El despertar es pesado, lento, extraño. Me lo trae la luz del amanecer, con una suave sensación de desagrado y hastío, la palpitación dolorosa de la resaca en las sienes y un sabor metálico en el paladar. No abro los ojos todavía. Se está demasiado bien aquí, sea donde sea. Las mantas son un abrazo denso encima de mi, y debajo, un cuerpo suave desprende un tenue calor que fluye de una piel a otra. El olor que me envuelve es familiar, acogedor, casi invita a volver a dormir y tengo el rostro enterrado en una mata de cabellos sedosos que tienen el tacto de los pétalos de alguna flor tierna recién abierta. Si la cabeza no me doliera como si un ejército de no muertos la hubiera pisoteado con sus botas de acero...
Me muevo levemente hacia un lado para no despertar a la chica que duerme, aplastada bajo mi peso, y poder rodearla con un brazo. Su cercanía es agradable, un tanto anestésica, y aún no quiero abrir los ojos. Quizá vuelva a entregarme al sueño perezoso. Hacía demasiado tiempo que no dormía tan bien, creo. No estoy seguro. Ningún sueño inquieto de sangre y Crematorias ha turbado mi descanso, y si lo ha hecho no lo recuerdo, ahora mismo solo soy consciente de lo cómodo que es este nido, de lo dulce que sabe la tregua tras días de angustia, combate, planificación y actividad al límite.
No, no quiero abrir los ojos. Pero al escuchar el leve gruñido del cuerpo desnudo bajo mi cuerpo desnudo cuando me separo un ápice para liberarle de mi asfixia, el efecto de esa voz que reconozco es como hundirse en las aguas heladas de Kel'theril.
Oh dioses. Oh dioses, dioses. Que la Luz se me lleve.
No puede ser. Mis párpados se despegan como un resorte, casi me atraganto al respirar, mientras mi acompañante se mueve para pegarse a mí, encogiéndose en un ovillo y pegando la espalda a mi pecho. Cabellos negros como la brea. Ese aroma residual.
No me atrevo ni a moverme. Tengo el corazón en un puño, un peso gélido en el esternón. Parece que la sangre se me haya detenido en las venas, y hasta el dolor de cabeza se ha esfumado por un instante ante la terrible revelación. ¿Qué cojones he hecho? ¿Qué cojones pasó ayer?
No me atrevo a levantar las mantas para cerciorarme, sé perfectamente quién está conmigo en el lecho esponjoso, sé a quien pertenece la cintura sobre la que mi brazo reposa, estrechándole con cierta posesividad. La boca me sabe a sangre. Huele a sangre ligeramente, ¿verdad?, bajo el perfume embriagador y espeso de la intimidad y la carne. Tranquilo. Haz memoria. Piensa. La resaca es violenta, pero puedo encontrar los recuerdos si los busco, estoy seguro. Esto tiene que tener alguna maldita explicación. Una lengua fría se escurre por mi espalda mientras trato de hallar las respuestas.
Una imagen se va formando en mi memoria, escenas difusas, mal cortadas y distorsionadas. Jarras de alcohol que vienen y van, el suave embotamiento del polvo arcano que chisporrotea en el cuerpo y la risa resonando en los oídos. El brujo, tambaleante y risueño, con los ojos vidriosos y una sonrisa estúpida, carraspea y se arrodilla delante de la silla. Carcajadas, el Mesón la Horca girando alrededor, vacío por completo a excepción de los cuatro miembros de la guardia que allí permanecemos, indolentes por una vez en semanas.
- ¿Te quieres casar conmigo? - eso lo dijo Theron
- Si, quiero - y eso lo dije yo.
Estupideces de borrachos, solo eso. Pasos tambaleantes, errabundos, sosteniéndonos el uno sobre el otro mientras las carcajadas nos hacen detenernos de cuando en cuando, tropezamos en ocasiones y las mandíbulas nos duelen de tanto reír con el absurdo alborozo de la embriaguez. Una sacerdotisa de la Luz y las tumbas del cementerio de Rémol que parecen ondular y reír con nosotros. Una boda descabellada que tiene lugar entre risas ahogadas que somos incapaces de reprimir y la oscuridad insistente de los Claros de Tirisfal. Una habitación cerrada, bajo la luz de los candelabros, cuatro personas sobre la cama, el cansancio y la ligereza de la ebriedad, que hace que todo importe poco. Una de las elfas desaparece. Otra también... creo que es Hibrys, que se marcha, indignada, porque no le prestamos atención.
Pestañeo, tratando de asumir los hechos bajo la caricia violenta y real de la mañana. Y los nuevos recuerdos, más claros, que me golpean con el temblor conocido de la culpabilidad, que contengo a duras penas.
No, no le prestábamos atención a nadie. Yo no prestaba atención a nadie más. Explorar un tacto extraño, nuevo. No importaba nada. Unos ojos verdeantes de mirada intensa que no se apartan de los míos, reclamándome con hambre, un beso suave, lento y tenue que me abría paso entre los labios de acre sabor a bourbon y algo más, quizá alentándome. Una caricia. Y el despertar de la violencia enajenada, con los dedos cerrándose sobre las muñecas, los dientes horadando la piel tierna. Recuerdo la resistencia, casi con angustia, y aprieto la mandíbula con un estremecimiento en mi pecho. ¿Gritó? No, no gritó. Mordía las sábanas y aguantaba los gemidos de dolor, mientras forcejeaba para escapar. Por la Luz, ¿qué le he hecho a mi amigo, a mi mejor amigo, a mi brujo que es parte de mi? ¿Qué nos he hecho?
La confusión es una piedra que rueda con estruendo en mi mente, mientras me pregunto por qué no me detuvo, por qué ha permitido esto, por qué no me atacó de verdad. Podía haberme fulminado con fuego y sombra, y no lo hizo... ¿Por qué?. Creo saber la respuesta. Quizá porque no mintió, y es cierto que él jamás me haría daño. No es como yo. Sigue acercándose ahora a mí, en el sopor inconsciente de su sueño, que le priva de enfrentarse a la realidad que a mí me está abofeteando en este preciso momento.
Mordí su carne. Le golpeé, y le aplasté contra el colchón. Desaté un universo de frustración, de ira sin sentido sobre él, una advertencia que no tenía lugar, una tormenta que no sabía dónde morir. Invadí su cuerpo con el salvajismo de las fieras, subyugado, dominado por un instinto incomprensible que me ha despedazado por dentro. Como un ciego demente, me impuse sobre aquél a quien más deseo proteger, dominándole sin necesidad, doblegándole, castigándole y revelando las jerarquías, utilizándole como se usa un muñeco de entrenamiento para desahogar la tempestad ansiosa que había crecido en mí de un tiempo a esta parte. Le he destrozado. Lo que he hecho no tiene perdón.
¿Qué clase de hijo de puta soy? Dioses... ¿es culpa suya, por provocarme y burlarse constantemente de mis zozobras los últimos días? No, no lo es... no lo sé. ¿Es culpa mía por ser depredador y comportarme como un lobo? Sí, en parte lo es. Pero sobre todo, es culpa de Lemgedith. La culpa es de Lemgedith. La culpa es de Lemgedith.
Yo no quería... joder. Yo no quería. No sé que ha pasado. No sé qué pasó, ni por qué sigo aquí, permitiendo que busque el abrazo de mi presencia cada vez que me remuevo para alejarme de mi delito, gruñendo como un gato perezoso. Los restos de una herida abierta en su hombro, una dentellada que aún rezuma algo de sangre bajo la superficie pegajosa de la temprana cicatrización, han atrapado algunos de mis cabellos al moverme, que se tienden como un puente brillante hacia su carne. Lo veo bajo la luz del amanecer temprano, su piel blanca y translúcida, un cuerno enjoyado que asoma. El contacto de su cuerpo que se une al mío constantemente en cuanto me despego un ápice me hiere con un mordisco culpable. Esto es una jodida pesadilla.
"Soy como el Monstruo. Soy igual que él, y aquí está la prueba, entre tus brazos ondula, trémula y herida". Tengo un nudo gélido en la garganta y la saliva se escurre cortante, incapaz de traspasarlo. Perdí el control. Tantos años, tanta contención, y he perdido el jodido control cuando menos debía hacerlo, con quien menos merecía conocer este salvajismo, esta maldición.
No volverá a pasar, me repito, sin moverme más, mientras confío en que no recuerde nada al despertar. No volverá a pasar. Le acaricio el cabello instintivamente mientras duerme, como si esto pudiera paliar algo del dolor que le he causado, de la humillación a la que le he sometido, sin las agallas necesarias para hacer este sencillo gesto en otro momento en el que la consciencia le permita darse cuenta.
Trago saliva, que se desliza amarga hasta mi estómago y, atenazado por el pánico y la incomprensión, me quedo ahí hasta que pueda escapar, huir y fingir que nada ha sucedido. No hablar de ello quizá lo borre de la realidad. Ignorarlo, tal vez haga que el engaño se convierta en verdad. Si no hay consecuencias después de esto, entonces nunca las habrá, porque no va a volver a suceder.
La culpa es de Lemgedith. Me las pagará.
No volverá a pasar, me repito, sin moverme más, mientras confío en que no recuerde nada al despertar. No volverá a pasar. Le acaricio el cabello instintivamente mientras duerme, como si esto pudiera paliar algo del dolor que le he causado, de la humillación a la que le he sometido, sin las agallas necesarias para hacer este sencillo gesto en otro momento en el que la consciencia le permita darse cuenta.
Trago saliva, que se desliza amarga hasta mi estómago y, atenazado por el pánico y la incomprensión, me quedo ahí hasta que pueda escapar, huir y fingir que nada ha sucedido. No hablar de ello quizá lo borre de la realidad. Ignorarlo, tal vez haga que el engaño se convierta en verdad. Si no hay consecuencias después de esto, entonces nunca las habrá, porque no va a volver a suceder.
La culpa es de Lemgedith. Me las pagará.
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