un solo paso adelante. Tengo la mandíbula tensa y me arden los ojos. Me siento de nuevo acusado, juzgado, y no me gusta.

- Lamento tu pérdida, soldado - replica suavemente. - Pero no puedes apresurar tus pasos por causa de esa pérdida. Ten paciencia, no te dejes arrastrar por la ira y vigila bien tu camino.
- Quiero mi tabardo, Señor. - parpadeo, algo me ahoga. Ya no sé muy bien lo que digo, pero siento la necesidad de reclamar lo que es mío. - quiero mi tabardo, mi insignia y que se me escuche. Quiero que la verdad resplandezca y paz para los caídos.
- Creía que habías venido a combatir la Plaga, no a remover viejas heridas.
- Viejas o nuevas, no están cerradas. No lo estarán hasta que todo se ponga en orden, Señor. Necesito esos hombres.
- Búscalos entonces... - se lo piensa largamente - y habla con Eligor Dawnbringer. Quizá pueda ayudarte. Le transmitiré tu petición.

Saludo y salgo a largas zancadas, dando vueltas al anillo de plata en mi dedo. La plata del Alba Argenta es pura y eterna... "Joder, Ivaine... estúpida. No debiste morir. Eras todo lo que me quedaba". Los ojos del brujo me aguardan en la puerta de la capilla. "Casi todo".

- ¿Ha ido bien?
- Hay que encontrar esos diez soldados como sea. Avisaré a Rashe.
- ¿Te escuchará?

Hibrys se reúne con nosotros en la puerta, los enormes ojos abiertos y cierta expresión de no enterarse muy bien de nada.

- No lo sé. Regresemos.

Durante el viaje en murciélago hasta Entrañas, repaso los nombres en mi mente, preguntándome a quién mas puedo enredar en mi madeja. Estoy cansado de este juego, sólo quiero terminar... terminar de una vez. Entrar a matar o a morir.

En Rémol, Theron se despide y se va con Hibrys hacia el bosque. Ella le agarra del brazo, con el cabello rubio suelto a la espalda y andares de súcubo. "Mi hermana", me recuerdo a mí mismo con cierta angustia, "hija de mi padre". El brujo, encorvado hacia adelante, aún siente ese dolor en la espalda que me llega con un regusto amargo y suspicaz, porque a mi brujo, que es un elfo vil, le están saliendo alas... alas grises y oscuras de plumón suave.

- Esto no está bien - me digo a mí mismo. Drakoon se me queda mirando y me coge la mano con cierta precaución, mirándome de reojo.
- Ven conmigo.

La mano áspera me guía hacia la taberna, escaleras arriba, tirando de mí con tibia insistencia, y la joven paladina intenta recordarme cómo se olvida, se esfuerza en arrastrarme fuera de mis preocupaciones durante algunos momentos en los que, con una sensación de pesar, aguardo como el náufrago asido a la roca cuando sube la marea.

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