domingo, 12 de junio de 2011

CIX.- En las ruinas (III)

No sé en qué momento ha empezado a llover. El agua me está mojando la espalda, y ella se agita entre mis brazos, estremeciéndose, temblando de necesidad. Está tendida sobre la piel de pelaje blanco. Está tendida en la capa que estaba curtiendo, agarrándome del pelo, con los dedos enroscados en las hebras doradas de mi cabello. Su sabor me llena la lengua, se escurre por mi garganta y me prende por dentro. Estoy alimentándome de su cuerpo, lamiendo las gotas de lluvia sobre sus pechos púberes, mordiendo los diamantes rosados de su cumbre, dándome un banquete con esa carne tierna y recién hecha que nadie ha probado antes. Me gusta. Me provoca un júbilo espantoso, el de la dominación y la posesividad. Porque soy egoísta, dominante y tirano, porque la quería y ahora la tengo, y ahora que es mía puedo hacer lo que quiera. Y hacer que ella quiera que yo lo haga. La escucho gemir, y eso es aún mejor. Y cuando alzo el rostro, quizá hay algo en él que no es del todo como debería ser, porque su semblante palidece y veo algo cercano a la inquietud en su mirada.

- ¿Me tienes miedo? – le pregunto, en un susurro ahogado.

No importa su respuesta, ya no podría detenerme ni aunque quisiera. No. Espera, sí. Si quisiera, sí, podría detenerme. Pero no voy a querer.

- Tengo miedo de que te alejes - me responde la chica – No lo permitiré.

Eso no me lo esperaba. Pero tampoco me molesta que tire de mí hacia ella, crispando los dedos en mi pelo. Se arquea bajo mis labios, entre mis manos. Se me ofrece, húmeda de lluvia, y yo la tomo a mi manera, a mi ritmo, buscando sus llaves para hacerla despertar como a las flores primaverales. Dije que iba a hacerlo bien, ¿no?.

Me trago la lluvia de la hendidura de su ombligo, de la suave depresión de su vientre, engullo el riachuelo hasta el interior de sus muslos y ella abre sus piernas para mí.

Tengo la garganta seca, apretada con el nudo de la necesidad. Aun así, cuando rozo sus muslos con las mejillas y la beso con suavidad, sigo conteniendo el hambre intensa de devorarla salvajemente, la aprisiono en mi interior con todas las cadenas que tengo para respirar su olor profundamente. Allí abajo es más intenso, allí abajo está todo muy caliente. El hambre me da un latigazo desesperado. No puedo evitar sonreír. Cuando empiezo a probarla, ella casi salta. La garganta de la chica empieza a entonar su sinfonía de sollozos suplicantes, de jadeos entregados, y yo me abandono a la delicia de su intimidad mojada y deliciosa.

Mi necesidad está gritándome al oído, está devorando mi cordura. Cuelo la lengua entre sus pliegues, me precipito hacia el centro de la flor rosada para buscar su sabor más profundo y ella grita, tirándome del pelo, apretándose contra mí. El aroma secreto, el sabor metálico y acaramelado, embotan por completo lo que queda de mis sentidos, hechos jirones por las garras del deseo. Conteniendo el gruñido, abro los labios y me rindo a esta delicia, libando su esencia con voracidad, empapándome de ella. Seidre grita, agitándose con las violentas convulsiones de su orgasmo.

Cuando me aparta de un tirón, estoy cegado y apenas la escucho decir algo. Ella, exigente, con el cabello revuelto, los ojos brillantes y los labios hinchados, me empuja para quitarme de encima y noto sus dedos abriéndome el pantalón. Ni siquiera sé de donde saco los arrestos para aguantar las enloquecedoras caricias de su boca sobre mi sexo, pero lo hago. Al fin, antes de que la cordura me abandone por completo, la aparto de mí y vuelvo a tumbarla, esta vez con cierta rudeza. Ella me agarra entre las piernas y trata de guiarme hacia su interior.

- Por todos los dioses, estate quieta - le ordeno, apretando los dientes.

Ella obedece.

No hay nada más que instinto. Y el ansia. El ansia me está matando. Se calma un poco cuando me llevo su virginidad con una embestida firme. Aguantando los jadeos desbocados, apoyo la frente en su hombro y aguardo unos momentos, dejando que ella se acostumbre, que su cuerpo se distienda lo suficiente para continuar sin destrozarla. Está muy estrecho ahí adentro, ella es menuda y yo soy bastante grande, así que no voy a perder los estribos. No los voy a perder, ¿me oyes, Ahti? Grábatelo bien en la cabeza. Vale.

El sollozo de la muchacha se calma, y alzo el rostro un poco, con el sudor escurriéndose por mi espalda y perlándome la frente. Hundo los codos en la manta de pelaje blanco y me retiro despacio, con la mirada fija en su hombro. Esa cicatriz atrae mi atención. No sé por qué. Vuelvo a empujar, reprimiendo un gemido. Ella no reprime nada. Se aferra a mi espalda y me mira fijamente, con esos ojos enormes que parecen exigir los míos.

Entonces me doy cuenta de que tiene las orejas redondeadas. Seidre es mestiza. Mestiza y rubia.

Vuelvo a retirarme, voy despacio, casi con cuidado. Todo el que puedo tener. Seidre hunde los dedos en mi espalda, se muerde los labios. Observo su rostro.

Y entonces veo la verdad. Ella es... no puede ser. Dioses. Dioses. No puede ser. Me estoy engañando, ¿no es así? No puede ser, es imposible, es tan imposible que no es posible. Escucho romperse mi interior, el desgarro profundo de mi alma y el rugido que me inunda los oídos, destrozándome la razón. Quiero apartarme, dejar de hacer esto. Es horrible. Es horrible. Alejarme y peinarle el cabello, acunarla entre mis brazos... y estoy haciendo todo lo contrario, embestir salvajemente entre sus piernas. Dioses.

Estoy llorando. Llorando y riéndome como un demente. Los recuerdos caen sobre mí como saetas envenenadas, destrozándome. Su risa, su voz infantil, sus manitas agarrándome los dedos. Su expresión concentrada cuando intentaba pronunciar correctamente las palabras. Su vitalidad, sus preciosos ojitos castaños y cálidos, su nariz de botón, sus mejillas suaves, la cicatriz en el hombro, aquella marca en forma de triángulo. No puedo detenerme, y me estoy matando con cada impulso delicioso con el que me hundo entre sus muslos. Pero Seidre me abraza, como si estuviera consolándome. Ella tampoco se ha detenido.

- Estoy bien - me dice al oído - No pares, por favor. No te alejes. Estoy bien, papá. Estoy bien.

Y el mundo se rompe. Dejo caer la cabeza sobre su cuello, intentando contener un clímax que no podré evitar, que estalla y derrama mi semilla en su interior. Amargo como la peor de las ponzoñas, la odio por un momento, maldita niña, demonio de niña, tú lo sabías... lo sabías... quienes éramos.

Pero no soy capaz de reprocharle nada. Me abandono cuando se rasga la tela maltratada de mi cordura, me dejo llevar por la demencia y me da igual. Allí se está bien. Allí solo está el oso.

Y no existe la culpa.

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