- Mantén la espada levantada
La armadura de Seltarian devuelve los destellos de la luz del atardecer. Su rostro severo y grave, impenetrable, me observa. Hago lo que me dice. La brisa estival nos despeina, el bosque canta mientras las hojas doradas caen al suelo en un despliegue interminable. Los árboles se desnudan despacio.
- Guardia alta y ataca.
El golpe da en el tronco caído, entre los centenares de cortes anteriores. Esta vez se ha desviado menos y la hoja se ha hundido más profundamente. Me cuesta arrancarla para recuperar la posición de combate, sin necesidad de que mi maestro me indique. Vuelvo a ejecutar el movimiento. Mientras, él habla. Suele repetir estas cosas como un mantra. Yo escucho y me bebo sus conocimientos, como una esponja ávida, como si esas palabras y no otras fueran exactamente las que necesito, las que mi corazón anhela y mi mente reclama.
- Empuñar la Luz y empuñar un arma, no hay diferencia. Ambas son responsabilidades para tí en este camino. - Me llega su voz, entre mis jadeos sordos y las astillas que saltan. - Quieres aprender a luchar porque quieres vengarte. Quieres acabar con la Plaga porque te arrebató a tu familia. Realmente no es eso.
Le miro de reojo, deteniéndome un instante. Me hace un gesto firme. Asiento y vuelvo a levantar la pesada hoja, con los músculos en tensión.
- En tu corazón lo sabes. No es venganza, es redención. Estabas lejos cuando tu gente corrió la suerte más aciaga. Por eso deseas luchar, porque crees que se lo debes. Porque no estabas ahí cuando te necesitaban. Pero pregúntate esto. ¿Podrías haber hecho algo?
- Sí - respondo sin dudar, en una exclamación rasposa, mientras golpeo el tronco una vez más. Levanto el arma. Me duelen los brazos. No me importa. Guardia alta.
- ¿Qué habrías hecho?
- Pelear... con uñas... y dientes... ayudarles a escapar. - Descargo un nuevo impacto. Guardia alta. Otra vez.
- Probablemente habrías muerto.
- Lo dudo. Soy un tío con suerte. - Estoy jadeando cuando me detengo al fin.
Seltarian me mira con una media sonrisa. En sus ojos rojizos hay un destello paternal, al que me aferro con verdadera necesidad.
- Escucha esto y grábalo en tu corazón - me dice, con una voz más suave, menos desapasionada. Nostálgica. - El camino de la Luz no es para los cobardes, pero tampoco para los insensatos. No existe la suerte. Grábatelo en el alma, en la sangre, en las manos. Un portador de Luz es un faro. Es una llama imperecedera. Un portador de Luz que muere, es una llama que se apaga, y que no podrá encender otras. Sobrevivir es tu principal responsabilidad hacia lo que quieres proteger.
Le miro largamente y asiento, observando el tronco destrozado.
Soy joven. Aún no sé qué quiero proteger, pero el bosque me canta, y sé que hay un camino para mí.
Las hojas siguen cayendo.
El Azote no me rozó. No me devoró el Kraken, no morí ahogado en las gélidas aguas de los mares infinitos. Ningún sable de bucanero o pirata atravesó mi carne, la enfermedad de las manchas rojas y la de los vómitos, que a tantos marinos se llevó, no me llevó a mí. El lago no me engulló. He sobrevivido a muchas cosas, y me pregunto, mientras mi mirada se pierde en las cien marcas sobre la corteza blanca, con el enorme mandoble entre los dedos, cuál es ese camino y adónde ha de llevarme.
¿Cual es mi lugar en el mundo?
Solo hay una manera de averiguarlo. Sobrevivir.
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Algún lugar en Corona de Hielo
Abro los ojos con un estremecimiento, pugnando por respirar. El aire helado atraviesa mis pulmones. Me duele todo. Me duele el alma, el cuerpo, las manos y los pies, y sobre todo, me duele el pecho. Exhalo un gemido y me agito sobre la nieve, desfallecido y sin entender demasiado. Alguien me sostiene, y un vino fuerte, fragante, con un sabor extraño y vagamente familiar se escurre por mi garganta. Lo engullo con avidez, sediento. Apenas soy consciente de nada.
- Despacio... tranquilo, paladín.
Me aferro con desesperación al brazo del tipo, embutiendo el aliento en mis pulmones en largas bocanadas. Su brazo es mi cáliz, su sangre mi vino, y aunque no sé muy bien por qué lo hago, bebo de ella como si me fuera la vida en ello. No. Me va la vida en ello. Cada trago breve calienta mis venas, me revitaliza y me electrifica, y ese leve regusto amargo no es óbice para que no siga tomándola.
- Basta... ya es suficiente - dice la voz desconocida con un tono escurridizo y algo burlón. - Te gusta, ¿eh?
Le doy un codazo mientras clavo los dientes en la piel y la carne. Gruñe y me aparta de una patada. Mis músculos en tensión aún no responden, así que me derrumbo en la nieve, manchándola con las gotas rojas que se escapan de mis labios. Casi negras.
- Tendrás ardor de estómago.
- Ahora... solo tengo... heladas las pelotas... - respondo con una risa desvaída, mientras trato de enfocar la vista.
- Será porque estás desnudo.
Hundo los dedos en el lecho blanco y levanto la cabeza un poco. Sí, eso lo explica, sin duda. El muerto, porque es un caballero muerto, y eso lo sé antes de que se difuminen las motitas luminosas que me bailan delante de los ojos y pueda verle bien, se arrodilla a mi lado, tirándome del pelo para volver mi rostro hacia el suyo. Le golpeo la mano con un gruñido.
- Te encontré medio enterrado en la nieve - dice, apartando los dedos y limpiándoselos en la capa. Lleva el emblema del Acherus y parece divertirse por algo. - Es increíble que hayas sobrevivido. ¿Qué te ha pasado?
- Estuve en la fiesta de cumpleaños de Arthas. Tengo resaca.
- Ya. ¿Y te contrataron como bailarín erótico?
- No, para servir copas.
Se ríe entre dientes, arrojándome una capa oscura y desgastada. Me envuelvo en ella a duras penas, tratando de estabilizar el mundo o de estabilizarme yo en él. Tengo las pestañas pegadas a causa de la escarcha. El pelo se me ha congelado en las raíces y los pies no me responden. Los dedos de mis manos están negros y toda mi piel parece haberse vuelto azul, o igual es que estoy perdiendo la vista. Sin embargo, la sangre del muerto me ha vivificado.
- Estás herido. Ten cuidado con la cabeza.
Me rozo la sien como puedo y casi pierdo el conocimiento con el espasmo de dolor. Además, parece que alguien me haya incrustado una bola de acero candente rodeada de espinos en el esternón, porque me cuesta terriblemente respirar y me da la impresión de tener una bota claveteada aplastándome justo ahí.
- Tengo que salir de aquí - murmuro a duras penas.
- Sin duda. No es lugar para pasar la tarde.
El caballero me mira y chasquea la lengua. Es moreno y lleva una armadura más que decente, con una hoja rúnica a la espalda. Su mirada es fría. Aun así, vuelve a tenderme el brazo y se reabre la herida.
- Tómala. Te vendrá bien - me dice, acercándose.
Le observo con desconfianza.
- Estás muerto.
- Sí. Pero la sangre es vida.
Esboza una sonrisa torcida, casi retorcida. Hago un gesto de desdén y le tiro del brazo. No es muy prudente, pero hasta medio muerto odio que se me choteen. Y menos un alzado con pinta de dandi. Venga ya, hombre. Esta vez le obligo a apartarme a golpes, por las malas, devorando y engullendo la sangre ardiente y dulzona, clavándole los dientes en la carne con toda la intención de hacerle daño. No soy ningún mierdecilla endeble, ni siquiera en este estado. Quiero demostrarle que soy peligroso. Sin embargo no parece impresionado cuando consigue deshacerse de mi presa y se ajusta los guantes otra vez, arqueando la ceja.
- Me vas a dejar seco.
- Tú te has ofrecido - respondo, limpiándome la boca con el dorso de la mano. - ¿Efectos secundarios?
- Mañana te despertarás siendo un necrófago.
- Entonces tengo un día para ver a los míos. Mejor me doy prisa.
Se ríe otra vez. Es una risa extraña, muy apropiada a este lugar. Roca viva, vermis de escarcha a lo lejos, hielo afilado y la Ciudadela dibujándose a lo lejos, con sus negras agujas alzándose como dientes hambrientos.
- Tranquilo, no hay nada que temer. Yo no tengo la plaga, asi que no te contagiarás.
- Aun así, debería irme.
- Bien. ¿Donde tienes tu carruaje?
- Lo aparqué en el jardín del Exánime. Pero creo que lo ha convertido en catapulta.
- Entonces te llevo. Te dejaré en la Vanguardia Argenta.
- Gracias.
Asiento con la cabeza, en un gesto de reconocimiento. Este tío me ha salvado la vida. Le tiendo una mano negra, congelada. La estrecha, el cuero de su guante cruje entre el silbido del viento.
- Morred.
- Ahti.
El caballero de Acherus me suelta y emite un silbido penetrante e intenso. Un grifo óseo acude a su llamada, hundiendo las garras en la nieve y graznando con énfasis.
- Dime, ¿por qué te echaron de la fiesta, cruzado? - me pregunta Morred mientras me ayuda a montar.
Yo soy pesado, pero el tipo es fuerte, y hago lo que puedo por ponérselo fácil.
- El Rey no estaba satisfecho con mi servicio. Dijo que le había servido las bebidas demasiado frías. Creo que tiene los dientes sensibles.
Cuando alzamos el vuelo, la risa lenta e irónica de Morred se pierde entre el silbido del viento, cortante, afilado, cruel, tan gélido como la muerte a la que he burlado una vez más.