- ¿Qué demonios haces aquí?
La pregunta más estúpida que podía hacer, pero qué mas da. Creo que me alegro de verle. Seltarian ladea la cabeza y parece reflexionar, como si le hubiera cuestionado sobre el sentido de la vida.
- Caí combatiendo con el Alba Argenta, y fui alzado. Desperté con la Luz del Alba y sirvo a la venganza del Bastión de Ébano.
- Fui a buscarte cuando...
¿Cuanto tiempo ha pasado? ¿Siete años, ocho? ¿Seis? Me cuesta contar ahora. Sólo recuerdo el momento en que mi maestro se marchó y me quedé solo, sin saber qué hacer ni dónde ir.
- Lo sé. División octava.
- Si... entré en la octava del Alba - afirmo, ajustando la última correa y contemplándole con extrañeza.
- Lamento lo que sucedió.
Asiento de nuevo. Joder. Menudo lugar para reencontrarnos. Menuda situación, quién lo iba a decir.
- Fui al Alba Argenta buscándote a ti, encontré otras muchas cosas... está bien. Las cosas que ya han pasado no se pueden cambiar.
- ¿Eres paladín?
- Soy un aliado de la Luz.
Seltarian sonríe sesgadamente. No se parece a otros caballeros resucitados que he visto antes. Su comportamiento, su actitud, es exacta a como era en vida. Su cuerpo tiene las marcas de la no muerte, y no percibo Luz en él, sin embargo no da la impresión de haber cambiado demasiado. Siempre fue un maestro de la mente, un sabio, dijeran lo que dijesen los demás. Algo me dice que ha sabido administrar y compartimentar incluso una circunstancia tan extrema como ésta: servir al Exánime y convertirse en lo que ahora es. Por eso debe notarse la admiración en mi mirada, así que no me sorprende que arquee las cejas con gesto burlón.
- Tendrás que llevar mi legado tú solo. Como ves, me resulta complicado mantenerlo, al menos de manera activa. Cuando trato de invocar una bendición, levanto un necrófago.
- ¿Estás... haciendo un chiste?
- Una tentativa.
- No creo que sea el momento ni el lugar más adecuado para bromear sobre la no muerte.
Estoy perplejo. Hay que joderse con el honorable maestro. Seltarian me mira, muy serio ahora.
- Te equivocas. Es el mejor momento, y el lugar donde más necesario resulta. Aquí hay que explotar todos los recursos que mantendrán alta la moral, hay que desplegar toda habilidad para nadar contra corriente con entereza. De lo contrario, todos estamos perdidos. Este río tiene un caudal poderoso, un torrente que ha sido capaz de arrastrar hasta los espíritus más firmes. Lo sabes, por eso te cortabas. Usaste un recurso, tú mismo lo dijiste.
Me señala el pecho levemente. Su voz es suave, firme, como el arrullo de un monje, y como siempre fue habitual en él, suele tener razón.
- Pero el chiste era muy malo - admite al fin.
Voy a decir algo, preguntarle sobre lo que ha sido de él hasta ahora, cuando nos sorprende la agitación en el improvisado campamento. Me giro repentinamente y me incorporo sobre la piedra, intercambiando una mirada con mi antiguo mentor, y avanzamos hacia el grupo.
- ¿Qué sucede?
Los cruzados están en pie. Hablan entre ellos en voz demasiado alta, sus semblantes muestran expresiones de tristeza y de pavor, uno de ellos se tapa el rostro con las manos. Farnell invoca la calma, intentando no levantar la voz.
- Dioses... tenéis que verlo... - dice uno de los jóvenes humanos que se encargaba de la vigilancia. Respira con dificultad y se limpia las lágrimas con el puño. - Es terrible. Están... lo que están haciendo...
- Formad - la voz de Lord Farnell resuena con firmeza, a pesar del tono bajo que emplea - Vamos a ver qué es lo que ocurre. En silencio y con sigilo. Quiero a todo el mundo sereno, ¿queda claro?
El grupo asiente, escucho sus alientos que intentan regularse. El jefe intercambia una mirada con Seltarian y conmigo, que imitamos su gesto grave y decidido al instante.
- Tranquilizaos. Recordad que Tirion confía en nosotros - añado, apoyando las palabras de Lord Farnell.
Entre los tres, repartimos algunas frases en el tono adecuado, buscando pulsar los resortes que hagan recuperarse la moral de los soldados, pero ya están manidas y usadas y cada vez tienen menos efecto sobre ellos. Aun así, conseguimos que se mantengan más o menos estables, y cuando partimos tras el vigilante, rodeando un montículo y bordeando el linde de una muralla, los pasos del grupo son coordinados y reina el silencio.
En esta zona, hay una evidencia aún más densa de sombra. Intento mantenerme ajeno a las presencias de poderoso contraste, que zumban en mis sentidos como un radar saturado, igual que lleva sucediendo desde que entré aquí. Y de alguna manera, cuando franqueamos la rotura en el afilado muro, ese detector parece volverse loco y casi me mareo. Los soldados se detienen, y hasta Farnell deja escapar un jadeo de pura incredulidad.
La vasta llanura negra está guardada, al oeste, por grupos de vargul errabundos que patrullan, tambaleándose lentamente y de manera grotesca, con las cabezas ladeadas, las largas barbas colgando como hiedras muertas y la motricidad torpe característica de las criaturas manipuladas tras la muerte. Nada que ver con lo que debieron ser antaño, los gigantescos vrykul vigorosos y de voluntades poderosas se ven como aberrantes sombras de sí mismos tras la irónica bendición de la plaga. Patrullan, guiando a los necrófagos hambrientos, guardando la porción de tierra en la que los Estandartes y los nigromantes hacen su abominable labor. Y las pálidas sombras de los fantasmas errantes se dibujan, vagando en la soledad de las almas perdidas que no tienen descanso, mirando a su alrededor y caminando en pasos lentos, dejando una estela lechosa.
Todas las razas. Orcos, humanos, elfos de la noche, elfos nobles, enanos, tauren. Sus espíritus no parecen ver, no parecen darse cuenta de nada, atrapados en la soledad, la pesadilla y la nula esperanza, entre runas rojizas que se encienden de cuando en cuando a pocos centímetros del suelo y que parecen cercarles de alguna manera.
Y entonces lo veo. Veo a uno de los nigromantes esqueléticos, que se acerca al fantasma de una elfa, que solloza, arrodillada. Extiende sus huesudas manos y arroja el hechizo sobre ella. La elfa se contorsiona, se escucha el sonido de un aliento ficticio que pugna por romperse, y su resplandor se oscurece cuando las cadenas mágicas se cierran a su alrededor. Gruñendo, empuñando la espada fantasmagórica que aún lleva entre las manos, ella se levanta, con el semblante desprovisto de toda emoción. Ha dejado de llorar cuando corre hacia los Estandartes, los viejos barbudos que controlan y dirigen a las almas dominadas, haciéndolas formar, marchar, patrullar y presentar armas bajo la bandera oscura de las fuerzas del Exánime.
Vuestro camino acaba aquí. Nadie escapa al poder de la Plaga, ni en la vida ni en la muerte. Todos vosotros lo sabéis, lo habéis sentido desde que entrásteis a este lugar.
Nos miramos entre nosotros. La mano de Seltarian se posa sobre mi hombro.
- Han visto lo que nunca debieron ver - me susurra, con un tono levemente alarmado - Es el Valle de la Esperanza Perdida. Esto es lo peor que podía pasar.
Os han enviado a vuestro fin, pero no temáis. Os hubiera alcanzado igualmente en el Pináculo.
- Vámonos de aquí - murmura un soldado.
Su mano tiembla, crispada. Le miro de reojo, volviendo la vista una última vez hacia los espíritus, y entonces dejo de prestar atención a los muertos. Son los vivos los que me preocupan ahora.
Quien entra en Corona de Hielo lo hace para servir al Rey, quiera o no. Es el destino que a todos aguarda, a los héroes y a los escuderos, a los soldados y a los sacerdotes, a los mendigos y a los soberanos. Sabéis que es cierto, porque no necesitáis mas que mirar la magnificencia de nuestro poder, mirarlo ahora, después de haber estado saboreándolo día a día, para convenceros de la única verdad.
- Quiero irme a casa.
- Estamos perdidos...
- Silencio - la voz de Farnell, de nuevo. - Altas las cabezas. No podemos hacer nada por estas pobres almas por ahora, pero informaremos cuando regresem...
- ¡No vamos a volver! ¡Ninguno de nosotros volverá!
No hay esperanza
Aprieto los dientes. Alguien ha gritado. Uno de los Vargul vuelve la cabeza hacia nuestra posición y comienza a avanzar, seguido por los necrófagos gorgoteantes.
- ¡Silencio!¡Formad!
Un cruzado sale corriendo. Es la primera señal de pánico. Las voces se elevan, somos quince, Farnell intenta detener al desertor, y se encuentra con dos hombres más gritándole. Maldita sea. Ahora sí que estamos perdidos. El miedo ha quebrado los pilares, y si algo sé es que el pánico se propaga más veloz que la plaga.
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