Sentado sobre la cama, con las piernas cruzadas, repaso los nombres de la lista concienzudamente, contando cada uno. Treinta. Treinta hombres para asaltar la fortaleza de Kel’thuzad. Treinta hombres para acabar con las pesadillas, con las voces en mi cabeza, con el peligro.
La segunda hoja de pergamino aún tiene espacio suficiente, y jugueteo con la pluma entre los dedos un instante, pensativo. Finalmente, escribo su nombre en último lugar, a la espera de saber cuántos brazos más me ofrecerá el arconte. El arconte que también desea la Crematoria. Me vienen a la memoria las palabras desesperadas de Drakoon esta misma tarde, en la marisma de Zangar. "Estás obsesionado... nos dejarás a todos atrás. Seguirás tragando y avanzando, en pos de esa maldita espada corrupta, en la creencia de que tienes lo que hay que tener para blandirla, y nos dejarás atrás. A todos."
Recuerda por qué lo estás haciendo. Recuerda por qué haces esto, Ahti. Y entonces lo hago.
Recuerdo el azote. Los cadáveres diseminados, las ruinas humeantes de mi hogar, la extinción de todos aquellos a quienes amaba. La huida, el pánico exacerbado que sentía mientras escapaba de Quel’thalas y los nerubian me arañaban la espalda con sus afiladas patas. Recuerdo las lágrimas que derramé sin tener tumbas sobre las que arrodillarme y golpear la tierra, lápidas que acariciar sumergido en el desconsuelo, sin ni siquiera tener sus nombres escritos en una piedra.
Recuerdo a todos y cada uno de los hombres de la división, sus cuerpos lacerados, atravesados, destripados, decapitados, desmembrados. Los gritos de dolor de Berth mientras se sujetaba las entrañas, con los ojos fuera de las órbitas y el espanto que reflejaban al mirarme. Las manos huesudas que arrancaban jirones de carne del cuerpo de Arristan mientras su espada hendía el aire sin éxito. Sus aullidos resuenan en mi mente, el último gesto que dibujaron sus semblantes me acompaña cada noche.
Recuerdo la desesperación en Stratholme cuando Theron desapareció. Las veladas cicatrices de su cuerpo, la cicatriz más profunda e incurable que lleva en su interior y la huella que sé que lleva en su sangre infectada. Su miedo, que no es un recuerdo sino una presencia constante. Su destino, que me oprime la garganta y me apremia, me apremia, me espolea, me insta con urgencia.
Me recuerdo a mí mismo, sin ser yo, junto a una tropa de criaturas del Azote en el Cruce de Corin. Recuerdo el pánico, el terror, el sudor frío en Naxxramas, los aullidos, los gritos y la confusión. A Lauryn presa de la desesperación. A Nodens, confundido, llevándose las manos a la cabeza. Los rostros de todos aquellos que he conocido, conmocionados y sufrientes, siempre por la misma causa. Recuerdo a Ivaine. A Ivaine. A Ivaine.
Suspiro profundamente, dejo el pergamino sobre la mesa y me incorporo despacio. Busco las botas y la capa, es hora de salir a cazar. Necesitamos más sacerdotes, no sobreviviremos con tan escaso poder de curación, y además, las criaturas de la Plaga son muy sensibles a los tipos con toga y lucecitas en las manos.
Me miro en el espejo, peinándome con los dedos, observo mis rasgos y el fondo de mis propios ojos con absoluta complacencia. Heme aquí. Yo, que no era nada, que salí de lo más bajo, aletargado durante años, agazapado entre la maleza, observando, escuchando, instruyéndome y bebiendo de todas las fuentes a las que pude acercarme. Yo, que no era más que uno entre tantos con una ambición, ahora brillo, con la certeza de que, más allá de lo moral y lo inmoral, cada uno de mis actos está destinado a poner las cosas en su lugar.
Con la convicción profunda de un fanático de sí mismo, bailo con las palabras y los gestos alrededor de todos aquellos que deben impulsarme en esta ascensión inevitable, tejiendo en sus mentes el tapiz que quiero que vean, pintando para ellos una escena tan clara que no son capaces de refutarla, uniendo las pinceladas de verdades e interpretaciones propias en un lienzo en el que todo encaja con tal perfección que solo pueden admirarlo y abrazarlo con devoción. Explicando mi verdad, que no es más que la verdad del espejo límpido. Atando en sus muñecas cadenas de seda y terciopelo que les unen a mi. Es deplorable tener que usar el engaño para mostrar la verdad, pero por ahora es todo cuanto tengo.
Apoyo las manos en el aparador y ensayo las expresiones. Sonrisa amable que provoca simpatía y confianza inmediatas. Sonrisa sesgada y mirada esquiva, algo melancólica, para despertar el interés ante un misterio. Ceño fruncido y semblante decidido.
Después de un rato, suspiro profundamente y trato de ver mi auténtico rostro, pero me cuesta saber cuál es el real. Mientras reflexiono sobre ello, se abre la puerta y entra Theron, con un montón de libros bajo el brazo, los deja sobre la mesa y se queda mirándome.
- ¿Qué haces? – pregunta. Veo su reflejo junto al mío, tan diferente… pero tan parecido. Me encojo de hombros.
- Adorarnos.
Primero se me queda mirando con cierta sorpresa, luego se ríe entre dientes. Se da la vuelta y hojea los volúmenes distraídamente. Una oleada de ternura se instala sobre mi pecho como una mancha de aceite que flota sobre todo lo demás, intensa y embriagadora, y le observo a través del espejo. Soy consciente de que esa parte de mí que está al otro lado de la habitación me conmueve profundamente, sé que ese trozo de carne con cuernos me importa más que todo y lo vulnerable o fuerte que puede hacerme eso. Es absurdo intentar racionalizarlo, luchar por controlarlo y clasificarlo. Es demasiado inmenso para etiquetarlo con una palabra o comprimirlo dentro de un concepto, podría disertar sobre ello durante siglos sin alcanzar una descripción adecuada o una razón convincente. Egoísmo, amor propio, autodefensa, narcisismo.
Pero sé que seguramente sea la parte más pura de mi, una de las pocas cosas auténticas que me quedan, esa mancha de aceite densa y envolvente que sólo despierta él, que me hace cruzar los límites de mí mismo para mantenerle a salvo, protegido, vivo, seguro, satisfecho. Lo mismo que me hace destrozarlos para golpearle, herirle y atarle en mis cadenas, recordarle quién es él y quien soy yo, cual es mi lugar y dónde están los límites. ¿Es eso egoísmo o generosidad? ¿Es amor o instinto de supervivencia? Yo que sé que coño es, pero no lo puedo evitar.
No lo puedo evitar. El espejo me muestra una marca de dientes en su cuello, la leve magulladura en sus labios. Son las huellas de algo que no comprendo y me domina cada vez que me desafía, porque es mío, mío, mío y de nadie más. No soy un gato perezoso, si tengo que morder al que toca mis tesoros, lo destrozo y lo consumo. Si tengo que recordarle a quién pertenece, lo hago. No hay razón en esto, solo el antiguo e inexplicable oleaje de las mareas, el orbitar de los planetas. Ni siquiera la culpa puede detenerme ahora, cuando es él quien suelta las cadenas con imprudencia.
Suspiro, relajado y tranquilo, y me reúno con mi brujo junto a la mesa. Levanta los ojos verdes hacia mí con curiosidad.
- ¿Qué lees?
- Consejos para provocar a brutos que gustan de abusar de los demás.
Se me escapa la risa entre los dientes. Será cabronazo.
- Si, tu de eso sabes mucho, ¿verdad?
- Más de lo que te gustaría.
- Menos de lo que crees. Además, yo no soy quien va quejándose después porque se han aprovechado de mi cándida inocencia.
- No, tú eres el que se destroza moralmente por haber caído tan bajo. ¿Y quien ha dicho nada de candidez?
Nunca llevo agua, pero alcohol no me falta. Saco la petaca y desenrosco el tapón, haciéndolo girar con un golpe diagonal de la palma de la mano, acto seguido me bebo una tercera parte de una sentada. El brujo me mira perversamente, observando el movimiento de mi garganta al tragar. Sus pensamientos ya se han disparado. Es una criatura sensible, sensible a todo. A los estímulos que existen y a los que no, vive en un mundo de constante tentación y voluptuosidad, y aún no entiendo como cualquier cosa, por estúpida que sea, puede llevarle por el camino de siempre.
- A veces se te olvida que sé lo que estás pensando.
- ¿En serio crees que se me olvida? – responde, chasqueando la lengua.
- Ya somos treinta. - Intento sacarle del bucle, antes de que esto acabe de nuevo como suele terminar últimamente. - Dentro de poco terminará el reclutamiento.
- Es una pena, empezaba a gustarme.
- Hubiera jurado que te encantaba desde el principio, sobre todo por el detalle de molestar a Lemgedith. Ahora que le tenemos controlado debes aburrirte mucho.
- Espero que no le apetezca darle la vuelta a la situación con respecto a nosotros. Literalmente.
- Lo dudo, tiene claro su lugar. – respondo, recogiendo un candelabro para inclinar la vela y encender la pipa. Aspiro con intensidad, soltando volutas de humo grisáceo. – Además, con lo bien que se lo pasa así.
- Si, demasiado bien – Se le escapa una risa suave. Nos miramos. Arqueo la ceja, percibo un regusto conocido al otro lado del vínculo.
- ¿Te fastidia acaso?
- En absoluto. ¿Por qué iba a fastidiarme?
No es verdad, sí que le molesta un poco. Las atenciones de Lemgedith, sus constantes regalos y la fría seducción del caballero le irrita en cierta manera, especialmente cuando entro en su juego. Ni que lo hiciera por gusto... porque no lo hago por gusto.
- Por nada, desde luego - replico, encogiéndome de hombros y volviendo la mirada.
- Desde luego.
- Es una cuestión de necesidad.
Y de que me encanta alimentar mi vanidad, es cierto. Y de que el Arconte es una pieza interesante a la que aplastar y mostrar las excelencias de la pirámide alimenticia. Aun así, no sé por qué estoy dándole explicaciones, justificándome.
- Exacto. Así lo veo yo - asiente con la cabeza, con cierto gesto desdeñoso y de dignidad señorial. Está molesto... hasta parece que está celoso. Pero eso es imposible. - De todos modos, ándate con cuidado no sea que el Arconte se te suba por encima. En todos los sentidos.
- A mi nadie se me sube a ningún sitio.
- Hasta ahora. Algún día tendrás que pagar por tus pecados, y no olvides quién es aquí el Supremo Ejecutor.
- Un Supremo Ejecutor actúa a las órdenes del Maestro – replico tajantemente - No es bueno para la salud desafiarlas.
- Bueno, yo soy un tanto indisciplinado y además mi salud ya anda bastante jodida. No creo que se note un poquito más.
Se recuesta en la silla lánguidamente, sin borrar esa sonrisa burlona. Otra vez está cruzando las líneas, mordisqueándole las orejas al oso, espoleando mi orgullo viril. Este tío no sabe cuándo parar, eso está claro. No es que no sea capaz de ver las advertencias, es que las ve y pasa de ellas. Este juego es extraño y peligroso, pero él verá lo que hace, no soy yo el perjudicado.
- Te disciplinarás a palos.
- Eso lo hace más interesante.
- ¿No sabes donde están los límites? Eres como un crío metiendo la cabeza en una guillotina, con la curiosidad morbosa de lo que pasará si alguien tira de la cuerda.
- No eres tan afilado como una guillotina.- responde con desdén - Te crees más peligroso de lo que eres.
- Tienes suerte de que mi autocontrol sea más poderoso que tus provocaciones. Si fuera de otro modo no hablarías tan a la ligera.
Ladea la cabeza, entornando los ojos un tanto. Un cosquilleo solazado y excitante me llega desde el otro lado y... bien. Es cierto. No es solo suyo.
- Si tuvieras el menor autocontrol ni siquiera estaríamos teniendo esta conversación.
- La tenemos porque no te callas.
- No me callo porque siempre quieres tener la última palabra.
Me estoy poniendo nervioso. Si al menos no estuviéramos solos... pero la habitación está vacía, aunque la puerta esté abierta. Al otro lado no hay un alma, ¿es que nadie va a venir hoy a dar por culo, joder?
- ¿Por qué coño no hay nadie? ¿Dónde están los demás?
Se ríe con ganas y le lanzo una mirada asesina. Sonríe, gira la cabeza, se remueve en su lugar, suelta una risa ahogada. Me froto la nariz, aprieto los dientes, me echo el pelo hacia atrás. El aire se está espesando y empiezo a notar el chisporroteo hirviente en las venas, tenso. Podría salir de aquí y marcharme... pero no lo hago. Ya veo el camino que se va trazando ante nosotros, y bastaría con largarme de esta habitación para no pisarlo. Pero no lo hago. No sé cual es el motivo. Simplemente, no lo puedo evitar.
- Te torturas demasiado – dice con suavidad y un toque de burla. - Empiezo a creer que te gusta.
- Igual es eso – respondo, inexpresivo. Mi voz es más grave.
- Deberías practicar lo que predicas.
- Y tú deberías de dejar de jugar con cosas que pueden explotarte entre las manos.
Grave, seca y tajante. El ceño fruncido, la espalda en tensión.
- Eres tú quien tiene miedo de ti mismo - se encoge de hombros - Yo ninguno.
- Ese es el problema, que no lo tienes.
- ¿Preferirías que estuviera asustado como un conejito tembloroso? – En su rostro se mezcla la inocencia con la malicia. El hambre me muerde. Me está desafiando otra vez, y otra vez vamos a caer - ¿Eso te agradaría más?
- Al final acabas comportándote como tal.
- Al final, si.- Me lanza una mirada insolente - Y bien que te gusta.
- A la mierda
Tiro de él, aún mordiendo con fuerza la pipa muy digna entre las mandíbulas, que en cualquier momento se va a partir en dos. Se retuerce, debatiéndose por escapar, increpándome entre dientes mientras le arrastro y cierro la puerta de una patada; trata de sacarse el tabardo para huir. Me insulta, gritando, mientras forcejeamos. Sus músculos no son nada comparados con la tensión de los míos, su cuerpo es una presa fácil cuando el combate es meramente físico, y no hay nada más que eso.
- ¡Cabrón, violador, hijo de puta! - exclama, observándome con los ojos hirvientes. No sé si es ira. No sé que coño es, pero me importa una mierda. Él ha provocado esto, ahora que lo detenga si tiene cojones. Comienza a invocar la maldición de debilidad, y cuando está a punto de completarla, destella el fulgor dorado a mi alrededor. Ya conozco sus trucos. El escudo me protege y la maldición se disipa sin haberme rozado, despertándole un gruñido furioso.
- ¡Betún! – exclama desesperadamente cuando le inmovilizo sobre el colchón, estrujándole las muñecas y zarandeándole como un saco de patatas. - ¡Vilanda!
Caigo sobre él, aplastándole y buscando la carne blanda del cuello mientras forcejea y se debate. Solo puedo pensar en ponerle en su lugar, recordarle la jerarquía. Luego todo estará bien.
- ¿Lo ves? – su murmullo es un reproche que me llega tenue – No tienes autocontrol.
- Puede que por esta vez decida no tenerlo – escupo, antes de hincarle el diente – A ver si así captas la diferencia.
Un aullido ahogado y el sabor denso de la sangre almizclada, de extraños matices que fluye sobre mi lengua, la carne abierta muestra su regalo envenenado. Pero yo he nacido para ganar. No trago más tentación que la que sé que puedo controlar y me garantiza prevalecer. Así, me llevo la miel y aparto el veneno, sin perder jamás el control completamente, y donde otros se rinden yo impongo mis normas y nos salvo a los dos. Ladeo la cabeza para escupir la sangre y siento claramente su alivio cuando lo hago, el enardecimiento contradictorio al saber que no caigo en sus cadenas cuando le ato con las mías, mi triunfo sobre sus armas le frustra al tiempo que le empuja hacia el centro de la tormenta.
Aún tengo tiempo de sentirme culpable un momento, sólo unos instantes, antes de que mi mente decida que ya ha trabajado bastante por hoy y se abandone al inevitable y esperado cataclismo.
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