Árboles blancos en las lindes, de ramas apretadas sin hojas. La nieve les ha engalanado, poniendo un anillo de escarcha en cada uno de sus dedos, envistiéndoles como hadas de diamante pálido. ¿Donde estoy? No importa. Elazel camina y titilan los astros, silba el viento, canta el Universo. El arpa resuena, conozco la letra de la canción... pero hay más... todo está cantando. ¿Soy yo o es el mundo? Hay más, detrás de las cuerdas vibrantes, sutiles, un arrullo leve que susurra muy bajito, armonía inaudible.
Deslizo la mirada sobre la curva de las cumbres, buscando al zorro que arranca con su cola destellos en el cielo, buscando la mirada esquiva, buscando todo y nada. Campanillas en las ramas de los árboles. Cascabeles en las estrellas. Flautines en el viento, y una percusión sorda, muy velada, como el latir de un corazón. Atravesamos el camino, embozado, escucho y veo y siento despertar una vibración soterrada muy profunda. El paisaje blanco y azulado parece tallado en cristal, las montañas lejanas dibujan sus líneas y la aurora boreal es una pincelada verde y rosada en el cielo enjoyado. Huele a vida salvaje, más allá, a muerte sostenida, a ciclos detenidos por la mano de la Plaga... pero ahora no persigo el combate y el choque frontal, no busco la guerra ahora. Son los aromas esenciales, las notas potentes y originales de la Vida las que me cantan en el viento, en el silencio y en la Luz, son las que guían a Elazel cuando la tormenta me otorga una noche de paz y calmos oleajes.
Y le veo, detrás de un tronco nudoso y pálido. Le veo, blanco, mirándome con ojos ámbar, observándome. Un leve sobresalto me hace soltar el aire entre los dientes cuando la montura se detiene, sin golpear el suelo con las pezuñas, serena. La cabeza enorme del oso, con las fauces cerradas, me contempla.
- ¿Eres tú? - pregunto a media voz, frunciendo el ceño.
Resuenan notas graves, ahora escucho acordes, que completan la melodía progresivamente. Acordes limpios, mantenidos, penetrantes, aún lejanos, pero puedo percibir la resonancia de la perfecta armonía tonal.
El oso tiene todas sus patas. Se acerca despacio, el pelaje ondula cuando se mueve, los tendones y los músculos se contraen y distienden, y sale a la luz de la noche destellante. Su respiración es profunda, su mirada, severa. Se me encoge el corazón, porque no es el mismo, pero al tiempo lo es. Es un oso, es el oso, todos pueden ser él, y ahora lo es éste. Y echa a andar por el camino, su figura poderosa deja huellas claras sobre el manto invernal. Elazel le sigue, al paso.
Los bosques te enseñaron sus canciones, los vientos te enseñaron... la nieve te cubrió con su pureza, el mar te dio su abrazo... el Sol ungió tu piel y tus cabellos, la Luz besó tu alma... camina, caminante entre la Noche, portador de la Llama ...
El mar te bautizó con la tormenta, hijo del trueno ... en el invierno frío te nutriste, alto y sereno... los bosques te enseñaron a escuchar la voz dormida... con la Huella del Oso arde la tea en ti prendida...
No hay árboles ahora, solo vasta extensión de nieve lechosa y el cielo abierto. A lo lejos, se alza una torre cilíndrica, un templo anciano y majestuoso en torno al cual vuelan las figuras de alas desplegadas. Dragones. Eternos dragones, girando en círculos alrededor de la construcción. Blanco y dorado en las columnas cuando nos acercamos, una esfera áurea relumbrante como un sol nocturno en el pináculo. Laúdes y cítaras, clamores cristalinos, murmullo de mares imposibles. La melodía se ramifica y se repite, la recoge la brisa y la silba, se la cede a las estrellas que la acompasan, y cambian los colores de las luces del Norte, glauco y ámbar, luego ámbar, y se agitan como un velo sostenido en un balcón.
Siguiendo al oso, buscando al zorro, nos movemos hacia el noreste. Un cráter se abre y al fondo, una extensión de césped desprende el aroma de flores tiernas, de brotes nacientes. Al mirar hacia allí, un árbol se alza en su centro, eleva sus ramas hacia el firmamento, las hojas caen, una a una, continuas y constantes. Hay hogueras prendidas aquí y allá, se escucha el sonido de la batalla. Al otro lado, en el alto templo, los dragones también luchan. La guerra.
Vinimos aquí a la guerra, pienso. Contra la Plaga, contra la muerte fuera del ciclo natural, contra la Plaga por venganza, contra la Plaga por deber, porque es lo correcto. Y la guerra tiene lugar, siempre hay movimiento, siempre conflicto... y pese a todo, la vida. El pálpito constante del corazón de un mundo que nunca se detiene.
El oso nos guía a través de la nieve, hacia la punta de la cola del zorro, allá donde la pincelada empieza. Pasamos junto a los restos de un dragón muerto, inmenso, yace el cadáver semienterrado en la blancura. Los huesos brillan con luz estelar, blancos y pulidos, surgiendo entre la tierra, luminosos. Figuras de mamuts errantes, de criaturas extrañas de cuerpo humanoide y patas de caballo se recortan mas allá. Una manada cruza ante nosotros, sin mirarnos. Las moles gigantescas y peludas parecen elekks en cierto modo, hasta las crías tienen largos colmillos enroscados. Y caminamos, caminamos. Se acercan las hienas y ruge el oso, poniéndose en pie como advertencia, hasta que, tras pensarlo un momento, se marchan. Y caminamos.
Los bosques te enseñaron sus canciones, los vientos te enseñaron... la nieve te cubrió con su pureza, el mar te dio su abrazo... el Sol ungió tu piel y tus cabellos, la Luz besó tu alma... camina, caminante entre la Noche, portador de la Llama ...
El mar te bautizó con tempestad, hijo del trueno ... en el invierno frío te nutriste, alto y sereno... los bosques te enseñaron a escuchar la voz dormida... con la Huella del Oso arde la tea en ti prendida...
Ilumina en la Sombra, Luz Ardiente... alza la espada de hoja incandescente... desata el fuego sagrado y la divina tormenta... abraza con cálido brazo al alma sedienta...
Cruzamos un camino antiguo de piedra, que asciende hacia el Norte. Una gigantesca calzada que parece haber sido hecha para el tránsito de gigantes y dioses. Y giramos al este, con el repicar de la extraña canción, que se desgrana cada vez más completa.
Y el oso se marcha. Y la cola del zorro se agita, y entrecierro los ojos al mirar alrededor y ver la flotante ciudadela, más allá de las cumbres que se elevan al sur. Las torres alzadas, construcciones humanas, donde bulle la actividad, al norte. Y al final de este camino serpenteante, un resplandor claro, aúreo, constante como un faro.
- Creo que no voy a encontrar al zorro - murmuro.
Elazel asiente con la cabeza. Mi oso se ha ido, pero ha dejado una huella sobre el camino, que se cubre lentamente con los copos desprendidos de la ventisca. Echo la caperuza hacia atrás y dejo que el aire me bese el rostro un instante, mientras mi montura fiel da un paso tras otro hacia esa luz clara, y escucho atentamente los acordes que se amontonan, la música vibrante y embriagadora que me asalta desde todas partes y que completa mi propia línea melódica... me escucho. Y me gusta lo que oigo.
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