martes, 22 de septiembre de 2009

XXII - Recuerdos

Bahía del Botín, taberna de El Grumete Frito - Otoño

El olor del salitre está prendido en las paredes de madera, ha blanqueado con sus posos las vetas de las vigas, las grietas del suelo. Los marineros se arremolinan en torno a la barra, riendo a carcajadas, embriagando el aire con sus gritos y cantos, que se alzan de cuando en cuando junto al entrechocar de las jarras y la melodía aislada de una flauta.

El desembarco es un momento largamente esperado para quien pasa su vida en el mar. Recuerdo esos momentos con una punzada de añoranza inevitable. Les observo, nostálgico, entre el cabello que insiste - maldito sea - en caer delante de mi rostro, velando mi visión y haciendo que todo parezca una representación, un escenario enmarcado por cortinajes.

Están muy lejos, o soy yo quien lo está. Lejos de todos.

Tomo aire y bebo un sorbo más, no es suficiente nunca. Esos que dicen que beben para olvidar, esos, esos son unos necios. El alcohol es un maestro agitador de recuerdos cuando te entregas a él en soledad, a veces también cuando lo haces en compañía. Pero desde luego, no borra el pasado. Ni el lejano, ni el próximo.

Las voces dispares de idiomas variopintos se entrecruzan en mis oídos cuando me inclino hacia adelante, observando el fondo de la jarra, como si allí estuvieran las respuestas. Si... no hace tanto tiempo, el Espina Blanca atracaba en este mismo puerto. Pisábamos el muelle con energía, sonriendo y empujándonos al notar la tierra firme bajo los pies, y luego corríamos a hundirnos en los brazos de las putas y el bourbon. Eran buenos tiempos... lo eran. Lo fueron.

Por un instante, pienso que tal vez nunca debí dejar la tripulación para volver a casa.

Parpadeo y doy otro sorbo, intentando arrancarme el recuerdo aterrador de lo que me esperaba al regresar, las cenizas de una guerra que ya se había librado y que ya había cobrado su precio.  Solo consigo que discurra con más velocidad, en escenas congeladas de cuerpos calcinados, de restos de huesos, de ojos amarillos que acechan en la oscuridad, de mandíbulas babeantes con forma de tijera que se abren y se cierran, buscando mis pies.

Nunca había tenido ningún problema con las arañas. Nunca hasta el día en que llegué a lo que quedaba de mi hogar, y los nerubian volvieron su rostro hacia mi, hambrientas y furiosas. Y nunca, nunca había corrido tanto como aquel día. No sabía qué demonios era aquello, pero tenían muchas patas y mucha hambre. La palabra "nerubis" no significaba nada para mí entonces, pero la palabra "sobrevive", sí.

- Y sobreviví - murmuro entre dientes, tomando otro trago. Debo dar la imagen del patético borracho que habla solo, pero me da exactamente igual. Estoy bien aquí, con mis recuerdos y mi autocompasión. La uso demasiado poco.

Sí, sobreviví. No necesito esforzarme para evocar el rostro de Seltarian, pues ese momento está grabado a fuego en mi memoria. Un elfo a caballo, de armadura brillante y ojos acerados, cruzándose en mi camino y extendiendo la mano hacia mí al pasar. Casi puedo revivirlo como si estuviera sucediendo ahora, sentir la misma fuerza desesperada con la que me agarré a aquella mano, el violento tirón y el golpe seco al caer de cualquier manera sobre el caballo. Los dedos férreos que se cerraron en el cinturón y la voz profunda, penetrante. "Te tengo".

Seltarian. Era un gran tipo. Eres un gran tipo, estés donde estés. Levanto la pinta y brindo por él en silencio, mientras su voz resuena en mi mente con tanta claridad como entonces, cuando sanaba mis heridas en la ladera. "¿Eres un paladín?", le pregunté yo. "Soy un Soldado de la Luz", me respondió. Un Soldado de la Luz.

Era un gran maestro. Joder, que bueno era. Uno de esos tios que no te dan lecciones, sino que responden a tus preguntas y te ayudan a responderlas por tí mismo. Educó mi cuerpo, educó mi espíritu y educó mi mente. Me enseñó a compartimentar para que los pensamientos y las emociones no interfiriesen en el combate, me enseñó a buscar puntos de luz, a tirar de ellos, a darle forma a la energía sagrada con mi voluntad y a desatarla del modo adecuado. Me enseñó a utilizar la espada y la maza, la lanza y el mandoble... y me enseñó la responsabilidad que conllevaba todo aquello.

"Somos lo que hacemos con nuestras manos"

Esas fueron sus últimas palabras, antes de partir hacia el Baluarte.

- Somos lo que hacemos con nuestras manos...

Me miro las manos, arqueando la ceja. Estoy bastante borracho, pero no lo suficiente. Soy consciente de cada maldita cosa que hago y de todas sus jodidas repercusiones, en mí y en los demás... y eso es una enorme mierda. Pero es lo que hay.

La bolsa, donde he guardado el tabardo de los Caballeros de Sangre parece pesar una tonelada. Cumplí mi misión, me dieron la insignia... que les jodan. Jamás vestiré ese tabardo. La cagué incendiando la Capilla, pero, aunque conseguí reparar en parte ese daño, no lo he reparado en mí. No es suficiente... y haré que lo que haga falta hasta estar satisfecho.

Voy a defender esa jodida ciudad en ruinas con todas mis fuerzas, aunque no sirva de nada. Lo haré, hasta considerar saldada mi deuda. Y quizá un poco más. Porque somos lo que hacemos con nuestras manos, pero también lo que no hacemos. Es hora de poner las cosas en orden.

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